¿Qué
significa amar a la Iglesia?
El
mes pasado se cumplieron siete años de la elección del Papa Benedicto XVI a la
Cátedra de San Pedro. Con motivo de este aniversario varios
observadores de la vida eclesial han intentado realizar una síntesis de estos años
de pontificado.
Uno
de ellos, Andrea Tornielli, señala que el actual Papa lleva sobre sí la “cruz”
de la incomprensión. Tanto la “derecha” como la “izquierda” se demuestran
descontentos con Benedicto XVI, y pareciera ser que ni siquiera sus más cercanos
colaboradores atinan a ayudarlo a transmitir lo esencial de su mensaje.[1]
Personalmente
pienso que una buena síntesis del pensamiento y mensaje de
Benedicto XVI se encuentra al inicio de su primera carta encíclica Deus Caritas est: “Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la
opción fundamental de su vida. No se
comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el
encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte
a la vida y, con ello, una orientación decisiva.”[2]
Creo que es a la luz de estas palabras que hay que comprender el actuar de
Benedicto XVI. En ellas se encuentra la clave hermenéutica para interpretar sus
homilías, discursos, decisiones y gestos. Se trata de “lo cristiano” y su
presencia en el mundo de hoy, se trata de la relevancia del cristianismo para
los hombres y mujeres de hoy. Sinceramente creo que no hay que buscar segundas
intenciones en este hombre.
La Iglesia
Teniendo como marco referencial los años de pontificado
de Benedicto XVI me interesa reflexionar sobre la situación actual de la
Iglesia y la respuesta que cada uno de nosotros puede dar.
Retomo palabras de Andrea Tornielli. En su diagnóstico de
la situación eclesial actual nos señala lo siguiente: “En una Iglesia donde
siguen resonando diariamente tanto referencias éticas como insistentes
llamamientos a descubrir de nuevo los valores cristianos, en una Iglesia
atravesada por una profunda crisis, flagelada por el escándalo de la
pederastia, por el cisma silencioso de los llamamientos a la desobediencia
firmados por sacerdotes en varios países europeos, por el afán de carrera
penosamente difundido entre los eclesiásticos, por las fugas de documentos y
por las grietas en la organización del aparato de la curia, el anciano Papa
alemán sigue llamando a la conversión, a la penitencia y a la humildad.”[3]
Personalmente estas palabras me parecen duras y me
duelen… Sin embargo describen con lucidez la situación de la Iglesia. Se trata
del dolor del “silencio cisma” que en muchos ámbitos se da al interior de la
Iglesia de Jesucristo, al interior de nuestra Iglesia. Se trata de la división
al interior de la Iglesia que con el Credo
confesamos ser “una, santa, católica y apostólica”. La situación muestra toda
su seriedad si nos dejamos interpelar por las palabras de Jesucristo, quien en
el Evangelio según San Juan implora
la unidad de aquellos que creen en Él: “No ruego sólo por éstos, sino también
por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean
uno. Cómo tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros,
para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17,20-21). Me pregunto cuál será la situación en la Iglesia
Latinoamericana, ¿qué diagnóstico arrojaría una lúcida mirada a la Iglesia que
peregrina en nuestros países?
Amar a la Iglesia
El diagnóstico está planteado, ¿qué nos dice a cada uno
de nosotros? ¿Cómo nos dejamos afectar por este “signo de los tiempos”? ¿Qué
respuesta podemos dar? Los schoenstattianos nos sentimos particularmente comprometidos
por las palabras que se encuentran sobre la tumba de nuestro Fundador, P. José
Kentenich: Dilexit Ecclesiam – Amó a la Iglesia.
Sin embargo esto nos plantea una pregunta importante:
¿qué significa amar a la Iglesia? Responder lúcidamente a esta pregunta es de
capital importancia, sobre todo en este tiempo. La situación actual no deja
espacio para sentimentalismos ingenuos ni para críticas fáciles sin
corresponsabilidad. Se trata de nuestra Iglesia, de la Iglesia de Jesucristo.
¿Qué amamos cuando amamos a la Iglesia? No pretendo dar
una respuesta exhaustiva ni definitiva, pero sí intento un camino de respuesta.
Cuando amamos a la Iglesia no amamos en primer lugar sus
ritos, sus instituciones o enseñanzas… Éstas son expresión de una realidad más
profunda, son expresión de su misterio[4],
son medios y no fines en sí mismos. Sin embargo, quiero señalar que tomar en
serio la realidad sacramental de la Iglesia, implica valorar y respetar sus
sacramentos y ministerios, pues ellos están al servicio de la “unión íntima con
Dios y de la unidad de todo el género humano”[5].
Yo, personalmente, amo y respeto al Papa, creo en su ministerio y en el ministerio
pastoral de nuestros obispos; amo el sacerdocio ministerial y creo en él; creo
en los sacramentos y confío en que la estructura eclesial –con sus
limitaciones- es capaz de canalizar la gracia y la vida de Dios en Jesucristo,
es capaz de darla a todos aquellos que se abren a este don.
Pero insisto, cuando amamos a la Iglesia amamos algo más…
Amamos su misterio, su vocación más íntima, amamos el designio salvador del
Padre: la “unión íntima con Dios”, la “unidad de todo el género humano”, la
esperanza fundada en Cristo de que llegará el día en que todos los hombres y
mujeres, “desde Adán, desde el justo Abel hasta el último elegido, serán
congregados en una Iglesia universal en la casa del Padre.”[6]
Por eso, amar a la
Iglesia es amar no una institución u organización –la Iglesia es más que eso-,
sino amar su vocación más profunda –la vocación más profunda de la humanidad-,
la íntima unidad de todos los hombres a partir del encuentro con Jesucristo. Si
así comprendemos a la Iglesia, entonces ella se nos presenta como colaboradora
de Jesucristo en su obra de salvación. La Iglesia es compañera de Cristo.
Hay todavía una dimensión más que nos sale al encuentro
en esta reflexión. Si la Iglesia es fundamentalmente el designio amoroso de
Dios para con la humanidad, la Iglesia misma es entonces un don para nosotros. Y si es don, debemos reconocer con humildad que
antes que ser nuestra, la Iglesia es de Jesucristo, quien “se entregó a sí
mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en
virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo, sin que tenga
mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada” (Ef 5,25-27).
La Iglesia es un don
que se nos ha confiado tal como Cristo nos confió a su Madre desde la cruz: “Ahí
tienes a tu madre” (Jn 19,27). Y si
es don, entonces es amor, y al amor sólo se puede responder
con amor.
Amar a la Iglesia, ésta es la
respuesta que creo podemos dar en el día a día –con nuestra vida-, para que se
cumpla el anhelo de Cristo: “que todos sean uno”; y así se manifieste a los
hombres y mujeres de este tiempo la luz de Cristo “que resplandece sobre la faz
de la Iglesia”[7].
Oscar Iván Saldivar F.,
ISchP
[1] Cf. ANDREA
TORNIELLI, Benedicto XVI, «un mensaje incómodo» [en línea].
[fecha de consulta: 6 de mayo de 2012]. Disponible en: ˂http://vaticaninsider.lastampa.it/es/homepage/vaticano/dettagliospain/articolo/benedetto-xvi-benedict-xvi-benedicto-xvi-14293/˃
[2] BENEDICTO
XVI, Carta Encíclica Deus Caritas est
1.
[3] ANDREA
TORNIELLI, Benedicto XVI, «un mensaje incómodo» [en línea].
[fecha de consulta: 6 de mayo de 2012]. Disponible en: ˂http://vaticaninsider.lastampa.it/es/homepage/vaticano/dettagliospain/articolo/benedetto-xvi-benedict-xvi-benedicto-xvi-14293/˃
[4] Cf. CONCILIO
VATICANO II, Constitución Dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium 1.
[5] Ibídem.
[6] CONCILIO
VATICANO II, Constitución Dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium 2.
[7] CONCILIO
VATICANO II, Constitución Dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium 1.