Domingo 24° durante el año
– Ciclo C
¿Escuchar o murmurar?
Queridos hermanos y
hermanas:
Al leer esta perícopa del Evangelio (Lc 15, 1-10) llama la atención la actitud que ante Jesús toman
publicanos y pecadores por un lado, y fariseos y escribas por otro lado.
Mientras «todos los
publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo», «los fariseos y escribas murmuraban» (Lc 15, 1. 2). Unos escuchan; es decir,
se abren interiormente a las palabras y gestos de Jesús; en cambio, otros se
cierran ante el mensaje y la presencia de Cristo con sus murmuraciones.
Abrirse o cerrarse a la misericordia de Dios en Cristo
Jesús. Allí pareciera radicar la verdadera diferencia entre los publicanos y
pecadores, y los fariseos y escribas.
¿Quiénes eran los publicanos?
A lo largo de las páginas del Evangelio vemos que muchas
personas se acercan a Jesús. Multitudes lo seguían buscando saciar su hambre o trayendo
a sus enfermos y posesos para que Él los sanara. Entre los muchos que buscan a
Jesús se encuentran los publicanos y pecadores. Pero, ¿quiénes eran estos
publicanos? ¿Y quiénes eran considerados
pecadores públicos en la época de Jesús?
Así mismo, “son designados como pecadores todos aquellos
cuya vida inmoral es notoria y los que ejercen una profesión nada honorable o
que induce a faltar a la honradez (…). También pasa por pecador el que no
conoce la interpretación farisea de la ley, pues si no conoce la interpretación
de la ley, tampoco la observa.”[2]
Por otro lado, los fariseos son un grupo religioso al
interior del judaísmo del siglo I. “La secta judía de los fariseos comprendía
en tiempos de Jesús alrededor de seis mil miembros (…). Contaba entre sus
miembros a la totalidad de los escribas y de los doctores de la ley (…).
Organizando a sus miembros en cofradías religiosas trataba de mantenerlos en la
fidelidad a la ley y en el fervor.”[3]
¿Escuchar o murmurar?
Como decía al inicio, llama la atención que sean los
publicanos y los pecadores públicos los que se acerquen a Jesús con un corazón
abierto a su mensaje.
Tal vez, conscientes de su situación de vida, con
humildad se acercan a Jesús buscando la misericordia que otros le niegan. Sin
embargo, también es cierto que el mismo Jesús se muestra accesible, disponible
y cercano a estas personas. Precisamente es lo que le reprochan los fariseos: «Este hombre recibe a los pecadores y come
con ellos» (Lc 15,2b).
Ante este reproche Jesús responde con las parábolas que
hemos escuchado: la oveja perdida (Lc
15, 1-8) y la dracma perdida (Lc 15, 8-10).
«Si alguien tiene
cien ovejas y pierde una, ¿no deja acaso las noventa y nueve en el campo y va a
buscar la que se había perdido, hasta encontrarla?» (Lc 15,4).
Con esta parábola Jesús señala que aquellas personas
consideradas pecadoras y marginadas de la vida religiosa son como ovejas que se
han perdido. Pero sobre todo, señala que son ovejas que le pertenecen al
pastor. El hecho de estar perdidas o marginadas no anula su pertenencia a Dios.
Dios sale a buscar a los que se han perdido o han sido
marginados porque ellos le siguen perteneciendo, siguen estando presentes en su
corazón. ¡Qué consuelo! Aunque pequemos, aunque nos sintamos perdidos, le
seguimos perteneciendo a Dios. Nada puede separarnos de su amor en Cristo Jesús
(cf. Rom 8, 38-39).
Y al mismo tiempo, ¡qué desafío! Comprender y testimoniar
que no hay pecado o situación que disminuya el amor de Dios por los hombres.
Esto es lo que los fariseos no logran comprender. Para ellos el pecado excluye
irremediablemente del amor de Dios; para Jesús, Dios sale a buscar al pecador porque
lo ama y quiere sanarlo. No se niega la realidad del pecado; pero se afirma la
incondicionalidad y la fuerza del amor misericordioso de Dios.
«Y cuando la
encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría» (Lc 15,5).
El pastor –imagen de Dios- “pone sobre sus hombros la
oveja hallada. (…) Cuando la oveja se extravía del rebaño, va corriendo sin
meta de una parte a otra, se hecha al suelo sin fuerzas y es preciso cargar con
ella. El pastor la trata con más delicadeza que a las otras. Sin embargo, la búsqueda
por un terreno montañoso y pedregoso le impone esfuerzos y fatigas. Pero todo
lo olvida cuando recobra la oveja perdida.”[4]
Sí, el pecado, el egoísmo, la indiferencia y la tristeza
son los terrenos áridos, pedregosos y montañosos donde muchas veces nos
perdemos. Vamos allí guiados por nuestro egocentrismo, por nuestro afán de
autocomplacencia, y así perdemos el rumbo y el sentido de la vida. Pero en
Cristo Jesús, Dios no se cansa de salir a buscarnos hasta encontrarnos y “nos
vuelve a cargar sobre sus hombros una y otra vez”.[5]
Y cuando nos encuentra no nos reprocha o reclama el
habernos alejado de Él. Sino que nos demuestra su gran amor con la alegría del
reencuentro: «y al llegar a su casa llama
a sus amigos y vecinos, y les dice: “Alégrense conmigo, porque encontré la
oveja que se me había perdido» (Lc
15,6).
Buscar constantemente; cargar sobre sí y alegrarse por el
reencuentro. Estas son las actitudes de Dios para con el pecador que se ha
perdido. Estas son las actitudes de Jesús para con nosotros cuando nos perdemos
en la vida.
¡Cuánto consuelo habrán recibido los publicanos y
pecadores al escuchar las palabras de Jesús! ¡A cuánta misericordia se han
cerrado escribas y fariseos al murmurar contra Jesús! ¿Cuál es nuestra actitud
de vida? ¿Escuchamos con un corazón abierto la palabra misericordiosa de Jesús
o murmuramos en nuestro interior porque es misericordioso con los demás?
Dejarnos encontrar
Se trata de dejarnos encontrar por Jesús y su
misericordia; dejarnos perdonar. En realidad –hoy como ayer- tanto publicanos
como fariseos necesitamos ser encontrados, necesitamos aprender a ser hijos del
Padre bueno que recibe en su casa tanto a su hijo menor como a su hijo mayor
(cf. Lc 15, 11-32).
En ese sentido, tanto publicanos como fariseos deben
convertirse a Dios en Cristo Jesús. Precisamente esa es la experiencia de san
Pablo quien pertenecía al grupo de los fariseos (cf. Flp 3,5), pero luego de encontrarse con Cristo y su misericordia,
se convirtió al Dios que ama tanto a los israelitas como a los gentiles. El
mismo Apóstol dice: «Fui tratado con
misericordia» y «si encontré
misericordia, fue para que Jesucristo demostrara en mí toda su paciencia,
poniéndome como ejemplo de los que van a creer en él para alcanzar la Vida
eterna» (1Tim 1, 13. 16).
A María, Refugium peccatorum, que presurosa buscó al niño Jesús y lo encontró en el templo (cf. Lc 2, 44-46), le pedimos que desde el santuario salga a buscarnos siempre de nuevo cuando nos perdemos. Así experimentaremos en nuestras vidas la alegría del Evangelio, la alegría de ser encontrados, la alegría de ser acogidos por la misericordia de Cristo Jesús. Amén.
[1] A.
STÖGER, El Nuevo Testamento y su mensaje.
El Evangelio según san Lucas. Tomo II (Editorial Herder, Barcelona 1993),
58.
[2]
Ibídem
[3] X.
LÉON DUFOUR, Vocabulario de Teología
Bíblica (Editorial Herder, Barcelona 1993), 326.
[4] A.
STÖGER, El Nuevo Testamento y su
mensaje…, 60.
[5]
PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium 3.
[6]
Ibídem
No hay comentarios:
Publicar un comentario