La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

domingo, 28 de agosto de 2016

Encontrar nuestro lugar

22° Domingo del tiempo durante el año – Ciclo C
Encontrar nuestro lugar


Queridos hermanos y hermanas:

            La Liturgia de la Palabra hoy nos lleva a meditar en torno a la humildad. En la primera lectura, tomada del Libro del Eclesiástico, el sabio nos dice: «Cuanto más grande seas, más humilde debes ser» (Ecli 3,18). Y siguiendo la lógica interna de este texto, nosotros a su vez podríamos decir: “cuanto más soberbios somos, más pequeños nos hacemos”.

 El corazón humilde

           
El Sirácida[1] continua sus palabras dándonos así una descripción del corazón humilde al decirnos: «El corazón inteligente medita los proverbios y el sabio desea tener un oído atento» (Ecli 3,29). Así, son al menos tres las características del corazón humilde: su grandeza de corazón no es altanería; es un corazón que medita, que reflexiona sobre sus acciones y las consecuencias que tendrán para los demás; y, es un corazón capaz de escuchar la voz de los otros, se deja aconsejar, por eso «desea tener un oído atento».

            Y a partir de estas características del corazón humilde podríamos a contrario sensu conocer las características del corazón soberbio. En la persona en la cual el orgullo se arraiga como «planta maligna» (Ecli 3,28) el corazón se vuelve soberbio y así se envanece, mostrándose más grande de los que en realidad es. El corazón soberbio no medita, no reflexiona sobre sus acciones, ya que está convencido de que lo que hace está bien sin importar las consecuencias para los demás. El corazón soberbio no escucha. No es capaz de prestar atención al consejo, corrección o ayuda que se le quiere prestar.

En el fondo, el corazón soberbio, pretende bastarse a sí mismo. Por eso se encierra en sí mismo, se clausura en sus propios intereses, pensamientos y opiniones y con ello se cierra a los demás y a Dios mismo. Como dice el Papa Francisco: “Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien.”[2]

Encontrar nuestro lugar

            Lo que el Sirácida nos ha dicho con palabras de sabiduría, Jesús nos lo enseña en el evangelio de hoy (Lc 14, 1. 7-14) con la parábola de la “elección de los asientos” (Lc 14, 7-11).

            Al ser invitado a un banquete, Jesús, que es un buen observador de la vida, nota «cómo los invitados buscaban los primeros puestos» (Lc 14,7), y al observar esto, Él pronuncia estas palabras: «no te coloques en el primer lugar, porque puede suceder que haya sido invitada otra persona más importante que tú, y cuando llegue el que los invitó a los dos, tenga que decirte: “Déjale el sitio”, y así lleno de vergüenza, tengas que ponerte en el último lugar» (Lc 14, 8-9).

             Si somos sinceros y observamos nuestra propia vida, nos daremos cuenta de que también nosotros tendemos siempre a buscar los “primeros puestos”, es decir, buscamos llamar la atención, buscamos ser tenidos en cuenta y ser tratados con importancia y preferencia; y cuando no conseguimos esto, llenos de frustración e irritación nos retiramos al «último lugar», no con humildad sino con resentimiento.

           
Normalmente es el corazón soberbio el que siempre busca el “primer lugar”, el que siempre pretende ser el centro de atención y sentirse el más importante. En ese sentido, la soberbia no nos deja encontrar nuestro lugar auténtico en la vida, pues siempre pretende llevarnos a donde en realidad no nos corresponde. Mientras nos dejemos llevar por la pretensión de la soberbia nunca encontraremos nuestro lugar en la vida.

            Es la humildad, el corazón humilde, el que nos ayuda a encontrar nuestro lugar en la vida. Pues la humildad, que es verdad, nos ayuda a ubicarnos con sinceridad y autenticidad ante nuestros hermanos, ante Dios y ante nosotros mismo. La humildad nos permite encontrar nuestro auténtico lugar.

Por eso, qué bien nos hace recordar las palabras de Jesús contenidas en el Evangelio según san Mateo: «Aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón» (Mt 11,29).

Un milagro de humildad

            Cuando se trata de reconocer humilde y sinceramente nuestros límites, defectos y debilidades, el P. José Kentenich nos invita a convertirnos en un “milagro de humildad”.[3]

            Así “el ‘complacerse’ o ‘gloriarse’ de sus debilidades y limitaciones (sean del tipo que fueren) presenta tres grados que significan, a su vez, igual cantidad de grados de grandeza ante Dios y de liberación de interferencias perturbadoras y obsesiones.”[4]

            Los tres pasos de la humildad son: “1. Complacerse en sus debilidades. 2. Complacerse en que otros las descubran. 3. Complacerse y gloriarse de ser tratados por los demás de la manera correspondiente.”[5]

            Se nos invita a alegrarnos –complacernos- no de la debilidad en sí, de tal o cual defecto o pecado, sino del hecho de que en esa debilidad se manifiesta nuestra necesidad de misericordia y nuestra posibilidad de crecer.

Alegrarnos en nuestra propia debilidad nos permite liberarnos de la pretensión de apariencia y de la frustración de no lograr lo que deseamos aparentar. Alegrarnos de que otros descubran nuestra debilidad nos abre a recibir su ayuda, a dejarnos complementar y nos da la libertad interior de mostrarnos tal cual somos. Finalmente alegrarnos de que los demás nos traten de acuerdo a nuestra debilidad nos permite ubicarnos con sinceridad en nuestro lugar en la vida y así se nos da la posibilidad de crecer. Es desde la humildad que podemos llegar a crecer, a madurar, a ser plenos.

Comprendemos ahora por qué Jesús nos invita a ponernos en el último sitio (cf. Lc 14,10), y cómo se pueden cumplir en nuestras vidas sus palabras: «todo el que se eleva será humillado, y el que se humilla será elevado» (Lc 14,11). Sí, solamente haciéndonos pequeños, reconociendo nuestras debilidades con sinceridad, lograremos crecer y así encontrar nuestro auténtico lugar en la vida.

A María, la humilde mujer de Nazaret que en el Magníficat (Lc 1, 46-55) cantó con alegría que el Señor había mirado su pequeñez (cf. Lc 1,48), le pedimos que día a día nos eduque para llegar a poseer un corazón humilde, un corazón que sepa encontrar su lugar ante Dios y ante los hermanos. Amén.



[1] El autor de este escrito deja constancia de su nombre en los versículos  50,27 y 51,30: «Sabiduría de Jesús, hijo de Sirá» (Ecli 51,30); y es conocido como Ben Sirá, Sirácida o Sirac.
[2] PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium 2.
[3] Cf. P. JOSE KENTENICH, Desafíos de nuestro tiempo, 128-129.
[4] P. José Kentenich, citado en H. KING, El Dios de la vida. Huellas religiosas en los procesos psíquicos (Editorial Patris Argentina, Córdoba 2003), 91.
[5] Ibídem

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