Dios modeló al hombre con arcilla
Domingo
27° del Tiempo Ordinario – Ciclo B
Queridos hermanos y
hermanas:
Quisiera invitarlos a reflexionar en torno a la Liturgia de la Palabra del día de hoy
tomando como punto de partida lo que escuchamos en la primera lectura, tomada del Libro
del Génesis (Gn 2, 4b. 7a.
18-24).
El Señor Dios modeló al
hombre con arcilla del suelo
«Cuando
el Señor Dios hizo el cielo y la tierra, modeló al hombre con arcilla del suelo» (Gn 2, 4b. 7a). Les invito a que
profundicemos en el simbolismo de estas palabras, y en la verdad teológica que
ellas contienen. Dios “modela” al hombre con arcilla; es decir, con sus propias
manos va dando forma a su creación predilecta: el hombre; varón y mujer.
Dios modela al hombre. Esta imagen trae a mi memoria otra
palabra de la Sagrada Escritura: «El
Señor modeló cada corazón, y comprende todas sus acciones» (cf. Salmo 32,15). Sí, Él modeló cada
corazón, cada alma, cada persona.
En este relato de la Sagrada
Escritura hay una invitación a mirar contemplativamente al ser humano, al
varón y a la mujer; y descubrir en ellos –en nosotros, en cada uno- la huella de Dios.
Aquel que modela la arcilla deja en ella la impresión de sus dedos, su huella
digital. ¿Cuáles son las huellas que Dios ha dejado en mi arcilla, en mi cuerpo
de arena y mi alma de agua?
Dios deja sus huellas en nuestros anhelos más auténticos,
sobre todo en el anhelo del amor verdadero. “Todos los hombres perciben el
impulso interior de amar de manera auténtica; amor y verdad nunca los abandonan
completamente, porque son la vocación que Dios ha puesto en el corazón y en la
mente de cada ser humano.”[1]
Si Dios ha dejado su huella en nuestros corazones y nos
invita a descubrir esa imagen de sí que ha dejado en nosotros, entonces en el
acto creador de Dios subyace también un proyecto de vida suyo para nosotros.
Hay un proyecto de Dios, un plan, un anhelo, una bendición.
No conviene que el hombre
esté solo
A medida que avanza el relato del Génesis encontramos estas palabras en boca de Dios: «No conviene que el hombre esté solo. Voy a
hacerle una ayuda adecuada» (Gn
2,18). Dios nos ha creado para la comunión y no para el aislamiento solitario.
Él nos ha creado para la amistad, para la fraternidad, para el amor.
Si bien estamos convocados a una “comunión universal”[2]
con los animales domésticos, las aves del cielo y todos los animales del campo
(cf. Gn 2, 20); el varón descubre una
comunión especial con la mujer, a la que reconoce como hueso de sus huesos y
carne de su carne (cf. Gn 2, 23a).
Esta expresión bíblica señala el origen común del varón y de la mujer en el
plan de Dios. «Carne de mi carne».
Nos debemos mutuamente respeto, amor y dignidad. Ambos, varón y mujer, somos
carne frágil pero preciosa y valiosa a los ojos de Dios.
Y si tenemos un origen común, la plenitud la hallaremos
en la comunión: «Por eso el hombre deja a
su padre y a su madre y se une a su mujer, y los dos llegan a ser una sola carne»
(Gn 2,24); una sola realidad en
la plenitud del amor. De ahí la invitación que nos hace el salmo: «¡Feliz el que teme al Señor y sigue sus
caminos!» (Salmo 127,1); ¡feliz
el que respeta a Dios creador y sigue su plan, su proyecto de amor!
En el matrimonio, en la vida personal, en cada vocación,
Dios, “que quiere actuar con nosotros y contar con nuestra cooperación”,[3]
pone su proyecto de amor en nuestras manos. Él confía en nosotros, nos sostiene
y acompaña, y espera que cada uno de nosotros haga propio su proyecto de amor y
plenitud.
¿Es lícito al hombre
divorciarse de su mujer?
Por eso, ante la pregunta de los fariseos por el
matrimonio y el divorcio (cf. Mc 10,2),
Jesús vuelve al origen, vuelve a poner en el horizonte el proyecto de Dios (cf.
Mc 10,6-9); vuelve a recordarnos que
la vida matrimonial es un proyecto de Dios.
Y con ello Jesús plantea a cada matrimonio una pregunta
muy actual: “¿Es nuestro matrimonio un proyecto de Dios que hicimos nuestro?
¿Vivimos nuestro matrimonio como proyecto compartido con Dios o sólo como
proyecto propio hecho a nuestra medida? Ante estos cuestionamientos, tomamos
conciencia de que vivir el matrimonio como proyecto compartido con Dios
requiere de preparación previa, sinceridad, auto-conocimiento y conocimiento
del otro, oración, humildad, fe y madurez humana y cristiana. No siempre toda unión
es proyecto compartido con Dios.
El Reino de Dios pertenece
a los que son como niños
El Reino de Dios, el reinado de Dios en nuestras vidas –su
proyecto-, solo puede hacerse patente y operante en nuestra realidad si con un
corazón de niños nos abrimos a Dios Padre y su plan de amor para con cada uno
de nosotros. Si miramos nuestra propia vida –personal, matrimonial y familiar-
como un proyecto que Dios nos confía y en el cual nos pide nuestra generosa
cooperación.
Así, hacerse como niños implica la ternura de sabernos y
experimentarnos cobijados y abrazados por la misericordia de Dios, pero también
implica la generosidad de responder con responsabilidad a su proyecto de amor.
Dejarnos guiar por Él y no cansarnos de empezar siempre de nuevo, sabiendo que
Él nos sostiene, acompaña y anima.
Con María, Madre de la ternura y la generosidad, volvemos a pedirle a Dios que Él modele nuestros corazones, que Él nos ayude a reconocer sus huellas en nuestras vidas y así, siguiendo a Jesús, cooperemos con el proyecto de su corazón. Amén.
n-n
ResponderEliminarmuy bien redactado
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