La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

domingo, 29 de marzo de 2015

Jesús y los suyos se aproximan a Jerusalén

Domingo de Ramos 2015 – Ciclo B

Jesús y los suyos se aproximan a Jerusalén

“Cuando Jesús y los suyos se aproximaban a Jerusalén…” (Mc 11,1). Esta sencilla frase al inicio del evangelio que se ha proclamado para conmemorar la entrada del Señor en Jerusalén (Mc 11,1-10) señala el sentido profundo de lo que hoy realizamos y celebramos.

La conversión es camino, es peregrinación

            Jesús y los suyos –sus discípulos- se aproximan a Jerusalén; es decir, van llegando a Jerusalén luego de haberse puesto en camino. Llegar a un lugar, llegar a una meta, implica ponerse en camino, implica caminar.

            También nosotros hemos hecho un camino para llegar a estos días santos. Desde aquél Miércoles de Ceniza en que escuchamos la exhortación: “Conviértete y cree en el Evangelio” (cf. Mc 1,15), nos pusimos en camino con Jesús.

            Sí, la conversión hacia el Señor es un camino, y un camino que exige dar pasos todos los días. A veces son pasos pequeños: como por ejemplo pequeños propósitos con los cuales buscamos educarnos a nosotros mismos para asemejarnos a Jesús. Otras veces son grandes pasos de conversión: una confesión sanadora; un perdón que regalamos y nos libera; o una decisión que marca nuestra vida y la orienta hacia Cristo.

            Es cierto que en nuestro camino de conversión a veces retrocedemos e incluso caemos y perdemos de vista las huellas de Jesús. Sin embargo, el amor de Jesús “nos permite levantar la cabeza y volver a empezar” siempre de nuevo.[1] A cada uno de nosotros se dirige la consoladora invitación: “¡Ánimo, levántate! Él te llama” (Mc 11,49).

            Caminamos con Jesús no solamente durante estos días santos. Toda nuestra vida cristiana es un caminar con y detrás de Jesús, un caminar con sus discípulos, un caminar con la “Iglesia en salida”.[2]           

“¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!” (Mc 11,9)

            Y caminar con Jesús y sus discípulos no sólo es un camino de conversión, sino también de esperanza y de profunda alegría; porque el caminar por la senda de la conversión aviva en nuestros corazones la esperanza y hace nacer la alegría. Así lo expresan los que siguen a Jesús en su entrada a Jerusalén aclamando con alegría y esperanza: “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!” (Mc 11,9).

            Los que se han puesto en camino detrás de Jesús son los que como Él se “anonadaron”, se despojaron de sí mismos (cf. Flp 2,7), se despojaron de todo aquello que no les permitía caminar como Él y con Él y sus discípulos.

           
Cuando  nos despojamos de todo aquello que no nos permite caminar; cuando nos despojamos de nuestras propias seguridades y recelos; de nuestro poder y prestigio; de nuestro egoísmo e indiferencia, y de nuestros pecados; entonces surge también en nosotros desde el corazón el grito: ¡Hosanna! Entonces nos unimos a los creyentes de todos los tiempos y lugares que imploran a Jesús: ¡Hosanna!

             En su origen, la expresión “Hosanna”, era una expresión de súplica, algo así como « ¡ayúdanos!», « ¡danos la salvación!».[3] Y como “con Jesucristo siempre nace y renace la alegría”[4], la petición de ayuda, de salvación, se transforma en grito de esperanza y alegría, en certeza de que el Señor nos ayudará en nuestro caminar. Al caminar con  Él nos despojamos de nuestros temores y tristezas, y recibimos de Él su misericordia, su compañía y su alegría. ¡Hosanna!

            Y cuando recibimos esa misericordia somos transformados en sus discípulos y con ello recibimos “una lengua de discípulo, para saber reconfortar al fatigado con una palabra de aliento” (Is 50,4). Ser discípulo es caminar con Jesús y con los demás confortándonos unos a otros.

La meta de la conversión es el amor

            ¿Pero cuál es la meta de este camino de Jesús y sus discípulos? ¿Cuál es la meta de nuestro peregrinar cristiano? “La última meta de esta «subida» de Jesús es la entrega de sí mismo en la cruz, (…) es la subida hacia el «amor hasta el extremo» (cf. Jn 13,1).”[5] Todo nuestro caminar cristiano, nuestro ser discípulos y peregrinos, está orientado hacia esa entrega. Ésta es nuestra meta: entregarnos con Él y como Él por amor.

           
“Como peregrinos, vamos hacia Él; como peregrino, Él sale a nuestro encuentro y nos incorpora a su «subida» hacia la cruz y la resurrección, hacia la Jerusalén definitiva que, en la comunión con su Cuerpo, ya se está desarrollando en medio de este mundo”[6], en medio de nuestro día a día.

Que María, nuestra Madre y Educadora, nos enseñe a caminar con Jesús y como Jesús, y que en estos días santos nos dejemos conducir por Él hacia la Jerusalén definitiva –hacia el Santuario definitivo- participando existencialmente de su muerte y resurrección. Amén.   
 
             




[1] PAPA FRANCISCO, Exhortación apostólica Evangelii Gaudium, 3.
[2] Cf. PAPA FRANCISCO, Exhortación apostólica Evangelii Gaudium, 20-24.
[3] Cf. J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección (Ediciones Encuentro, Madrid 2011), 17.
[4] PAPA FRANCISCO, Exhortación apostólica Evangelii Gaudium, 1.
[5] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección (Ediciones Encuentro, Madrid 2011), 12.
[6] Ibídem, 21s.

jueves, 19 de marzo de 2015

San José, sacramental del Padre

San José, sacramental del Padre

“Seré un padre para él, y él será para mí un hijo” (2 S 7,14)


El texto que la Liturgia de la Palabra propone como primera lectura de hoy (2 S 7, 4-5a. 12-14a. 16) refiere a una profecía que en un primer momento se aplica a David y a un descendiente directo suyo, Salomón. Sin embargo, desde los primeros siglos los cristianos han aplicado esta profecía, y otras, a Jesús mismo, aquél en quien se cumplen todas las promesas y profecías del Antiguo Testamento.

            Y si nos fijamos atentamente en el texto bíblico tomaremos conciencia de lo que nos dice también a nosotros hoy. Dios será Padre para el Mesías –descendiente de David-. Y lo será realmente. Pero esta promesa de paternidad, Dios la llevará a cabo a través de san José.

            ¡Cuánta importancia otorga Dios a sus criaturas, a la creación! ¡Cuánta importancia a las causas segundas! La causa primera de toda la realidad es Dios mismo, pero Él hace participar sus atributos, sus capacidades y su misión a sus criaturas, que devienen así en causas segundas.

            Dios transfiere a san José parte de su paternidad, lo hace participar de su paternidad, y en este caso concreto paternidad para su Hijo. ¡Cuánta responsabilidad! ¡Cuánta confianza!

            Sí, “Dios nos hace sentir su belleza, su bondad, su misericordia a través de las criaturas.”[1] Y lo mismo ha hecho con su propio Hijo, con Jesús. Le ha hecho sentir su paternidad, su belleza, su bondad y su misericordia a través de san José.

            El Hijo de Dios, aquél cuya misión es mostrar el rostro del Padre, en su infancia y adolescencia aprende a decir “papá”, “abbá” (cf. Mc 14,36) mirando a José, viviendo con él, experimentando de él toda la riqueza de la paternidad. Aprende sensiblemente –no sólo intelectualmente- lo que es ser hijo para un padre en su relación con José.

            Al contemplar la figura de san José debemos volver a tomar conciencia del rol de un padre para sus hijos, para su familia. Se trata de la presencia firme y al mismo tiempo serena, es aquél que asegura el sustento tanto material como espiritual; aquél que es fundamento de la personalidad de sus hijos; aquél que es autoridad certera y misericordiosa.

“Tu padre y yo te buscábamos angustiados” (Lc 2, 48)

            El evangelio de hoy (Lc 2, 41-51a), aunque con palabras muy parcas, nos muestra a José como verdadero padre de Jesús en la tierra: es aquél que con su ejemplo instruye a su hijo en la fe de Israel, en la fe de su pueblo. Si Jesús entiende que debe “ocuparse de los asuntos de su Padre” (cf. Lc 2,49) es porque en primer lugar ha visto durante años a sus padres –María y José- ocuparse de los asuntos del Padre: “los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén en la fiesta de la Pascua” (Lc 2,41).

            José es aquél que con prontitud sale a buscar a su hijo. Sí, cada vez que un hijo se pierde un padre lo busca (cf. Lc 2, 43-45), lo espera anhelante y lo recibe con alegría (cf. Lc 15, 20b. 22-24).


            Y José es capaz de traspasar el amor filial de su hijo al Padre. Recibe ese amor con sinceridad en su corazón y lo conduce hacia Dios, hacia el Padre de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra (cf. Ef 3,14-15). Realmente san José es un sacramental del Padre Dios.

San José y nosotros

            En este día en que contemplamos la figura de san José vale la pena entonces que cada uno de nosotros vuelva a tomar conciencia de que Dios nos ha regalado algo de su paternidad, bondad y misericordia para irradiar. Cada uno de nosotros puede conducir hacia el Padre. Vale la pena que tomemos conciencia especialmente hoy de la gran misión, responsabilidad y confianza que Dios ha puesto en cada padre y madre de familia, en cada persona que de alguna manera ejerce paternidad para otros.

            En este día podemos también implorar de san José la gracia de su paternidad, y así, asumir su misión como aliados de María, cada uno de nosotros es como san José: cuidemos que las personas que custodiamos se acerquen a María, para que en cada uno Ella dé a luz a Cristo, el hombre nuevo. Amén.  



[1] H. ALESSANDRI, El Padre Kentenich. Principales etapas de su vida desde el punto de vista de su paternidad (1976), 13.

jueves, 12 de marzo de 2015

Fortalecer nuestro corazón

Fortalecer nuestro corazón 
Jueves III de Cuaresma[1]

“Ojalá hoy escuchen la voz del Señor: «No endurezcan su corazón».”
Salmo 94,8

       Claramente hoy en la liturgia de la Palabra resuena con insistencia este pedido: “escuchen la voz del Señor, no endurezcan su corazón”.

            El evangelio que hemos escuchado (Lc 11,14-23) nos muestra las consecuencias de un corazón endurecido: desconfianza, sobre-exigencia, ceguera e incapacidad de reconocer que el Reino de Dios ha llegado a nosotros. El corazón duro ya no es capaz de escuchar la voz del Señor, ya no es capaz de percibir la presencia y acción de Jesús en el día a día.

            Se endurece nuestro corazón cuando dejamos –por negligencia, por descuido- que se vuelva cómodo y avaro; cuando nos entregamos a la búsqueda enfermiza y sin sentido de placeres superficiales; cuando nos encerramos en nosotros mismos y nos hacemos indiferentes a la vida de los demás.[2] Allí “ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien.”[3]

Fortalecer nuestro corazón

            ¿Qué hacer para que nuestro corazón no se endurezca? ¿Qué hacer para que el Señor quite de nosotros el corazón de piedra y nos dé un corazón de carne? (cf. Ez 36,26).

            Estamos invitados a vivir este tiempo de Cuaresma “como un camino de formación del corazón”.[4]

            Sí, debemos volver a despertar nuestro corazón –nuestra interioridad-, sacarlo de la comodidad y la indiferencia. La Cuaresma es un tiempo especialmente apropiado para dejarnos tocar por la Palabra de Dios y por las necesidades de quienes nos rodean. Y en ese sentido es un tiempo para fortalecer nuestro corazón.

            Pues necesitamos un corazón fuerte para amar de verdad, para resistir a la tentación de la auto-suficiencia y de la indiferencia (cf. Lc 11,21-22). Porque “tener un corazón misericordioso no significa tener un corazón débil. Quien desea ser misericordioso necesita un corazón fuerte, firme, cerrado al tentador pero abierto a Dios. Un corazón que se deje impregnar por el Espíritu y guiar por los caminos del amor que nos llevan a los hermanos y hermanas.”[5]

            Que el Señor nos enseñe a escuchar su voz y María eduque nuestro corazón para fortalecerlo. Amén.



[1] Jueves, 12 de marzo de 2015. Jueves III de Cuaresma, Ciclo B.
[2] Cf. PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium 2.
[3] Ídem
[4] PAPA FRANCISCO, Fortalezcan sus corazones (St 5,8), Mensaje del papa Francisco para la Cuaresma 2015. Disponible en línea en: 
[5] Ídem