La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!
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domingo, 13 de noviembre de 2016

Vivir en esperanza

33° Domingo durante el año – Ciclo C

Clausura del Año Santo de la Misericordia en Tupãrenda

Vivir en esperanza

Queridos hermanos y hermanas:

            La Liturgia de la Palabra orienta nuestra mirada hacia el final del tiempo litúrgico. El próximo domingo, con la Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo, concluye el año litúrgico, y, en Roma, el Papa Francisco clausurará solemnemente el Año Santo de la Misericordia.

También nosotros, en este día, clausuramos el Año Santo aquí en Tupãrenda. Todo nos habla del tiempo final; y por eso, queremos dejarnos guiar por la Palabra de Dios para comprender el significado de ese tiempo final y así aprender cuál es la actitud adecuada para afrontarlo.
  
El día del Señor

            El profeta Malaquías nos dice: «Llega el día abrasador como un horno» (Mal 3,19a). Se trata del “día del Señor”, día de Juicio. Día en que se descubren las acciones e intenciones de los hombres, las acciones e intenciones del corazón. La profecía nos ayuda a mirar hacia adelante, hacia el momento escatológico en que el Señor juzgará a su pueblo y a toda la creación. Se trata del día del Juicio.

Normalmente, ante la perspectiva del Juicio tememos. En la cultura popular se ha instalado una visión pesimista, lúgubre y caótica del Juicio: el llamado “fin del mundo”.

Sin embargo este texto profético nos dice otra cosa. Es cierto que para «los arrogantes y los que hacen el mal (…); el día que llega los consumirá» (Mal 3,19). Pero, para aquellos que han sido fieles al Señor, para aquellos que temen su Nombre, es decir, lo respetan y viven invocándolo con sus labios, corazón y obras; para ellos, ese día «brillará el sol de justicia que trae la salud en sus rayos» (Mal 3,20).

            Así, el día del Juicio, el día del Señor, es día de esperanza para los que creen en Él. La Sagrada Escritura nos presenta el Juicio de Dios fundamentalmente como un acontecimiento de esperanza para sus fieles.

Juicio como lugar de esperanza

Esta esperanza del Antiguo Testamento fue asumida por la fe cristiana. En concordancia con esto, Benedicto XVI nos dice que “ya desde los primeros tiempos, la perspectiva del Juicio ha influido en los cristianos también en su vida diaria, como criterio para ordenar la vida presente, como llamada a su conciencia y, al mismo tiempo, como esperanza en la justicia de Dios” (Spe Salvi 41).

Pienso que podemos comprender que el Juicio final –tal como lo expresamos cada domingo en el Credo diciendo: “ha de venir a juzgar a vivos y muertos”- sea criterio que ordena nuestra vida y llamada que despierta nuestra conciencia. Pero, ¿comprendemos por qué el Juicio es esperanza para nosotros?

            En primer lugar no debemos olvidar que el Juicio es de Dios. Es Dios quien  juzgará nuestra vida. Él, que nos conoce y nos ama personalmente, es el que nos juzgará. Él, que comprende las acciones de nuestro corazón, es el que nos juzgará. Es Dios quien nos juzgará en Cristo; por lo tanto, seremos juzgados por el Amor. No debemos temer, sino confiar.

            En segundo lugar, el Juicio es encuentro cara a cara con el Señor, con Cristo que nuestro Salvador y Juez. “El encuentro con Él es el acto decisivo del Juicio. Ante su mirada, toda falsedad se deshace. Es el encuentro con Él lo que, quemándonos, nos transforma y nos libera para llegar a ser verdaderamente nosotros mimos” (Spe Salvi 47).

            Sí, seremos juzgados por el Amor y ese juicio será encuentro decisivo con Él. Y en ese encuentro todo lo que sea falso o malsano se consumirá. Nuestra falsedad se consumirá, en eso consiste el Juicio. Pero gracias a ese Juicio, brotará en nuestro ser la autenticidad. Llegaremos a ser plenamente quienes estamos llamados a ser. Llegaremos a ser plenamente lo que hemos tratado de ser en nuestra peregrinación terrena. En ello consiste el Juicio. Seremos “por fin totalmente nosotros mismos y con ello, totalmente de Dios” (Spe Salvi 47).

            Vemos así cómo, en el Juicio de Dios, justicia y misericordia se unen y se realizan plenamente. Comprendemos entonces por qué para el cristiano el Juicio de Dios es fundamentalmente esperanza. Y se nos hacen claras las palabras del profeta Malaquías: «para ustedes, los que temen mi nombre, brillará el sol de justicia que trae la salud en sus rayos». Sí, brillará el Sol de Justicia que es Cristo mismo.

            Por esa razón la Liturgia hoy nos invita a rezar y a cantar jubilosos con el salmo: «Griten de gozo delante del Señor, porque él viene a gobernar la tierra; él gobernará el mundo con justicia y a los pueblos con rectitud» (Sal 97,9).

Vivir en esperanza

            También el evangelio (Lc 21, 5-19) desarrolla el tema del “día del Señor”, aunque con una imagen distinta: la de la destrucción del Templo de Jerusalén (Lc 21, 5-6).

Ante la pregunta: «“Maestro, ¿cuándo tendrá lugar esto y cuál será la señal de que va a suceder?”» (Lc 21,7); Jesús no responde dando una datación o tiempo preciso de cuándo sucederá el “día del Señor”. Más bien, Jesús enseña a vivir el tiempo presente orientados por la certeza de que el Señor volverá y transformará la realidad presente. No se trata de saber cuándo ocurrirá, sino de cómo vivir el tiempo presente esperando el día del Señor.

            Si seguimos el discurso de Jesús nos daremos cuenta de que el “día del Señor” está precedido por varios procesos. Guerra y revoluciones, señalan la crisis de la sociedad humana; terremotos y señales en el cielo, nos hablan de la crisis del cosmos; y las persecuciones nos hablan de la crisis de fe. Toda la realidad humana entra en crisis, y al entrar en crisis demuestra su provisionalidad, y por ello, su apertura a la plenitud definitiva que solo Cristo puede darle.

            Pero todavía debemos desarrollar cuáles son las actitudes que Jesús enseña a sus discípulos para afrontar los tiempos de crisis con esperanza. Primeramente el Señor nos dice: «No se dejen engañar» (Lc 21,8). «Muchos se presentarán en mi nombre diciendo: ‘Soy yo’, y también: ‘El tiempo está cerca’. No los sigan» (Lc 21,8).

            Impresiona cómo tantos hombres y mujeres se dejan engañar y atemorizar por personas o, incluso, por simples mensajes anónimos, que anuncian que «el tiempo está cerca», que ya llega el fin del mundo, el final de los tiempos. Los que anuncian solamente temor y no señalan un camino de esperanza, no provienen de Cristo Jesús.

No nos dejemos engañar, no nos dejemos atemorizar. Si nos dejamos llevar por estas cosas, en el fondo, es señal de que nuestra fe es débil y de que no vivimos en un constante diálogo con el Señor. No olvidemos que Él es el Resucitado que nos dice: «No teman» (Mt 28,10).

La segunda actitud a la que nos invita Jesús para vivir en esperanza, es el tomar conciencia de que todo tiempo de crisis tiene un sentido. ¿Y cuál es ese sentido? «Esto les sucederá para que puedan dar testimonio de mí» (Lc 21, 13). Sí, sea que experimentemos la crisis social, sea que experimentemos la crisis del cosmos, sea que experimentemos la crisis de fe; ello es oportunidad para dar testimonio de nuestra confianza en el Señor Jesús.

Ante las crisis e inseguridades del tiempo actual, estamos llamados a dar testimonio, con nuestras palabras y obras, de nuestra fe y confianza en Cristo Jesús.

Finalmente Jesús nos invita a la constancia: «Gracias a la constancia salvarán sus vidas» (Lc 21,19). El Señor nos invita a ser constantes en nuestra fe, en nuestra relación personal y comunitaria con Él. Solo la constancia en medio de la crisis y de la adversidad nos permite mirar con esperanza hacia adelante, hacia la venida del Señor.

No dejarse engañar, dar testimonio de Cristo y ser constantes. Tres actitudes características del cristiano. Tres actitudes para vivir momentos de crisis personal, familiar o social. Tres actitudes que transforman el tiempo presente en tiempo de esperanza, y nos abren a anhelar el encuentro con el Señor que viene.

Al clausurar el Año de la Misericordia, miramos con gratitud todo lo que hemos vivido y experimentado en este tiempo de gracia; y, sobre todo, miramos con esperanza el tiempo que viene. Es el Señor de la Misericordia el que volverá; es el Señor de la Misericordia el que nos invita a perseverar en el amor. Es el Señor de la Misericordia el que nos envía a seguir practicando misericordia con nuestros hermanos.


A María, Madre de la esperanza y de la misericordia, confiamos el peregrinar de la Iglesia en este nuevo tiempo; y le pedimos, que nos ayude a caminar hacia el encuentro con Jesucristo, Sol de Justicia, que con sus rayos de luz nos sana y nos llena de esperanza. Amén. 

domingo, 23 de octubre de 2016

La súplica del humilde

30° Domingo durante el año – Ciclo C

La súplica del humilde

Queridos hermanos y hermanas:

            Nuevamente la Liturgia de la Palabra nos presenta el tema del culto y de la oración. El domingo 28° meditamos en torno al tema del culto como reconocimiento de Dios y gratitud para con Él; en el domingo 29° escuchamos cómo Cristo nos enseñó que es necesario orar siempre sin desanimarse.

            Y hoy, la Palabra de Dios nos enseña la actitud con la cual debemos presentarnos ante Dios para hacer oración.

Dos hombres subieron al Templo

            Hemos escuchado en el evangelio de hoy la conocida parábola “del fariseo y el publicano” (Lc  18, 9-14). En ella se nos relata que «dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano». Se nos relata también el contenido de la oración de cada uno, el contenido de ese diálogo íntimo con Dios.

            «El fariseo, de pie, oraba así: “Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas.”» En cambio, la oración del publicano dice simplemente: «“¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!”».

           
                Al detenernos a analizar la oración de cada uno de estos hombres y la actitud que en ella expresa cada uno, nos damos cuenta que la oración del fariseo más que un diálogo con Dios es un monólogo sobre sus logros personales y sus supuestos méritos.

            En el fondo el fariseo no está haciendo oración, porque la oración supone el saberse necesitado ante Dios, supone la conciencia de que ante el Creador somos creaturas, ante el Salvador somos necesitados de salvación y redención.

            Cuando en la oración nos presentamos ante Dios como auto-suficientes y no necesitados de su misericordia, nosotros mismos nos cerramos a Dios y su acción, y nuestra oración, en lugar de ser alabanza a Dios, se transforma en un vano intento de auto-glorificación.  Es por eso que Jesús dice que el fariseo no volvió a su cada justificado (cf. Lc 18,14a), pues, «todo el que se eleva será humillado, y el que se humilla será elevado» (Lc 18,14b).

            Por eso, san Pablo en la Carta a los Efesios nos recuerda: «Ustedes han sido salvados por gracia, mediante la fe. Esto no proviene de ustedes, sino que es un don de Dios; y no es el resultado de las obras, para que nadie se gloríe» (Ef 2, 8-9). No debemos gloriarnos de nuestras obras, sino gloriarnos de la misericordia de Dios y de nuestra confianza en Él.

La súplica del humilde

            En el mismo sentido se expresa el libro del Eclesiástico cuando dice: «La súplica del humilde atraviesa las nubes» (Ecli 35,17). Sí, cuando con humildad y autenticidad nos presentamos ante el Señor, nuestra súplica llega a su presencia, a su corazón. Entonces nuestra súplica es verdaderamente oración.

            El publicano, que subió al Templo a orar, volvió a su casa justificado porque renunció a toda pretensión de justificarse a sí mismo o de excusarse por los pecados cometidos. Mostrando su fragilidad y su miseria se dejó justificar por Dios, se dejó hacer justicia por Dios; y así experimentó lo que hemos rezado al responder al Salmo de hoy (Sal 33, 2-3. 17-19. 23): «El pobre invocó al Señor, y él lo escuchó».

           
            Se nos muestra así que la actitud fundamental para hacer oración es la humildad y que la humildad siempre es verdad. Y la verdad sin rodeos, la verdad sin excusas, la verdad sin apariencias. En el fondo, la oración más que palabras y gestos es presentarse con sinceridad y confianza ante el Señor. Así como somos: con nuestros logros y fracasos, con nuestras virtudes y defectos, con nuestras miserias y anhelos.

            Sólo entonces se da un verdadero diálogo entre Dios y el hombre. Sólo entonces el hombre experimenta en profundidad su condición humana y con ello la riqueza y ternura de la misericordia de Dios. Sólo entonces le permitimos a Dios ser Dios.

Purificación interior

            Todo esto nos muestra que la oración auténtica nunca es alienación del hombre y fuga de su realidad. Muy por el contrario, en la auténtica oración, en el auténtico diálogo el Dios vivo el hombre se encuentra a sí mismo, encuentra su verdadera identidad: la identidad de hijo.

            Y aceptando esa identidad de hijo, esa dependencia filial de Dios encuentra su 
camino de plenitud. Humildad es aceptar que dependemos de Dios. Y aceptando y asumiendo libremente esa dependencia encontramos nuestra plenitud. Humildad es también aceptar con el corazón que dependemos de los demás y que no podemos tenernos por justos a nosotros mismos y despreciar a los demás (cf. Lc 18,9).

            Comprendemos entonces que la oración “es un proceso de purificación interior que nos hace capaces para Dios y, precisamente por eso, capaces también para los demás.”[1] Es un proceso de purificación porque en la auténtica oración nos liberamos de las mentiras ocultas con las que muchas veces nos engañamos a nosotros mismos y a los demás. En la oración auténtica, Dios nos ayuda a confrontarnos con nosotros mismos y mirar nuestra propia realidad con sus ojos.[2]

            Así, Dios nos ayuda a descubrir nuestra pequeñez, pero precisamente en esa pequeñez conocida, aceptada y confesada encontramos nuestra grandeza: somos hijos dignos de misericordia. Nuestras miserias nos hacen dignos de misericordia.[3]

            A María, la Madre de Misericordia que en su cántico del Magníficat (Lc 1, 46-55) no tuvo miedo de confesar que Dios «miró con bondad la pequeñez de su servidora» (Lc 1,48), le pedimos que nos enseñe a vivir nuestra oración como súplica auténtica y humilde, como entrega confiada de nuestra pequeñez para encontrar en Dios nuestra auténtica grandeza. Amén.


[1] BENEDICTO XVI, Spe Salvi 33.
[2] Cf. BENEDICTO XVI, Ibídem
[3] Cf. P. JOSÉ KENTENICH en P. WOLF (Ed.), La mirada misericordiosa del Padre. Textos escogidos del P. Kentenich (Nueva Patris, Santiago de Chile 2015), 147-150.

miércoles, 19 de octubre de 2016

Alianza de Misericordia - 18 de octubre de 2016

Alianza de Misericordia

18 de octubre de 2016

Queridos hermanos y hermanas;

Querida Familia de Schoenstatt:

            A lo largo de este Año Santo de la Misericordia, unidos a toda la Iglesia, hemos reflexionado, meditado y contemplado el hermoso misterio de la misericordia divina. En Jesús, “rostro de la misericordia del Padre”[1], hemos contemplado este misterio que para nosotros “es fuente de alegría, de serenidad y de paz”.[2]

Sobre todo hemos intentado vivir este misterio de la misericordia de Dios; hemos intentado vivir de la misericordia de Dios  -recibiéndola en nuestras vidas- y para la misericordia de Dios -regalándola a los demás-. Hemos intentado hacer realidad el llamado del Papa Francisco a asumir la misericordia de Jesús como nuestro estilo de vida.[3]

Y hoy, en esta celebración del 18 de octubre, en esta celebración de la Alianza de Amor, queremos también celebrar y vivir la misericordia divina. ¡Cuánta misericordia nos ha hecho Dios al entregarnos a María como madre y aliada en el Santuario! ¡Cuánta misericordia hemos recibido al sellar una Alianza de Amor con María! ¡Cuántas misericordias hemos recibido de María en su Santuario! ¡Cuántos milagros de misericordia han ocurrido en este lugar santo! Sin dudar podemos decir que María se manifiesta aquí como Madre de Misericordia.

Madre de Misericordia

            María se manifiesta como Madre de Misericordia para nosotros porque Ella misma ha recibido misericordia: «el Todopoderoso ha hecho en mí grandes cosas» dice en su cántico a la misericordia divina (Lc 1, 49). María se manifiesta como Madre de Misericordia porque ha recibido en sus entrañas a la misericordia divina hecha carne: Jesucristo, su hijo y nuestro Señor. “Ninguno como María ha conocido la profundidad del misterio de Dios hecho hombre. Todo en su vida fue plasmado por la presencia de la misericordia hecha carne.”[4]

Sí, Ella misma como persona fue plasmada por la misericordia de Dios, de modo que Ella pueda plasmarnos a cada uno de nosotros, pueda educarnos y formarnos a imagen de Jesucristo, misericordia viva del Padre. Dios la plasmó para que Ella nos plasme. Como dice la Carta a los Efesios: «Nosotros somos creación suya: fuimos creados en Cristo Jesús, a fin de realizar aquellas buenas obras, que Dios preparó de antemano para que las practicáramos» (Ef 2,10).

            Por su parte, el P. José Kentenich nos dice: “Dios en su sabiduría creó a su madre. Ella no solo participa de esa misericordia de Dios, sino que en razón de su ministerio tiene la tarea de hacer llegar a los hombres esa misericordia de Dios. (…) Dios Padre y Cristo han reservado para sí el juicio sobre la humanidad; y quieren hacerles llegar a los hombres la misericordia a través de las manos de la Santísima Virgen.”[5]

            Vemos así que María tiene un verdadero ministerio de misericordia en la Iglesia y en la humanidad. Lo contemplamos en el evangelio de la Visitación (Lc 1, 39-56): «María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá» (Lc 1,39). Algunas traducciones del mismo texto dicen «se puso en camino».

            María se pone en camino con prontitud para acompañar y ayudar a su anciana pariente Isabel (cf. Lc 1,7) que lleva ya seis meses de embarazo. Con ello nos muestra que la misericordia “se identifica con tener un corazón solidario con aquellos que tienen necesidad”[6]; pero sobre todo, nos muestra que la misericordia se identifica con la acción concreta en favor de los demás. Sí, la misericordia siempre es concreta, como el amor de una madre.

            Así, con sus obras y palabras, María testimonia la misericordia de Dios que se derrama sobre los hombres «de generación en generación» (Lc 1,50). Pero al realizar la misericordia con Isabel, María misma recibe a su vez misericordia. María se pone en camino para ayudar y acompañar a Isabel; e Isabel la proclama «bendita entre todas las mujeres» y «feliz por haber creído» en el Señor (Lc 1, 42. 45). Es entonces cuando María entona su cántico: «Mi alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi Salvador, porque él  miró con bondad la pequeñez de su servidora» (Lc 1, 46b-48).

            Las dos realidades van unidas: realizar misericordia y recibir misericordia.[7] Así lo enseña el mismo Jesús: «Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia» (Mt 5,7). Así lo experimentamos nosotros cuando realizamos la misericordia ayudando con sinceridad: al dar un don, o al dar de nuestro propio tiempo y capacidades, aunque recibamos apenas una sonrisa como muestra de gratitud, experimentamos que como seres humanos necesitamos de esa sonrisa, de esa muestra de cariño y humanidad; y así, también nosotros recibimos misericordia.

Alianza de misericordia
       
     Por eso, al renovar hoy nuestra Alianza de Amor con María, queremos renovarla como Alianza de Misericordia. Ella, que a lo largo de su vida ha recibido misericordia, nos la regala generosamente en el Santuario y en la Alianza. De hecho, nuestro Fundador dice que “nuestra Alianza de Amor es un desposorio entre la misericordia de Dios y la miseria personal”.[8] Es decir, que al sellar Alianza de Amor con María, acudimos al Santuario con nuestros dones y anhelos, pero también con nuestras necesidades, fragilidades y debilidades para ponerlas en sus manos y en su corazón.

           
Y así, cuando le entregamos a María nuestra fragilidad, debilidad y miseria, le permitimos a Ella que sea para nosotros Madre de Misericordia y experimentamos profundamente que la Alianza de Amor con Ella es una Alianza de Misericordia.

            Estoy seguro de que muchos de nosotros podemos dar testimonio de que la Alianza de Amor con María es una de las misericordias más grandes que Dios nos hizo en la vida.

            En esta Alianza de Misericordia hemos recibido en primer lugar un hogar: el corazón de María. Encontramos hogar allí donde somos aceptados incondicionalmente, donde somos comprendidos. Allí donde somos acogidos con nuestras capacidades y limitaciones, con nuestras virtudes y defectos. Allí donde podemos entregarnos totalmente sin temor. En esta Alianza de Misericordia somos transformados: de huérfanos nos convertimos en hijos de una Madre; de heridos en sanados; de solitarios en hermanos. Sobre todo volvemos a recuperar  nuestra identidad más auténtica: hijos amados del Padre. En esta Alianza de Misericordia somos enviados a entregar lo que hemos recibido: la misericordia del Padre y de Cristo por manos de María. Así nos convertimos en sus instrumentos, y con Ella hacemos cercana y concreta la misericordia de Dios.

            En este día 18 de octubre, antes de la clausura del Año Santo de la Misericordia, les invito a que renovemos nuestra Alianza de Amor como Alianza de Misericordia, y que nos comprometamos a llevar esta Alianza a muchas personas, para que también ellas experimenten la cercanía del Padre Dios en sus vidas. Así contribuiremos a hacer de la misericordia el estilo de vida característico de los cristianos.

            A María, Madre de Misericordia, que en sus entrañas portó la misericordia de Dios hecha carne, le pedimos que desde el Santuario nos envíe como portadores de esta Alianza de Misericordia  y como testigos de que “la misericordia de Dios no conoce límites y alcanza a todos sin excluir a ninguno”.[9] Amén.


[1] PAPA FRANCISCO, Misericordiae Vultus 1.
[2] PAPA FRANCISCO, Idem 2.
[3] Cf. PAPA FRANCISCO, Idem 13.
[4] PAPA FRANCISCO, Misericordiae Vultus 24.
[5] P. JOSÉ KENTENICH en P. WOLF (Ed.), La mirada misericordiosa del Padre. Textos escogidos del P. Kentenich (Nueva Patris, Santiago de Chile 2015), 227s.
[6] PONTIFICIO CONSEJO PARA LA PROMOCIÓN DE LA  NUEVA EVANGELIZACIÓN, Las obras de misericordia corporales y espirituales (San Pablo, Buenos Aires 2015), 17.
[7] Cf. JUAN PABLO II, Dives in misericordia 14.
[8] P. JOSÉ KENTENICH en P. WOLF (Ed.), La mirada misericordiosa del Padre…, 224.
[9] PAPA FRANCISCO, Misericordiae Vultus 24.

viernes, 14 de octubre de 2016

Jesucristo, el buen samaritano

Novenario en preparación al 18 de octubre de 2016 – Santuario de Tupãrenda

4° día: Jesucristo, el buen samaritano

Queridos hermanos y hermanas:

            Con la celebración eucarística en la memoria de la Virgen María, Nuestra Señora del Pilar, estamos viviendo el cuarto día de nuestra novena en preparación a la fiesta del 18 de octubre en Tupãrenda.

            Sin duda que nuestro camino hacia el 18 de octubre está marcado por la gran corriente de vida eclesial que es el Año Santo de la Misericordia. Así lo expresamos en el lema de nuestro novenario: “María, Madre de Misericordia, acércanos al Padre”.

Jesucristo, el buen samaritano

            Nos dice el Papa Francisco: “Siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia. Es fuente de alegría, de serenidad y de paz. Es condición para nuestra salvación.”[1]

           
            En el texto del evangelio que hemos escuchado hoy (Lc 10, 25-37) contemplamos de una forma muy gráfica y accesible a  nosotros el misterio de la misericordia de Dios.

            Al contemplar al Samaritano, ¿no contemplamos acaso al mismo Jesucristo que se ha puesto en camino para salir al encuentro de la humanidad que yace herida en el camino de la historia? “Dios, el lejano, en Jesucristo se convierte en prójimo. Cura con aceite y vino nuestras heridas (…) y nos lleva a la posada, la Iglesia, en la que dispone que nos cuiden y donde anticipa lo necesario para costear los cuidados.”[2]

¿Quién es mi prójimo?

            Y si Jesucristo es buen samaritano para nosotros, también nosotros estamos llamados a ser buenos samaritanos para los demás, para nuestros prójimos.

            De hecho, si prestamos atención al texto evangélico nos daremos cuenta que en su respuesta al doctor de la Ley Jesús ha cambiado la perspectiva de la cuestión planteada, y con ello ha dado plenitud a la Ley.

            Luego de que Jesús responda a la pregunta por la Vida eterna uniendo dos preceptos de la Ley –Dt 6,5 y Lv 19,18- diciendo: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo» (Lc 10,22); el doctor de la Ley le pregunta: «“¿Y quién es mi prójimo?”»; es decir, ¿a quién debo amar como me manda la Ley de Dios?

            Jesús no entra en la discusión de si hay que amar o no a los que no pertenecen al pueblo de Israel. Jesús no reduce el horizonte del amor como muchas veces nosotros sí lo hacemos. A veces pensamos en nuestros adentros: “amo a los que son como yo; a los que piensan, sienten y hablan como yo”; “estoy dispuesto a amar, pero hasta un límite, no sea que se aprovechen de mí”, o, “me hago amigo de aquellos que me convienen, por prestigio o posición social”. No, este no es el camino de Jesús.

            Jesús cambia la perspectiva de la cuestión y no define quién es el prójimo. Sino que nos invita a transformarnos nosotros en prójimos de los demás. Es el sentido de la pregunta final de Jesús: «“¿Cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por 
ladrones?”. “El que tuvo compasión de él”, le respondió el doctor.»

            Sí, Jesús se hizo prójimo de cada uno de nosotros para que nosotros nos hagamos prójimos de los demás: de nuestros familiares y amigos; de los que piensan como nosotros y de los que piensan distinto; de los cercanos y lejanos.

            Hacernos prójimos los unos de los otros es el camino del cristiano y es el camino de la vida plena para la humanidad.

¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?

El evangelio sobre el cual estamos meditando todavía nos presenta una dimensión más sobre la cual vale la pena reflexionar. Hemos descubierto con Jesús que nuestro camino de vida es hacernos prójimos los de los otros a partir de una pregunta: «“Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la Vida eterna?”».

Ante esta pregunta, el camino que Jesús señala es el del amor: el del amor a Dios, al prójimo y a uno mismo. Y señala ese camino porque en el fondo la Vida eterna es amor: es continua relación de Dios con los hombres y de los hombres entre sí. Es participar en la constante relación de amor que es la Trinidad.

“Jesús, que dijo de sí mismo que había venido para que tengamos vida y la tengamos en plenitud, en abundancia (cf. Jn 10,10), nos explicó también qué significa “vida”: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo” (Jn 17,3). La vida en su verdadero sentido no la tiene uno solamente para sí, ni tampoco sólo por sí mismo: es una relación.”[3]

Comprendemos ahora que la misericordia es el camino hacia la Vida eterna, la vida plena. Comprendemos ahora que el hacernos prójimos los unos de los otros nos prepara para la vida del mundo futuro. Y comprendemos finalmente que la misericordia “es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad” y que “es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida.”[4]

            A María, Madre de Misericordia, que se hace prójima nuestra en el Santuario le pedimos que con Cristo nos cobije, nos transforme y nos envíe como buenos samaritanos que acercan la misericordia de Dios a todos los hombres. Amén.


[1] PAPA FRANCISCO, Misericordiae Vultus 2.
[2] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración (Editorial Planeta Chilena S.A., Santiago 2007), 242.
[3] BENEDICTO XVI, Spe Salvi 27.
[4] PAPA FRANCISCO, Misericordiae Vultus 2.

sábado, 1 de octubre de 2016

Aumenta mi fe para perdonar de corazón

Domingo 27° durante el año – Ciclo C

Aumenta mi fe para perdonar de corazón

Queridos hermanos y hermanas:

            La perícopa evangélica de hoy (Lc 17, 3b-10) inicia con una enseñanza sobre el perdón: «Si tu hermano peca, repréndelo, y si se arrepiente, perdónalo. Y si peca siete veces al día contra ti, y otras tantas vuelve a ti, diciendo: “Me arrepiento”, perdónalo.» (Lc 17, 3b-4).

            Se trata de una enseñanza para la vida comunitaria, es más, se trata de “una enseñanza para nuestro estilo de vida cristiano”.[1] Siguiendo a su Maestro y creyendo en el Dios “que no se cansa nunca de perdonar”[2], el cristiano sabe reconocer el arrepentimiento sincero de su hermano y otorga de corazón el perdón con el cual él mismo ha sido perdonado por Cristo (cf. Mt 18,33).

«Auméntanos la fe»

           
          Las palabras de Jesús nos ofrecen “una profunda enseñanza a cada uno de nosotros. Jesús afirma que la misericordia no es solo el obrar del Padre, sino que ella se convierte en el criterio para saber quiénes son realmente sus verdaderos hijos. (…) Estamos llamados a vivir de misericordia, porque a nosotros en primer lugar se nos ha aplicado misericordia.”[3]

            Sin embargo, por nuestra experiencia sabemos que es difícil perdonar de corazón. Sobre todo cuando hemos sido ofendidos por personas en quienes confiamos o cuando hemos sido heridos en nuestros sentimientos más íntimos. También los apóstoles lo saben. Por eso, confrontados con el estilo de vida cristiano, el estilo de la misericordia y el perdón, responden: «Auméntanos la fe» (Lc 17,5).

            Sí, necesitamos que el Señor aumente en nosotros el don de la fe para poder mirar con sus ojos la realidad humana y comprenderla según su corazón. Necesitamos los ojos y el corazón de Jesús para poder perdonar a los demás como Él nos perdona.

            Así la fe en Cristo Jesús es “una luz que ilumina todo el trayecto del camino”[4] humano, del camino de la vida. Esta fe que se expresa tan bellamente en las palabras de la Primera Carta de san Juan: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1Jn 4,16), debe convertirse en el criterio fundamental de nuestra vida y de nuestras relaciones humanas.

¿Qué es la fe?

            Todo esto nos lleva a preguntarnos con sinceridad: ¿qué es la fe? ¿La comprendemos en toda su amplitud? ¿La vivimos en todas sus dimensiones?

            Llamativamente, luego de la petición de los apóstoles y de la sentencia referida a la fe del tamaño de un grano de mostaza (cf. Lc 17,6), el Señor Jesús pronuncia una pequeña parábola que podríamos llamar la parábola de los servidores humildes (cf. Lc 17, 7-10).

            En ella Jesús describe la tarea cotidiana de los servidores en el campo: arar, cuidar del ganado y servir la mesa de sus amos. Luego de todo este trabajo, el amo «¿deberá mostrarse agradecido con el servidor porque hizo lo que se le mandó?» (Lc 17,9). La respuesta a esta pregunta es no. Simplemente ha hecho lo que debía hacer: su tarea.

           
        No se trata de una falta de cortesía, sino simplemente del hecho que los servidores no han hecho nada extraordinario. Han cumplido con su tarea, con su cometido, con lo que les corresponde.

            Y esto Jesús lo aplica a sus discípulos: «Así también ustedes, cuando hayan hecho todo lo que se les mande, digan: “Somos simples servidores, no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber”.» (Lc 17,10).

«Somos simples servidores»

            No estamos acostumbrados a concebir nuestra vida de fe como una vida de servicios al Señor. Muchas veces entendemos la fe como el asentimiento dado a un conjunto de verdades, como se expresan en el Credo, por ejemplo (fe en la cual creemos). Otras veces, acentuamos en la fe la dimensión de entrega y confianza en Cristo Jesús (fe que cree), pero no alcanzamos a deducir sus consecuencias para nuestra vida.

            Sin duda que la dimensión principal de la fe cristiana es fe en una persona, se trata de un creo en ti. Pero si creemos y confiamos en Cristo Jesús y sus palabras, entonces tenemos que aprender a obedecerle, tenemos que aprender a servirle con nuestra vida.

            Si somos sinceros reconoceremos que muchas veces tratamos de servirnos de nuestra fe, tratamos de hacer de Dios mismo nuestro siervo. Como dice una oración del Hacia el Padre:
            “Hasta ahora tuve yo el timón en las manos;
            en el barco de la vida tan a menudo te olvidé;
            me volvía desvalido hacia ti [Padre], de vez en cuando,
            para que la barquilla navegara según mis planes.”[5]

            En mi vida de fe, en mi oración, ¿cómo me posiciono ante Dios? ¿Trato de ser un “simple servidor” o me presento como señor? ¿Me abro a la voluntad de Dios o rezo para que se haga mi voluntad?

            «Somos simples servidores» dice el Evangelio. Y la fe que nos entrega y enseña Cristo tiene que ver con esa conciencia de ser servidores de Dios. Servidores obedientes y generosos, y por eso hijos.

            Por ello, cuando percibimos el querer de Dios le ofrecemos “la obediencia de la fe”, por la cual nos confiamos libre y totalmente a Él entregándole nuestro entendimiento y nuestra voluntad.[6] Es decir, porque creemos en Dios, nos entregamos a Él con amor y le obedecemos por amor.

            «Hemos creído en el amor» (cf. 1Jn 4,16) y por eso estamos llamados a vivir el amor viviendo el perdón. «Hemos creído en el amor» y por eso estamos llamados a ser simples y sencillos servidores de Dios en el día a día.

            A María, Madre de la misericordia y de la fe, le pedimos que nos enseñe a creer en Dios y a entregarle  nuestra obediencia filial. Con Ella, que ante el ángel de Dios se presentó como «la servidora del Señor» (Lc 1,38), le suplicamos a Jesús: “Señor, aumenta mi fe en ti para que pueda perdonar de corazón a mis hermanos”. Amén.



[1] PAPA FRANCISCO, Misericordiae Vultus 9.
[2] PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium 3.
[3] PAPA FRANCISCO, Misericordiae Vultus 9.
[4] PAPA FRANCISCO, Lumen Fidei 1.
[5] P. JOSÉ KENTENICH, Hacia el Padre 398.
[6] Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitución Dogmática Dei Verbum sobre la Divina Revelación, 5.