La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

lunes, 31 de diciembre de 2018

«Tu padre y yo te buscábamos»


Sagrada Familia de Jesús, María y José – Fiesta – Ciclo C

Lc 2, 41 – 52

«Tu padre y yo te buscábamos»

Queridos hermanos y hermanas:

            En el marco de la octava de Navidad, celebramos hoy la fiesta de la Sagrada Familia de Jesús, María y José. El evangelio de hoy (Lc 2, 41 – 52) nos presenta el pasaje que conocemos por la oración del Rosario como el misterio gozoso de la “pérdida y hallazgo del Niño en el Templo”.

            Al contemplar este pasaje evangélico quisiera invitarlos a que nos preguntemos ¿qué nos dice este relato sobre la vida cotidiana de la Sagrada Familia?

            Es como si descorriéramos un velo, o una cortina, y lográsemos entrar en el día a día de la Sagrada Familiar para contemplar –con los ojos de la fe- algo de la vida familiar y doméstica de Jesús, María y José.

«Los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén en la fiesta de la Pascua»

            El texto evangélico inicia diciéndonos que «los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén en la fiesta de Pascua.» Se trata la peregrinación al Templo de Jerusalén con ocasión de la Pascua judía. “La Torá prescribía que todo israelita debía presentarse en el templo para las tres grandes fiestas: Pascua, la fiesta de las Semanas y la fiesta de las Tiendas (cf. Ex 23,17; 34,23s; Dt 16,16s).”[1]

            Por lo tanto, vemos que “la familia de Jesús era piadosa, observaba la Ley.”[2] Se trata de una costumbre religiosa pero también de un verdadero acto de fe, pues, “la decisión de partir hacia el santuario ya es una confesión de fe, el caminar es un verdadero canto de esperanza, y la llegada es un encuentro de amor.”[3] ¡Cuánto habrá aprendido Jesús niño en estas peregrinaciones, en estas experiencias a la vez religiosas y familiares!

            El niño debe ir aprendiendo, de la mano de sus padres, a entrar y vivir en la fe del Pueblo de Dios. Debe ir conociendo, aprendiendo y  haciendo propia esta experiencia. Esto sólo es posible si es introducido en ella por sus propios padres, no sólo con palabras, sino sobre todo con su ejemplo y testimonio.

            Así vemos que lo han hecho José y María con Jesús, ¿cómo lo hacemos nosotros? ¿Qué enseñamos hoy a nuestros niños y jóvenes? ¿Qué experiencias de vida les brindamos?

«Creyendo que estaba en la caravana…»

            Sin duda que esta experiencia familiar es al mismo tiempo una profunda experiencia religiosa y de pertenencia a su pueblo. En la peregrinación nunca se camino solo, siempre vamos acompañados por una multitud de hombres y mujeres hermanados por la fe. Es también la experiencia de la Sagrada Familia. “La Sagrada Familia se inserta en esta gran comunidad en el camino hacia el templo y hacia Dios.”[4]

            Por el hecho de que José y María, al retornar de la peregrinación a Jerusalén suponían que Jesús estaba en medio de la caravana y entre sus parientes y conocidos (cf. Lc 2, 44), podemos ver que se trata de una familia plenamente inserta en su comunidad, en su historia, en su pueblo.

            Pertenecer a una familia es siempre –al mismo tiempo- pertenecer a un pueblo, es identidad, es vínculos y por ello es sentido de vida. Normalmente, perdemos identidad y sentimos un vacío existencial cuando no cultivamos esa pertenencia a nuestra familia y a nuestra comunidad. El arraigo, el compromiso, es lo que nos da libertad; la aparente libertad de nunca comprometerse y de nunca pertenecer a otros, sólo nos esclaviza en nuestro propio yo cerrado y en una búsqueda incesante de placer que nunca nos sacia.

            ¿Cuidamos hoy nuestros vínculos familiares y sociales? ¿Sentimos que nos pertenecemos los unos a los otros? ¿Sentimos que somos responsables los unos por los otros, y juntos, por el todo?

En esta línea de reflexiones, espero que aquellos que optan por la objeción de consciencia ante el servicio militar obligatorio, no se desentiendan de su responsabilidad social para con el país. Que la objeción no sea una excusa, sino una oportunidad. Todos juntos debemos aprender a hacernos cargo de nuestra vida en sociedad. Si no hacemos nuestro aporte personal al todo, todos perdemos.

«Tu padre y yo te buscábamos»

La Sagrada Familia con un pajarito.
Óleo sobre tela. Bartolomé Esteban Murillo, c. 1650.
Museo del Prado, Madrid, España.
Wikimedia Commons.
            Finalmente vemos que la Sagrada Familia es una familia donde los miembros se preocupan los unos por los otros, y por ello, se ocupan de cuidarse mutuamente. Así interpreto las palabras de la Virgen María a Jesús niño: «Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Piensa que tu padre y yo te buscábamos angustiados.» (Lc 2,48).

            En este sentido, el ocuparse los unos de los otros, el cuidarse mutuamente, es una concreción de lo que el P. José Kentenich llama la “comunidad nueva”. Esta comunidad nueva “lucha por lograr una vinculación profunda que cale hasta en lo hondo del alma: un estar el uno en el otro, con el otro, para el otro; se empeña por alcanzar una conciencia de responsabilidad por el prójimo.”[5] También cada una de nuestras familias está llamada a ser una comunidad nueva en la cual vivimos una profunda comunión interior.

            Como Movimiento de Schoenstatt en Paraguay hemos formulado un objetivo que queremos trabajar concretamente durante el bienio 2019 – 2020: “Vivir con coherencia como apóstoles del Padre cuidando la vida y la familia.”

            Cuidar la vida y la familia significa cuidar a cada miembro de nuestra familia nuclear y de nuestra familia extendida. Cuidar con pequeños gestos cotidianos y con decisiones a favor de los demás que perduren en el tiempo.

            ¿Cuido yo de los míos de forma concreta? ¿Les demuestro afecto e interés? ¿Les doy de mi tiempo o me encierro en mí mismo y en mis distracciones?

            Dice el Papa Francisco: “el pequeño núcleo familiar no debería aislarse de la familia ampliada donde están los padres, los tíos, los primos e incluso los vecinos. En esa familia ampliada puede haber algunos necesitados de ayuda, o al menos de compañía y de gestos de afecto, o puede haber grandes sufrimientos que necesitan consuelo.”[6]

            Queridos hermanos y hermanas, hemos contemplado a la Sagrada Familia, y hemos descubierto que ella es una familia religiosa, llena de fe; una familia que se siente parte de un pueblo, de una comunidad, de una historia; una familia en la cual sus miembros se cuidan los unos a los otros. Y es en esa familia donde «Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres» (Lc 2,52).

            También nosotros queremos crecer en sabiduría y en gracia; también nosotros queremos que nuestros hijos crezcan en sabiduría y en gracia hasta alcanzar la plena madurez humana en Cristo. Para ello, ayudados por la gracia de Dios, hagamos de nuestras familias, familias llenas de fe, familias solidarias comprometidas con la sociedad, familias donde aprendemos a cuidarnos los nos a los otros.

            Entonces también en nuestras familias –con sus historias de gozo y dolor- experimentaremos la alegría del amor, y así, en nuestra vida cotidiana nos sentiremos siempre en la Casa del Padre y podremos decirle a Dios en oración: «¡Felices los que habitan en tu Casa y te alaban sin cesar!» (Salmo, 84 [83], 5).

           
A María, Madre del Niño – Mater Pueri, y a san José, Custodio del Redentor – Remptoris Custos, les pedimos que acojan y custodien en sus corazones a cada una de nuestras familias. Amén.


[1] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, La Infancia de Jesús (Editorial Planeta, Buenos Aires 2012), 126.
[2] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, La Infancia de Jesús…, 125.
[3] CELAM, Aparecida. Documento conclusivo, 259.
[4] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, La Infancia de Jesús…, 127.
[5] P. JOSÉ KENTENICH, Clave para comprender Schoenstatt (Editorial Patris Argentina, Córdoba 2017), 16.
[6] PAPA FRANCISCO, Amoris Laetitia, 187.

lunes, 24 de diciembre de 2018

«Les traigo una buena noticia»


Natividad del Señor – Ciclo C

Misa de la Noche

Lc 2, 1- 14

«Les traigo una buena noticia»

Queridos hermanos y hermanas:

Mediante el Evangelio (Lc 2, 1-14) somos testigos del anuncio del Ángel a los pastores: «No teman, porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor.»

«Les traigo una buena noticia»

Tratemos de imaginar la escena tan bien descrita por el evangelista Lucas: luego de lo acontecido en «Belén de Judea, la ciudad de David», el Ángel se manifiesta a un grupo de sencillos y desconocidos pastores para comunicarles una buena noticia, un “evangelio”, una gran alegría. En efecto, el texto latino pone en boca del Ángel las siguientes palabras: “evangelizo vobis gaudium magnum”. La frase puede resultarnos familiar por la fórmula usada para anunciar la elección de un nuevo Obispo de Roma. Gaudium magnum. Una gran alegría.

El texto de Lucas en los versículos siguientes nos dice que los pastores se dijeron unos a otros: «Vamos a Belén a ver lo que ha sucedido y el Señor nos ha manifestado» (Lc 2, 15). Sin embargo no nos dice ¿qué habrá significado para ellos esta gran alegría? ¿Qué esperaban de ella?

También a nosotros hoy se nos vuelve a anunciar esta gran alegría: «Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor». ¿Qué significa para nosotros este anuncio hoy? ¿Es el nacimiento de Jesús, el anuncio de un Salvador, motivo de alegría para nosotros? ¿Qué esperamos de este anuncio, de esta gran alegría?

«Apareció un decreto del emperador Augusto»

            Como contrapunto a los pastores, en el inicio del texto evangélico se menciona al emperador romano Augusto. Esta mención busca datar el acontecimiento del nacimiento de Jesús en el marco de la historia humana; se trata de un acontecimiento ocurrido en la historia, ocurrido en el tiempo y en el espacio.

            Sin embargo, los grandes de la tierra – representados por el emperador y el gobernador- no son los destinatarios primordiales del anuncio del Ángel. Uno podría preguntarse si el nacimiento de un pequeño niño, el nacimiento de un Salvador, sería de importancia para estos hombres y si sería verdaderamente un motivo de alegría.

             Y esta reflexión nos lleva precisamente a responder a la pregunta de si para nosotros hoy el nacimiento de Jesús es motivo de auténtica alegría.

           
La adoración de los pastores.
Óleo sobre lienzo. Bartolomé Esteban Murillo, c. 1650.
Museo del Prado, Madrid, España.
Wikimedia Commons.
El anuncio alegre de la salvación se hace en primer lugar a un grupo de pastores, hombres sencillos, desconocidos e incluso tal vez rudos. No son importantes a los ojos del mundo. Probablemente el emperador nada sepa de ellos. Y sin embargo, ellos son los primeros destinatarios de este anuncio. Así, desde las primeras páginas del Evangelio se cumple la bienaventuranza: «Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos» (Mt 5, 3).

            Comentando esta bienaventuranza el Papa Francisco dice: “cuando el corazón se siente rico, está tan satisfecho de sí mismo que no tiene espacio para la Palabra de Dios, para amar a los hermanos ni para gozar de las cosas más grandes de la vida. Así se priva de los mayores bienes. Por eso Jesús llama felices a los pobres de espíritu, que tienen el corazón pobre, donde puede entrar el Señor con su constante novedad.”[1]

            Comprendemos entonces que para que el nacimiento de Jesús sea motivo de auténtica alegría para nosotros, necesitamos vaciar nuestro corazón de alegrías aparentes, de riquezas pasajeras.

            Si nuestro corazón está lleno de riquezas pasajeras, lleno de ansias de poder, sediento de placer y obsesionado con el poseer; el nacimiento de Jesús será para nosotros apenas un dato de la historia de las religiones, apenas un acontecimiento social y tal vez familiar. Un corazón cómodo y avaro es un corazón que ha perdido la capacidad para la alegría, un corazón que ha perdido la consciencia de la necesidad de un Salvador.

            Tal vez, si el anuncio del nacimiento del Salvador no es un motivo de sincera alegría para nosotros, se debe a que hemos dejado que nuestro corazón se llene de alegrías pasajeras y de riquezas aparentes.   

«¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres amados por él!»

            Sin embargo, siempre es posible reconocer nuestra propia pequeñez y nuestra sed de auténtica alegría. Siempre es posible vaciar nuestros corazones de las apariencias, del rencor, del egoísmo y del pecado; y así, hacer espacio en nuestro interior para el Señor. Siempre es posible dejarnos salvar y redimir por Jesús y experimentar que “con Jesucristo siempre nace y renace la alegría.”[2]

            Al acercarnos hoy al pesebre pidamos la gracia de un corazón renovado, la gracia de un corazón humilde y manso capaz de estar abierto al anuncio siempre nuevo del nacimiento del Salvador. Un corazón humilde y manso será capaz de descubrir en cada circunstancia de la vida la presencia de Dios y su anuncio de salvación. Un corazón humilde y manso será capaz de acercarse a los demás con ternura y misericordia para descubrir en cada hombre y en cada mujer al «niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre».

Un corazón manso y humilde será capaz de descubrir innumerables razones de alegría y así será fuente de alegría para otros. Un corazón manso y humilde será capaz de unirse a los coros celestiales que en esta Noche Santa cantan: «¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres amados por él!».

Al contemplar hoy a María, Mater Pueri Iesu – Madre del Niño Jesús, le pedimos en oración:

Madre del Pesebre, Madre de los humildes y mansos,
concédenos un corazón renovado,
un corazón humilde y manso,
un corazón abierto a la gran alegría del nacimiento del Salvador.

Madre del Pesebre, Madre de los humildes y mansos,
enséñanos a encaminarnos hacia tu hijo Jesús
para recibir de Él la salvación y la redención,
para recibir de Él la alegría y la ternura.

Madre del Pesebre, Madre de los humildes y mansos,
utilízanos como instrumentos de alegría,
para que el anuncio gozoso de esta Noche Santa
llegue a todos los confines de la tierra,
y a todos los hombres y mujeres de este mundo,
           especialmente a aquellos que más necesitan de la alegría y de la misericordia de Dios manifestadas en Cristo Salvador. Amén.



[1] PAPA FRANCISCO, Gaudete et Exsultate, 68.
[2] PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium, 1.

sábado, 8 de diciembre de 2018

«Dios dirigió su palabra a Juan»


Domingo 2° de Adviento – Ciclo C

Lc 3, 1- 6

«Dios dirigió su palabra a Juan»

Queridos hermanos y hermanas:

            Celebrando todavía a la Santísima Virgen María en su Inmaculada Concepción, nos abrimos ya al Domingo 2° de Adviento con las lecturas que han sido proclamadas en esta tarde.

Nada más apropiado que orientar nuestros corazones hacia el Adviento -hacia ese tiempo y dinámica en que la Palabra de Dios viene a nuestro encuentro- cuando celebramos a aquella Mujer que supo acoger en su seno al Verbo del Padre.

En efecto, María “es la Inmaculada Concepción, la «llena de gracia» por Dios (cf. Lc 1,28), incondicionalmente dócil a la Palabra divina (cf. Lc 1,38). Su fe obediente plasma cada instante de su existencia según la iniciativa de Dios. Virgen a la escucha, vive en plena sintonía con la Palabra divina.”[1]

«Dios dirigió su palabra a Juan»

            Precisamente así nos presenta la Liturgia de la Palabra a Juan Bautista que fue precursor del Mesías: como a alguien que vive a la escucha de la Palabra de Dios y por ello en sintonía íntima con esa Palabra.

            Luego de que el evangelista hace una minuciosa presentación de las coordenadas espacio-temporales de la actividad del Bautista (cf. Lc 3, 1-2a), dice con toda sencillez y contundencia: «Dios dirigió su palabra a Juan, hijo de Zacarías, que estaba en el desierto. Este comenzó entonces a recorrer toda la región del río Jordán, anunciando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados.» (Lc 3, 2b-3).

            Llegados a este punto es importante resaltar dos aspectos de este texto para poder comprender plenamente el mensaje que nos quiere transmitir. En primer lugar, con “la abundancia de referencias a todas las autoridades políticas y religiosas de Palestina en los años 27 y 28 d.C. (…) el evangelista quiere mostrar a quien lee o escucha que el Evangelio no es una leyenda, sino la narración de una historia real; que Jesús de Nazaret es un personaje histórico que se inserta en ese contexto determinado.”[2]

            En segundo lugar se encuentra lo más importante; “después de esta amplia introducción histórica, el sujeto es “la Palabra de Dios”, presentada como una fuerza que desciende de lo alto y se posa sobre Juan el Bautista.”[3] El verdadero actor del relato, el verdadero motor de la historia humana es la Palabra de Dios acogida en el corazón con libertad y responsabilidad.

Luego de que Juan acoge en su interior esa Palabra que viene de lo alto, se pone en camino y recorre «toda la región del río Jordán, anunciando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados.» (Lc 3, 3).

«Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos»

            Al hacerlo cumple la profecía de Isaías: «Una voz grita en el desierto: Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos. Los valles serán rellenados, las montañas y las colinas serán aplanadas. Serán enderezados los senderos sinuosos y nivelados los caminos desparejos. Entonces, todos los hombres verán la Salvación de Dios.» (Lc 3, 4-6).

           
San Juan el Bautista predicando en el desierto.
Óleo sobre tela. Anton Raphael Mengs, c. 1760.
Museum of Fine Arts, Houston, Texas, US.
Wikimedia Commons.
Juan Bautista al acoger en su interior la Palabra de Dios se vuelve instrumento de esa Palabra. Él es la voz que porta la Palabra. Él es el instrumento que con docilidad realiza aquello que la Palabra anuncia. A través de su corazón y de sus labios humanos, la Palabra divina muestra que no es sólo palabra informativa sino “performativa”; es decir, palabra que realiza lo que anuncia, palabra que cambia la vida y plasma la realidad.[4]

Pero al mismo tiempo, en esta relación entre voz y Palabra, se nos muestra también la necesidad que tiene la Palabra de instrumentos aptos y dóciles. ¿Encontrará hoy la Palabra instrumentos aptos y dóciles entre nosotros? ¿Podrá hoy la Palabra plasmarnos a nosotros, para luego plasmar a la realidad a través de nosotros?

Este tiempo de Adviento puede ser un tiempo privilegiado durante el cual desafiarnos a nosotros mismos y ejercitarnos en “recuperar el silencio para meditar la Palabra que se nos dirige.”[5] Silencio que no es mera ausencia de ruido exterior, sino recogimiento y serenidad interior que permiten concentrarse en la escucha que acoge la Palabra y nos hace disponibles a su acción en nosotros. Entonces también nosotros participaremos de la certeza de san Pablo: «Estoy firmemente convencido de que Aquel que comenzó en ustedes la buena obra la irá completando hasta el Día de Cristo Jesús.» (Flp 1, 6).

«El año decimoquinto del reinado del emperador Tiberio»

            La Palabra necesita instrumentos, necesita voces que la hagan presente en medio de tantos ruidos y palabras que ofrece el mundo. La Palabra se acoge en el silencio de la intimidad, de la oración y de la interioridad. Pero también es cierto que se nos dirige la Palabra de Dios en un contexto determinado. En aquel entonces el contexto estaba dado por el emperador Tiberio y las demás autoridades políticas y religiosas de la región (cf. Lc 3, 1 – 2).

            Hoy toca a cada uno de nosotros tomar consciencia del contexto en el cual la Palabra de Dios se nos dirige. Mirando nuestra situación personal, familiar, comunitaria y social, podremos discernir lo que la Palabra quiere realizar en nosotros y a través de nosotros.

            Mirando con sinceridad nuestra propia realidad podremos discernir cuáles son los senderos sinuosos que debemos enderezar (cf. Lc 3, 5), cuáles son los caminos de humildad y conversión que debemos recorrer personalmente y con nuestros hermanos. Al acoger en nuestro interior la Palabra siempre debemos preguntarnos con fe: ¿Qué me dice la Palabra en esta situación concreta de mi vida? Sólo entonces veremos en nuestra propia vida «la Salvación de Dios» y podremos ser voz que porta la Palabra de Dios.

            A María Inmaculada, Tota Pulchra – Toda Hermosa porque tiene “el corazón totalmente orientado hacia Dios”[6], le pedimos que en este tiempo de Adviento nos enseñe a escuchar con los oídos y con el corazón la Palabra que el Padre nos dirige y que acogiendo en nuestro interior la Palabra Eterna nos transformemos en voz que anuncia a nuestro tiempo «la Salvación de Dios». Amén.     
           



[1] BENEDICTO XVI, Exhortación Apostólica Verbum Domini sobre la Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia, 27.
[2] BENEDICTO XVI, Ángelus, domingo 6 de diciembre de 2009 [en línea]. [fecha de consulta: 8 de diciembre de 2018]. Disponible en: <http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/angelus/2009/documents/hf_ben-xvi_ang_20091206.html>
[3] Ibídem
[4] BENEDICTO XVI, Carta encíclica Spe Salvi sobre la Esperanza cristiana, 2.
[5] PAPA FRANCISCO, Bula Misericordiae Vultus de convocación del Jubileo Extraordinario de la Misericordia, 13.
[6] PAPA FRANCISCO, Tweet, domingo 8 de diciembre de 2018 en la cuenta @Pontifex_es [en línea]. [fecha de consulta: 8 de diciembre de 2018]. Disponible en: <https://twitter.com/Pontifex_es/status/1071351180238831616>

sábado, 10 de noviembre de 2018

«Dio todo lo que poseía, todo lo que tenía para vivir»


Domingo 32° del tiempo durante el año – Ciclo B

Mc 12, 38 – 44

«Dio todo lo que poseía, todo lo que tenía para vivir»

Queridos hermanos y hermanas:

            Si bien es cierto que “la Liturgia de la Palabra de este domingo nos ofrece como modelos de fe las figuras de dos viudas. [Y] Nos las presenta en paralelo: una en el Primer Libro de los Reyes (17, 10 – 16), la otra en el Evangelio de San Marcos (12, 41 – 44)”[1]; quisiera detenerme en primer lugar en el profeta Elías, para luego meditar en torno a estas dos mujeres y su actitud de fe y todo lo que ella implica.

«Ve a Sarepta»

            En la primera lectura hemos escuchado que: «La palabra del Señor llegó al profeta Elías en estos términos: “Ve a Sarepta, que pertenece a Sidón, y establécete allí; ahí yo he ordenado a una viuda que te provea de alimento”. Él partió y se fue a Sarepta.» (1 Re 17, 8 – 10a).

            Analicemos brevemente este versículo del texto bíblico. En primer lugar el profeta Elías escucha «la palabra del Señor» que le fue dirigida. La primera actitud de fe, la primera actitud del auténtico creyente es la escucha. Escuchar significa estar atento y acoger la palabra que Dios nos dirige. Su palabra viene hoy a nosotros en la Sagrada Escritura proclamada y meditada en la Liturgia de la Iglesia; pero también su palabra llega a nosotros a través de las situaciones del día a día, de las circunstancias de la vida y de las personas que nos rodean.

            Por eso escuchar con actitud de fe significa estar atentos a las manifestaciones de Dios en el día a día, para poder acogerlas, comprenderlas en profundidad y actuar según la palabra recibida. Si Dios nos habla, espera nuestra respuesta.

            ¿Y qué le dice el Señor al profeta Elías? «Ve a Sarepta»; es decir, sal de los confines de Israel y dirígete hacia territorio pagano, desconocido. Seguidamente le dice: «Yo he ordenado a una viuda que te provea de alimento».

            Tal vez no seamos conscientes de lo arriesgado de la indicación del Señor a Elías. Dios no sólo le pide dejar lo que él conoce –su tierra, su pueblo y su cultura-, sino que además le dice que será alimentado –en esa tierra desconocida- por una viuda. “La condición de viuda, en la antigüedad, constituía de por sí una condición de grave necesidad.”[2] Por lo tanto, según los cálculos humanos no hubiese sido razonable ir a Sarepta.

            Sin embargo el profeta escucha la palabra que le dirige Dios, la acoge en su interior, se deja interpelar por ella y actúa en consecuencia: «Él partió y se fue a Sarepta».

«No tengo pan cocido, sino sólo un puñado de harina y un poco de aceite»

           
Elías y la viuda de Sarepta.
Óleo sobre lienzo. Bernardo Strozzi, c. 1640.
Kunsthistorisches Museum, Viena, Austria.
Wikimedia Commons.
Como sabemos, al llegar a Sarepta, Elías “encuentra a esta viuda y le pide agua para beber y un poco de pan. La mujer objeta que sólo le queda un puñado de harina y unas gotas de aceite.”[3]

No deja de llamar mi atención lo que ocurre a continuación. A pesar de que la mujer se declara imposibilitada de alimentarlo, el profeta insiste basado en su fe en la palabra del Señor: «No temas. Ve a hacer lo que has dicho, pero antes prepárame con eso una pequeña galleta y tráemela (…). Porque así habla el Señor, el Dios de Israel: El tarro de harina no se agotará ni el frasco de aceite se vaciará, hasta el día en que el Señor haga llover sobre la superficie del suelo.» (1 Re 17, 13 – 14).

Bien podía el profeta volver a su propia tierra al encontrar primeramente la aparente oposición de la mujer viuda, al constatar su indigencia. Humanamente hablando, ¿era posible que esta viuda cumpliera lo que el Señor había anunciado? Aparentemente no. Sin embargo el profeta insiste. Insiste sostenido por su fe en el Señor.

Así comprendemos que la audacia de la fe tiene su origen en una relación personal y viva con el Dios vivo. Sólo quien se confía en verdad al Señor en una relación viva puede desprenderse de seguridades humanas y materiales. Se nos muestra una vez más que la fe es “el acto con el que decidimos entregarnos totalmente y con plena libertad a Dios.”[4]

« Dio todo lo que poseía, todo lo que tenía para vivir »

            Y así, el acto de fe del mismo profeta Elías suscita la fe de la viuda de Sarepta, la fe que se manifiesta concretamente en creer en la palabra del profeta de Dios y por ello actuar con amor aún en medio de su indigencia.

            Me parece que allí radica precisamente la grandeza de estas dos mujeres bíblicas, ambas viudas. En medio de su pobreza e indigencia se confían a Dios y actúan concretamente movidas por su fe. Se reconoce no sólo la pobreza concreta sino la riqueza de la fe de ambas.

            En el Evangelio Jesús distingue precisamente a la «viuda de condición humilde» que colocó dos pequeñas monedas de cobre en el tesoro del Templo. Al hacerlo, Jesús la contrapone con los ricos que daban en abundancia ya que «han dado de lo que les sobraba».

            Interpreto que lo que el Señor quiere señalarnos en este pasaje evangélico es que los llamados “ricos” –sea en categorías económicas y sociales, o en el ámbito espiritual- no solamente dan de lo que les sobra, sino que lo hacen basados en su propia seguridad. Han renunciado a la seguridad de la fe para aferrarse a la seguridad de sus propias posesiones o capacidades.

            Si embargo, «esta pobre viuda ha puesto más que cualquiera de los otros, porque todos han dado de lo que les sobraba, pero ella, de su indigencia, dio todo lo que poseía, todo lo que tenía para vivir.» (Mc 12, 43 – 44). Pienso que esta mujer es capaz de tal desprendimiento porque sabe y cree que Dios no la desamparará.

            Se nos muestra ahora no sólo la audacia del que cree, sino su generosidad. El auténtico creyente une a la audacia de su fe la generosidad del amor. Así “la «fe que actúa por el amor» (Ga 5, 6) se convierte en un nuevo criterio de pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre.”[5]

            También nosotros queremos aprender a creer verdaderamente y así vivir concretamente desde nuestra fe, vivir día a día desde la Palabra de Dios. También nosotros queremos aprender a amar con generosidad.

            Por eso, nos dirigimos a María, Mater fidei – Madre de la fe y le suplicamos:

Abre nuestro oído a la Palabra, para que reconozcamos la voz de Dios y su llamada.

Aviva en nosotros el deseo de seguir sus pasos, saliendo de nuestra tierra y confiando en su promesa.

Ayúdanos a dejarnos tocar por su amor, para que podamos tocarlo en la fe.”[6]

           Enséñanos a amar con generosidad y a unir a nuestra pobreza la riqueza de la fe que             obra por el amor. Amén.




[1] BENEDICTO XVI, Ángelus, domingo 11 de noviembre de 2012 [en línea]. [fecha de consulta: 10 de noviembre de 2018]. Disponible en: <http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/angelus/2012/documents/hf_ben-xvi_ang_20121111.html>
[2] Ibídem
[3] Ibídem
[4] BENEDICTO XVI, Carta Apostólica Porta fidei sobre el Año de la Fe, 10.
[5] BENEDICTO XVI, Porta fidei, 6.
[6] PAPA FRANCISCO, Cara encíclica Lumen Fidei sobre la Fe, 60.