La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

domingo, 30 de marzo de 2014

El camino de la fe: de la ceguera a la visión creyente

El camino de la fe: de la ceguera a la visión creyente

Queridos hermanos:

La Liturgia de la Palabra de hoy (Domingo IV de Cuaresma) nos presenta el texto íntegro del capítulo 9 del Evangelio según San Juan. Si bien existe una forma corta del texto, vale la pena leer y escuchar toda la perícopa evangélica (Jn 9, 1-41) para no perdernos la riqueza de este texto que relata el encuentro entre Jesús y el hombre ciego de nacimiento.

Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento

            El inicio del texto es importante: “Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento”. Es Jesús el que ve, el que mira a este hombre que no puede ver… En su ceguera este hombre no percibe a Jesús, no es capaz de ver su rostro, su mirada, sus gestos, su presencia… Y sin embargo, Jesús es quien lo ve, quien le dirige su mirada llena de ternura, respeto y amor.

            ¡Qué consuelo para nosotros! Pues también nosotros somos ciegos a la presencia de Jesús en nuestras vidas… ¡Cuánto nos cuesta ver a Jesús! Tenemos tantos problemas personales, familiares o laborales que nos cuesta ver a Jesús en nuestras vidas. Otras veces sucede que nuestros propios pecados y el de los demás nos impiden ver a Jesús. Y otras veces, simplemente, no sabemos mirar con fe para ver a Jesús en nuestras vidas… Nadie nos lo ha enseñado… Y así, somos como ese hombre ciego del evangelio. ¡Pero Jesús nos ve! Jesús me ve y me mira con amor aunque yo no lo vea a Él.

Para que se manifiesten las obras de Dios

            Y la mirada de Jesús -esa mirada de ternura, respeto y amor- es una mirada distinta a las demás, una mirada que puede transformar la realidad porque percibe en ella la acción de Dios.

            Mientras sus discípulos preguntan “¿quién ha pecado (…) para que haya nacido ciego?”, Jesús responde: “ni él ni sus padres han pecado, nació así para que se manifiesten en él las obras de Dios”.

            Donde los discípulos ven pecado, Jesús ve una oportunidad para que se manifiesten las obras de Dios… Donde nosotros vemos una dificultad, Jesús ve una puerta abierta; donde vemos un castigo, Jesús ve una oportunidad para crecer; donde vemos pecado, Jesús ve un camino de conversión y perdón.

            Es la mirada del Hijo que siempre nos ve como hermanos. Es la mirada del Hijo que siempre ve la acción del Padre por medio del Espíritu en los corazones de los creyentes.

            Cuando miramos nuestra propia vida, y la de los demás, ¿miramos como Jesús o como los discípulos?

El camino de la fe: de la ceguera a la visión creyente

            Finalmente queridos hermanos y hermanas, el hermoso y dramático relato que hemos escuchado nos muestra que hay un “camino de la fe”, una peregrinación podríamos decir, en la cual peregrinamos desde la ceguera de  estar encerrados en nosotros mismos y nuestro mundo a la visión creyente que es capaz de percibir con fe y con esperanza la presencia de Dios en la realidad cotidiana.

            Es la peregrinación que ha hecho el hombre ciego de nacimiento: él fue mirado por Jesús… Jesús lo miró, lo tocó, se hizo cargo de su ceguera, realizó una obra por él y así lo alivió.[1] Y una vez mirado por Jesús, tocado por su amor, tuvo que aprender a dar testimonio de su encuentro con el Señor: primero dirá “ese hombre”, luego lo reconocerá como “un profeta” y finalmente ante Jesús mismo dirá “creo Señor”

            Cuando el hombre dice: “creo en ti Señor”, deja atrás su ceguera y recibe la  plena visión de la fe que lo hace capaz de ver a Jesús, el Señor, en todas las situaciones de la vida –sean estas de tristeza o alegría- y con ello encuentra el sentido de su propia existencia, pues, “quien cree ve; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino, porque llega a nosotros desde Cristo resucitado, estrella de la mañana que no conoce ocaso”.[2]

            Señor Jesús, enséñanos a mirar como tú miras –como Hijo- , y a ver lo que tú ves: el amor. Amén.



[1] Cf. PAPA FRANCISCO, Mensaje para la Cuaresma 2014. Se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cfr. 2 Cor 8,9).
[2] PAPA FRANCISCO, Carta Encíclica Lumen Fidei sobre la fe, N° 1.

miércoles, 5 de marzo de 2014

Cuaresma, camino y tiempo de conversión

Cuaresma, camino y tiempo de conversión

Queridos hermanos y hermanas:

Nuevamente como pueblo de Dios, como Iglesia, nos ponemos en camino y queremos vivir un tiempo especial, un tiempo fuerte: un tiempo de conversión, de gracia y del Espíritu. La Cuaresma es ese tiempo y ese camino de conversión que anhelamos.

Camino de conversión, camino al corazón
            
          Todo camino –toda peregrinación- tiene una meta, y esa meta da forma al camino y orienta el caminar. También nuestro caminar cuaresmal tiene una meta -un sentido-: el participar plenamente de la Pascua de Cristo Jesús.

Cuando en nuestro peregrinar cristiano olvidamos la meta, dejamos de ser peregrinos y nos convertimos en errantes y así quedamos “existencialmente huérfanos, desamparados, sin un hogar donde retornar siempre” y terminamos girando en torno a nosotros mismos sin llegar a ninguna parte.[1]

Por eso, al inicio de nuestro camino cuaresmal conviene que recordemos que la Cuaresma tiene como meta la Pascua, el “revivir los misterios máximos de la fe en el Triduo Pascual”.[2] Queremos participar de la muerte y resurrección de Cristo, queremos participar de la nueva vida del Hijo Resucitado… Queremos morir a nuestros pecados, a nuestros egoísmos, a nuestra indiferencia y a nuestros dolores… Y queremos resucitar al amor, a la plenitud, al compartir, a la felicidad. Pero, ¿cómo lo hacemos?

Necesitamos hacer este camino de conversión que es la Cuaresma. Y todo camino de conversión es siempre un encaminarse hacia el propio corazón, hacia nuestra interioridad, hacia el núcleo de nuestra personalidad: allí donde somos auténticos y no caben ya las apariencias y las máscaras, las excusas y las justificaciones.

La palabra de Dios nos pide que peregrinemos a nuestro propio corazón cuando nos reclama: “desgarren su corazón y no sus vestiduras” (Jl 2,13). Desgarrar el corazón… La imagen es fuerte, incluso dolorosa. Si desgarramos nuestras vestiduras queda al desnudo nuestro cuerpo. Si desgarramos nuestros corazones quedan al desnudo nuestros pensamientos, deseos, sentimientos e intenciones. Queda al desnudo la fuente misma de donde brotan nuestras acciones. Quedan al desnudo nuestros egoísmos, nuestros pecados: nuestro encerrarnos en nosotros mismos despreciando a los demás y a Dios.

Personalmente pienso que debemos tomar muy en serio las palabras de Jesús en el Evangelio cuando nos dice que “de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas” (Mc 7,21). A veces quisiéramos excusarnos y responsabilizar a otros por nuestros dolores y pecados, o tal vez minimizarlos. Quisiéramos no responsabilizarnos por nuestras propias acciones y sus consecuencias, o no tomar conciencia de las huellas que dejan en nosotros. Pero eso sería inmaduro, y a la larga nos privaría de ser ayudados, de ser perdonados y sanados.

El inicio de nuestra conversión radica en reconocer sinceramente que somos pecadores -que muchas veces hemos elegido libre y conscientemente el hacernos daño a nosotros mismos y a los demás-, que tenemos un corazón pecador y por ello necesitado del amor de Jesús, de su misericordia, de su perdón, de su sanación.

Sin duda este reconocimiento puede ser doloroso, puede “desgarrar el corazón”, pero el encuentro sincero con Jesús es salvación, “ante su mirada, toda falsedad se deshace. Es el encuentro con Él lo que, quemándonos, nos transforma y nos libera para llegar a ser nosotros mismos. (…) Pero en el dolor de este encuentro, en el cual lo impuro y malsano de nuestro ser se nos presenta con toda claridad está nuestra salvación. Su mirada, el toque de su corazón, nos cura a través de una transformación”.[3]

Peregrinar a nuestro corazón y reconocerlo con sinceridad como un corazón pecador, nos debe llevar a hacer nuestra la súplica del salmista: “Crea en mí, Dios mío, un corazón puro” (Sal 50,12). Sólo Dios, nuestro Padre bueno y misericordioso, puede obrar el gran milagro de nuestra transformación. Sólo Él puede tocarnos allí donde nadie más tiene acceso, sólo Él puede regalarnos un corazón nuevo.

Y así, de nuestro corazón reconciliado y renovado, podrán brotar el ayuno, la limosna y la oración como expresión externa de un corazón amante.

Si con confianza y sinceridad nos acercamos a Dios, nuestro Padre del cielo que  “ve en lo secreto” (Mt 6,4) –que ve en el corazón- sabrá darnos aquello que anhelamos: un corazón nuevo, un corazón de hijos y hermanos, un corazón semejante al de Jesús.

Queridos hermanos y hermanas, “éste es el tiempo favorable, éste es el día de la salvación” (2 Co 6,2), aprovechemos esta Cuaresma y transformemos, desde nuestro interior, este tiempo que estamos iniciando en tiempo del corazón, en tiempo de conversión. Que así sea.  



[1] PAPA FRANCISCO, Exhortación apostólica Evangelii Gaudium sobre el anuncio del Evangelio en el mundo actual, N° 170.
[2] CONFERENCIA EPISCOPAL ARGENTINA, Misal Romano Cotidiano. Versión castellana de la 3ª edición típica latina y los Leccionarios I-IV, página 230.
[3] BENEDICTO XVI, Carta Encíclica Spe Salvi sobre la esperanza cristiana, N° 47.