La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

domingo, 27 de noviembre de 2011

Vida en Alianza, cultura de Alianza


Vida en Alianza, cultura de Alianza

El 18 de octubre hemos celebrado un aniversario más de la Alianza de Amor con María, esa primera Alianza que sellaron el P. Kentenich y los primeros con María en la “pequeña capillita” -¡el aniversario número 97!- y hemos, sin duda, celebrado también nuestra propia Alianza de Amor con María, esa Alianza que en un día de gracias sellamos con Ella.

¿Qué celebramos cuando celebramos la Alianza de Amor con María? Celebramos esa experiencia fundamental en la cual cada uno de nosotros se entrega totalmente a María, y Ella nos acoge, nos cobija. Esa es la experiencia fundamental de cada uno: nos entregamos y Ella nos acoge. Entrega y cobijamiento. Sin duda que este 18 de octubre muchos recordamos nuestras propias  alianzas... Recordamos esa fecha especial, el Santuario donde la sellamos, las personas que nos prepararon y que en ese día nos acompañaron. Sin duda recordamos también algún gesto especial que nos hizo la Mater ese día, un saludo de su parte a través de una persona, una palabra o un hecho que a la luz de la fe significó para nosotros un saludo especial de María y de Dios.

Pero la Alianza de Amor con María no se queda solamente en eso... No se trata solamente de “sellar” una Alianza con María, no se trata solamente de “tener” una Alianza con María, sino que se trata de vivir en Alianza.

Vivir en Alianza
Vivir en Alianza con María es un aprendizaje constante... Aquello que realizamos en esa hora de gracias -esa entrega total- lo debemos renovar una y otra vez. Y no me refiero a renovar una oración o un rito, sino sobre todo a renovar una actitud, una manera de vivir. Nuestra oración de Alianza está llamada a hacerse vida.

Vivir en Alianza significa aprender a entregar confiado mis cruces, mis limitaciones y debilidades; entregar también mis capacidades y anhelos; y porque entrego entonces soy capaz de asumir la misión de María. Porque me entrego a Ella, puedo asumir su misión: la cultura de Alianza. Como verán se trata de una nueva manera de vivir. Se trata de renunciar a nuestra autosuficiencia, a nuestro querer poder hacer solos las cosas... La Alianza implica esa debilidad nuestra, nuestra limitación; y esa limitación entregada se convierte en oportunidad para una relación hermosa y dinámica: la Alianza de Amor con María. Ella nos regala la experiencia de que podemos, no porque podemos solos, sino porque Ella está con nosotros.

Cultura de Alianza
Y así en todas las dimensiones de nuestra vida: la vida personal, la vida de oración, la vida familiar, el estudio, el trabajo, la vida en sociedad, la vida del país. De esa relación personal, hermosa y dinámica con María, surge una nueva dinámica: “puedo, no porque pueda solo, sino porque Tú estás conmigo”.

Y esa misma dinámica es la que estamos llamados a vivir con las personas que nos rodean. Desde la Alianza de Amor con María se trata de aprender a vivir en Alianza con los que nos rodean: con nuestros familiares, compañeros de trabajo y de estudio, con los vecinos, e incluso con los que tienen la responsabilidad de conducir nuestro país. Vivir en Alianza con otros implica aprender a confiar, entregar confianza, entregar capacidades y límites, estar dispuestos a comprometernos con otros, sabiendo que de la alianza con los demás puede surgir una dinámica nueva que genere una nueva vida para todos.

Nos cuesta aprender a vivir en Alianza, nos cuesta aprender a vivir en lo cotidiano aquello que con tanta fe vivimos con María. Y la verdad es que, para que sea fecunda nuestra Alianza de Amor con María, para que sea fecundo nuestro vivir en Alianza, se debe plasmar en una cultura de Alianza, una cultura de la confianza, la apertura y el trabajo en equipo. Sólo en Alianza lograremos vivir nuestra misión: Nación de Dios, corazón de América (ideal nacional de la Familia de Schoenstatt de Paraguay).

jueves, 3 de noviembre de 2011

La Alianza, una perspectiva bíblica, sacramental y personal

        Cuando contemplamos la Alianza de Amor con María, nos situamos frente a la experiencia y realidad central de la espiritualidad de Schoenstatt. Los schoenstattianos estamos convencidos de que la Alianza es una realidad tan propia y connatural a nosotros, que muchas veces tendemos a pensar que es una realidad exclusiva de nuestra espiritualidad. Sin embargo ignoramos lo enraizada que la misma está en la Sagrada Escritura y en la vida de la Iglesia. Por este motivo quisiera presentar una breve síntesis de este enraizamiento de la Alianza de Amor tanto en la Sagrada Escritura como en la praxis sacramental de la Iglesia. Obviamente no pretendo agotar el tema, sino, simplemente delinear perspectivas que nos ayuden a tomar conciencia de que la Alianza de Amor con María nos introduce en el corazón mismo de la Historia de Salvación.
Una perspectiva bíblica
            La primera mención explícita, en la Sagrada Escritura, de la Alianza como vínculo entre Dios y el hombre, la encontramos en Génesis 17:
“Cuando Abrán tenía noventa y nueve años, se le apareció YHWH y le dijo: «Yo soy El Sadday, anda en mi presencia y sé perfecto. Yo establezco mi alianza entre nosotros dos, y te multiplicaré sobremanera.»
Cayó Abrán rostro en tierra, y Dios le habló así: «Por  mi parte ésta es mi alianza contigo: serás padre de una muchedumbre de pueblos. No te llamarás más Abrán, sino que tu nombre será Abrahán, pues te he constituido padre de muchedumbre de pueblos.
Te haré fecundo sobremanera, te convertiré en pueblos, y reyes saldrán de ti. Estableceré mi alianza entre nosotros dos, y también con tu descendencia, de generación en generación: una alianza eterna, de ser yo tu Dios y el de tu posteridad. Te daré a ti y a tu posteridad la tierra en la que andas como peregrino, todo el país de Canaán, en posesión perpetua, y yo seré el Dios de los tuyos.»” (Gn 17,1-8)
            El texto señala tres características de la Alianza entre Dios y Abrahán: 1. La promesa de la descendencia (“serás padre de una muchedumbre de pueblos”); 2. La promesa de la tierra (“Te daré a ti y a tu posteridad la tierra en la que andas como peregrino”); y, 3. La promesa de la vida con Dios, de la relación entre Dios y el pueblo (“una alianza eterna, de ser yo tu Dios  y el de tu posteridad”).
            Los estudiosos de la Biblia señalan que la Alianza entre Dios y Abrahán abre el horizonte de su historia y la de Israel hacia el cumplimiento de esta “triple promesa”. Nosotros mismo podemos percibir que tanto la promesa de la descendencia como la de la tierra agotan su tensión cuando las mismas se cumplen al momento en que el pueblo de Israel toma posesión de la “tierra prometida”. De alguna manera la tensión de estas promesas se agota con su cumplimiento intra-histórico. Sin embargo la tercera promesa, la “promesa de la amistad divina”, por su misma naturaleza no puede agotarse. En otras palabras, la descendencia y la tierra son realidades que se cumplen dentro de la historia y por lo mismo su capacidad de tensión hacia el futuro se agota con su cumplimiento. Son metas intra-históricas. Sin embargo, cuando Dios dice: “una alianza eterna, de ser yo tu Dios y el de tu posteridad”; Aquél que promete se convierte a su vez en promesa. Dios mismo se dará como “bien” a su pueblo, por ello mismo el desarrollo de esta promesa, de esta relación entre Dios y el pueblo, no puede agotarse en la historia y tensiona continuamente el corazón humano a salir de sí mismo. Se trata de la Alianza, de la continua y dinámica relación con Dios.
               En Ezequiel 36, 28b encontramos otra expresión clásica de esta relación entre Dios y el hombre: “Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios”. Respecto a este versículo los exégetas concuerdan en que “estamos ante la expresión más corriente (en textos bíblicos centrales) para expresar esa relación de mutua pertenencia entre YHWH e Israel que se llama «alianza»”.[1]
            El versículo citado precedentemente está enmarcado en el texto bíblico de Ezequiel 36, 22-32. Nos encontramos aquí con la profecía de la época del exilio de Israel (587-538 AC); en particular con la profecía del tiempo durante el exilio y el final del mismo. Esta situación histórica pone en tensión la realidad de la Alianza entre Dios y el pueblo de Israel. Durante el exilio se pierde la posesión de la tierra y se experimenta la fragilidad de la descendencia debido a la dispersión del pueblo entre las naciones. Sin embargo por boca del profeta se anuncia que por parte de Dios la Alianza sigue operante. Así lo expresa el siguiente oráculo de salvación:
“Os tomaré de entre las naciones, os recogeré de todos los países y os llevaré a vuestro suelo. Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras impurezas y de todas vuestras basuras os purificaré. Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne.
Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas. Habitaréis la tierra que yo di a vuestros padres. Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios.” (Ez 36, 24-28)
            Es Dios mismo quien tomará la iniciativa de “tomar” y “recoger” a su pueblo de entre las naciones. Este volver al suelo irá acompañado de una purificación que obrará el Señor: “os rociaré con agua purea y quedaréis purificados”. Sin embargo esta purificación no será meramente exterior, en el mismo oráculo leemos: “Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo”. Se trata del actuar de Dios, actuar que nunca es superficial sino que toca el núcleo del ser humano, el corazón. Fruto de este corazón  nuevo será que el pueblo se conducirá según los preceptos de Dios, habitará de nuevo la tierra que se había dado a los padres y se le promete: “Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios”. Dios mismo confirma esa “mutua pertenencia”, esa Alianza que Él había sellado con Abraham y a la que seguía fiel a pesar de la infidelidad del pueblo; de hecho, la infidelidad del pueblo da pie a poder ver en qué consiste la Alianza.
En la Alianza se demuestra en primer lugar el actuar de Dios que se percibe como “gracia” para el pueblo de Israel, ya que Israel no tiene méritos ante Dios para recibir las bendiciones de las que es beneficiario. Se muestra también la “fidelidad” de Dios al compromiso asumido por la Alianza con Israel. Finalmente en la Alianza el actuar de Dios se manifiesta como “don” para el pueblo –don que supera todo posible mérito-, ya que en último término lo que Dios promete en la Alianza es darse él mismo, como propiedad, al pueblo: “Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios” (Ez 36,28b). La única exigencia de este don es el reconocer la necesidad de un corazón nuevo, reconocer la propia indigencia. Frente a la riqueza de la misericordia de Dios corresponde poner ante sus ojos la pobreza de nuestro corazón.             
Esta “mutua pertenencia” que se da en la Alianza entre Dios y el pueblo de Israel, llega a su clímax en Cristo Jesús:
“El origen de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró en cinta por obra del Espíritu Santo. Su marido José, que era justo, pero no quería infamarla, resolvió repudiarla en privado. Así lo tenía planeado, cuando el ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás por  nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.»
Todo esto sucedió para que se cumpliese lo dicho por el Señor por medio del profeta:
Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo,
y le pondrán por nombre Emmanuel,
que traducido significa: «Dios con nosotros».” (Mt 1, 18-23)
            Precisamente el que Dios “pertenezca” a su pueblo se da de una manera inaudita para el pueblo de Israel en Jesús, Él es el “Dios con nosotros”, y en ese sentido es la personificación –e incluso podríamos decir la personalización- de la Alianza entre Dios y el pueblo de Israel, entre Dios y la humanidad. En Jesús hombre y Dios se pertenecen mutuamente, pues Él es totalmente hombre y totalmente Dios. En el misterio de la Encarnación se lleva a plenitud el  misterio de la Alianza.
Una perspectiva sacramental
            Luego de la breve y sintética perspectiva bíblica sobre la Alianza quisiera presentar una breve y sintética perspectiva sacramental de la misma. En el fondo se trata de cómo la vida de la Iglesia empalma con la Historia de Salvación relatada en las Sagradas Escrituras.
            Tomando como punto de partida que Jesucristo es la Alianza  de Dios con los hombres, cabe la pregunta de cómo nos incorporamos nosotros, hombres de hoy, a esta realidad de la Alianza. La Iglesia ha enseñado y vivido desde sus orígenes el hecho de que cada uno de nosotros se incorpora  a la vida de Cristo por medio del Bautismo. “Y así, por el bautismo los hombres son injertados en el misterio pascual de Jesucristo: mueren con Él, son sepultados con Él y resucitan con Él; reciben el espíritu de adopción de hijos, por el que clamamos: Abba! ¡Padre! (Rom 8,15), y se convierten así en los verdaderos adoradores que busca el Padre.”[2]
            Por el Bautismo somos incorporados a Jesús, a su vida y misión, y en particular a su Pascua, a su paso por la cruz para llegar  a la resurrección. Ya no estamos solos, vivimos en alianza, en Alianza bautismal.
            Del mismo modo el sacramento de la Eucaristía nos ayuda a experimentar ese vivir en íntima unión con Cristo, en íntima alianza con Él. La celebración de la Eucaristía se torna vivencia de esa Alianza, así lo entiende J. Kentenich al escribir:
“Estás enteramente con tu ser en el santuario de mi corazón,
así como reinas en el cielo y habitas glorioso junto al Padre.”[3]
            La oración que acabo de citar, está pensada para motivar la oración personal en la Eucaristía, luego de haber comulgado con el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Al creyente se le invita a dirigirse personalmente a Jesús, a quien acaba de recibir sacramentalmente. Desde que conocí esta oración, estas palabras me cautivaron, pues me abrieron a comprender la presencia eucarística de Jesús como una presencia personal en mi propio corazón, así lo expresa la oración al decir: “Estás enteramente con tu ser en el santuario de mi corazón”.
            La presencia de Jesús en la Eucaristía es una presencia personal, o sea, no se trata de la presencia de una “substancia abstracta”, sino más bien, de la presencia concreta de una persona. Comprender así la Eucaristía abre la posibilidad a entablar una relación personal con Jesucristo Eucaristía. Se despierta así el anhelo por un tú personal, el de Jesucristo. Pero como este anhelo del otro es doble, es decir, nace tanto del yo como del , también podemos comprender la Eucaristía como el anhelo de Jesús por nosotros, el anhelo suyo de estar con nosotros y en nosotros. De alguna manera se trata del amor eros de Jesús por cada uno de nosotros. La Eucaristía es el anhelo de Jesús de estar con nosotros, el anhelo del yo de Jesús por nuestro tú. Sin embargo, la comprensión intelectual de la Eucaristía como anhelo del otro, implica sobre todo la vivencia de la Eucaristía como un encuentro personal entre el yo de cada fiel y el de Jesús, lo cual “se basa en la comunicación interpersonal y adquiere toda su hondura y densidad por la comunión recíproca en la acogida mutua.”[4]
La Alianza, una realidad personal
         Ya desde la perspectiva bíblica misma, hemos podido notar que  aquella relación establecida entre Dios y el hombre llamada Alianza,  es una realidad personal.
            Personal porque parte de una iniciativa del Dios personal, del Dios que se revela en la Historia de Salvación, y que se revela a personas concretas. La Alianza es una realidad dirigida a personas y que tiene como meta el establecer una relación personal entre Dios y cada hombre. Ya en el texto de Gn 17 se intuye esa relación personal al comprometerse Dios con Abraham y con su descendencia, ese compromiso personal se mantiene incólume aún en medio de las adversidades del exilio, y precisamente en medio de esas adversidades se manifiesta como relación personal que trasciende todo ritualismo y apunta a tocar y transformar el corazón del hombre.
            La Alianza llega así a personalizarse, a hacerse incluso persona en Jesús de Nazaret, el “Dios con nosotros”, quien a través de su presencia en la Iglesia nos sigue invitando a entrar en una relación íntima y personal con Él y en Él con Dios Padre.
            Finalmente es lo que también experimentamos en la espiritualidad de Schoenstatt. La vivencia tan humana y eclesial de la Alianza entre Dios y el hombre, ha tomado en Schoenstatt, una originalidad propia en la Alianza de Amor con María.

            Sin embrago esta originalidad propia no hace más que llevar a la vida personal aquella realidad expresada tanto en la Sagrada Escritura como en los Sacramentos de la Iglesia. Esa mutua pertenencia entre Dios y el hombre, esa ser mutuamente una “ocupación predilecta” el uno para el otro. En definitiva aquel don que hemos recibido en el Bautismo y que lo volvemos a recibir una y otra vez en la Eucaristía, se ve acrecentado por la relación personal con María en la Alianza de Amor. La relación con Ella nos lleva a redescubrir, en nosotros mismos y en la Iglesia, la relación personal con Cristo. En definitiva se trata de vivir la experiencia de que la Alianza de Amor con María nos hace más cristianos, nos hace más Cristo; pues, al conducirnos a una relación personal con Él nos moldea a su imagen a tal grado que podemos decir con San Pablo: “ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Ga 2,20).  


[1] C. Granados García, “La nueva alianza como recreación. Estudio exegético de Ez 36,16-38”, Gregorian & Biblical Press, Roma 2010, pág.: 181.
[2] Concilio Vaticano II, Constitución Sacrosanctum Concilium, 6.
[3] J. Kentenich, Hacia el Padre. Oraciones para el uso de la Familia de Schoenstatt. Editorial Patris, Noviembre 1999, Santiago, Chile. Pág.: 54.
[4] Gesteira, Eucaristía y transformación del mundo. Pág. 571.