La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

sábado, 14 de diciembre de 2013

“¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?” (Mt 11,3)

Queridos hermanos y hermanas:

        En este tiempo de Adviento seguimos caminando hacia el Señor que viene hacia nosotros. Tratamos de salir a su encuentro con nuestras buenas obras (cf. Oración Colecta del Domingo I de Adviento) y así vivimos “la fiel espera del nacimiento”[1] del Hijo de Dios.

           El Adviento es como una síntesis de la vida cristiana, pues el Señor constantemente sale a nuestro encuentro –viene hacia nosotros-, y, simultáneamente, también nosotros constantemente buscamos el rostro de Jesús. Buscamos su mirada, su abrazo, su corazón. Ésta es la vida cristiana: la constante venida del Señor  a nuestras vidas (cf. Ap 22,20) y el insaciable anhelo de su rostro. Venida y búsqueda, anhelo y encuentro: es Adviento, es la vida cristiana.

            Vista así, la vida cristiana es también como un “juego de amor”. Y “¿qué significa juego de amor? Que dos personas que se aman se buscan mutuamente  y no descansan hasta haberse encontrado.”[2] 

Nuestro corazón estará intranquilo hasta que descanse en Ti

            Sí, todos llevamos en el corazón –en lo más íntimo de nuestro ser- el anhelo de Dios, el anhelo de ver su rostro. Lo dice el salmista: “Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro.» Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro.” (Salmo 27 (26), 8-9).

            Cada vez que despertamos ese anhelo y lo cultivamos vivimos un adviento: espera y búsqueda anhelante. San Agustín lo ha expresado magistralmente al invocar a Dios diciendo: “nuestro corazón estará intranquilo hasta que descanse en Ti.” (Confesiones I, 1, 1).

            Sin embargo, cuando ese anhelo se convierte en idealización y pierde realidad, corremos el riesgo de “imaginar” el rostro de Dios a nuestra medida y reducir su presencia salvadora a nuestras exigencias y expectativas.

            Sí, buscamos el rostro de Dios, esperamos a Jesús, pero esperamos que Él se manifieste según nuestros criterios, que Él nos salve de acuerdo con nuestros deseos, que cumpla nuestra voluntad antes que la voluntad del Padre. Muchas veces buscamos a Jesús… O eso pensamos, pero en realidad, nos buscamos sólo a nosotros mismos, buscamos la realización de nuestros deseos y proyectos.

¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro? (Mt 11,3)

            Tal vez algo de eso se refleja en el Evangelio proclamado hoy (Mt 11,2-11). Al momento del inicio de la actividad pública de Jesús, Judea “bullía de inquietudes. Movimientos, esperanzas y expectativas contrastantes determinaban el clima religioso y político”.[3] Cada grupo o movimiento religioso tenía una expectativa, una imagen, una “idealización” del Salvador y de la salvación.

            Los zelotes estaban dispuestos a utilizar la violencia para restablecer la libertad de Israel; los fariseos intentaban vivir la Torá cumpliendo sus prescripciones con esmero y precisión; y los saduceos –en su mayoría pertenecientes a la clase sacerdotal- vivían una religiosidad de élite acomodada con el poder romano…[4] Cada cual espera al Salvador y su salvación, pero, de acuerdo a su mirada, a sus criterios.

            Tal vez Juan el Bautista esperaba en el Salvador, en el Mesías, una irrupción tajante, exigente y definitiva del Reino de Dios… Pero, encuentra a un Salvador, a un Jesús, que con paciencia y cuidado acoge a enfermos, a ciegos, a sordos, a pobres e incluso a pecadores… ¿No es demasiado poco para el Salvador acoger a pobres y enfermos y perdonar pecados? ¿Qué sucede con la situación política y social de Israel?[5] Ante tal desconcierto, Juan el Bautista se atreve a preguntar: “¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?” (Mt 11,3).

            Es ilustrativo que el Evangelio diga que “Juan el Bautista oyó hablar en la cárcel de las obras de Cristo” (Mt 11,2). Muchas veces también nosotros “oímos” hablar de Jesús y sus obras desde la “cárcel” de nuestros pre-juicios y exigencias. Y muchas veces, nuestros pre-juicios y exigencias no nos permiten “ver” a Jesús y su obrar en nuestras vidas y en las de los demás.

A veces “imaginamos” un Jesús que nos libre de nuestros defectos, cuando en realidad Él nos ama así como somos en nuestra fragilidad y lo único que nos pide es confianza;

a veces “imaginamos” un Jesús que corrige los errores de los demás y olvidamos que Él nos pide ser mansos y humildes de corazón;

a veces “imaginamos” un Jesús que siempre nos da la razón y olvidamos que Él nos pide ampliar nuestros criterios mentales y ensanchar nuestro corazón;

a veces “imaginamos” un Jesús “dulzón” y “buena onda” que no nos exige y olvidamos que Él nos amó hasta el extremo de la cruz;

a veces “imaginamos” un Jesús “a mi medida” tomando de sus palabras lo que me gusta, y olvidamos que no hay cristianismo en solitario, sin Iglesia;

a veces “imaginamos” un Jesús tan íntimo, tan espiritual, que olvidamos amarlo en la persona que tenemos al lado; y,

a veces “imaginamos” un Jesús revolucionario y olvidamos que la gran revolución se inicia con la conversión del corazón.

          Resuena entonces en nuestros corazones la pregunta de Juan el Bautista a Jesús: “¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?”. ¿Es el Jesús del Evangelio el que esperamos o debemos esperar al de nuestra imaginación, al de nuestras exigencias?

            Queridos amigos… Anhelemos la venida de Jesús, anhelémosla profundamente, pero siempre dejemos abierta la posibilidad de que Él nos sorprenda. Salgamos de la “cárcel” de nuestros pre-juicios y exigencias, y animémonos a escuchar y a ver con el corazón lo que Él realiza en la vida de los demás y en  nuestras propias vidas.

            Y cuando nos liberemos de nuestros pre-juicios y exigencias, entonces estaremos abiertos, entonces estaremos en condiciones de esperar y seguir buscando al Salvador, porque en realidad Él nos habrá ya encontrado y podremos decirle: “sí, Tú eres el que yo tanto esperaba, el que yo tanto anhelaba; Tú, sacias y superas todos los anhelos de mi corazón”. Amén.  


[1] Oración Colecta del Domingo III de Adviento
[2] J. KENTENICH, En las manos del Padre (Editorial Patris S.A., Santiago 21999), 144.
[3] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración (Planeta, Santiago 32007), 34.
[4] Cf. Ibídem
[5] Cf. J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, La infancia de Jesús (Planeta, Buenos Aires 2012), 48-51.

sábado, 7 de diciembre de 2013

La Inmaculada Concepción de la Virgen María

¿Qué celebramos los cristianos cuando celebramos
la Inmaculada Concepción de la Virgen María?

Tal vez, pueda ayudarnos a responder esta pregunta el reflexionar a partir del hermoso Prefacio de la Misa del 8 de diciembre (El misterio de María y de la Iglesia):

“Tú preservaste a la Virgen María de toda mancha del pecado original
y la enriqueciste con la plenitud de tu gracia,
preparándola para que fuera la Madre digna de tu Hijo
y comienzo e imagen de la Iglesia, esposa de Cristo,
llena de juventud y limpia hermosura.”

En esta oración está bellamente resumida la fe de la Iglesia con respecto a la Inmaculada Concepción de la Virgen María. Una fe, que por estar expresada en palabras un tanto complejas y a veces desconocidas, pareciera referirse a un hecho lejano y distante, pero que en realidad expresa un acontecimiento salvífico que está llamado a tocarnos a cada uno de nosotros.

Inmaculada Concepción: ¿qué significa?

           
Alguna vez, cuando he preguntado, para saber cuánto comprendemos las palabras en las que está expresada nuestra fe: ¿qué significa la Inmaculada Concepción de María? Muchas personas me han dicho que esta expresión  se refiere al hecho de que la Virgen María habría sido concebida en una madre virgen por obra del Espíritu Santo… En realidad nos encontramos aquí con una gran confusión… Se confunden la concepción virginal del Señor Jesús, de la cual dan testimonio los Evangelios (cf. Lc 1, 31. 34. 35; Mt 1, 20), y la concepción de su madre la Virgen María, la cual según una antigua tradición de la Iglesia nació de la unión de sus padres: San Joaquín y Santa Ana. Por lo tanto, la concepción de María no fue virginal, sino una concepción, por decirlo de alguna manera, natural. Entonces, ¿qué significa que la concepción de María haya sido inmaculada?


            Tal vez conozcamos la respuesta por lo que hemos aprendido en la catequesis: “desde el momento mismo del inicio de su vida –desde su concepción- María fue preservada –protegida- del pecado original”. Sabemos la respuesta, pero, ¿la comprendemos?

Preservada del pecado original

            ¿Qué significa que María fue preservada del pecado original? ¿Qué significa pecado original?

            Y tal vez tocamos aquí uno de los puntos menos comprendidos de la doctrina católica e incluso, a veces, más resistido debido a su mala interpretación: la doctrina del pecado original.

            No puedo abordar aquí exhaustivamente la cuestión del pecado original, pero sí diré algunas palabras que espero ayuden a su correcta comprensión.

            Lo que la doctrina del pecado original señala en negativo es la honda solidaridad entre todos los hombres y mujeres. Es tan honda esta solidaridad –este vínculo de unión-, que todos los hombres y mujeres de todos los lugares y tiempos estamos de alguna manera unidos, de alguna manera vinculados. Es decir, ninguno de nosotros proviene de sí mismo –nuestra historia nunca parte de un cero absoluto-, hay otros que nos han precedido. Así nuestra historia personal es parte de una historia más grande, de la historia de otros –de nuestra familia, comunidad, nación, Iglesia, humanidad-; historia de amor y de pecado. Así “todo el hombre está marcado profundamente por la pertenencia a toda la humanidad, es decir, al «Adán»”.[1]

            Y esta “solidaridad” se extiende también al pecado… Ya, cuando cada uno de nosotros viene al mundo, participamos de la situación existencial de pecado que sufre la humanidad, aunque no hayamos cometido un “acto personal de pecado”. Así la doctrina del pecado original designa la situación existencial de pecado de toda la humanidad y de cada uno de nosotros. A pesar de que Dios no nos abandona, iniciamos la vida “privados” de esa familiaridad con Dios.

            Formulada positivamente, la doctrina del pecado original nos señala que todos necesitamos ser salvados. Ninguno de nosotros puede salvarse a sí mismo. Todos necesitamos de ese don que es la salvación. Todos necesitamos ser rescatados por Jesús y que Él nos vuelva a regalar aquello que es más propio de cada uno de nosotros: la amistad y el trato familiar con Dios Padre, su gracia, su don. Por eso el Bautismo en Cristo nos rescata de esa situación existencial de separación y nos “injerta” en el Cuerpo viviente de Cristo que es la Iglesia. ¡De la solidaridad del pecado pasamos a la solidaridad del amor, a la comunión de los santos!

            Ahora entonces podemos comprender lo que significa que María fue preservada del pecado original. Sí, María, desde el primer momento de su existencia fue rescatada de la situación existencial de separación de Dios que produce el pecado, y desde ese primer instante de su vida participa de la solidaridad de amor con Dios y con toda la humanidad.

            Como dice el documento papal con el cual en 1854 el Papa Pío IX declara el dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María (Bula Inneffabilis Deus),

“la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano” (DH 2803);

es la salvación obrada por Jesucristo la que salva a María, la que la preserva de la solidaridad del pecado y la injerta en la solidaridad del amor. La salvación de Jesucristo alcanza a redimir a María ya desde su concepción, ya desde el inicio de su vida. Así, la Inmaculada Concepción es un fruto de la redención operada por Cristo Jesús, es un hermoso don de la Encarnación del Verbo de Dios.

María, comienzo e imagen de la Iglesia

            Si contemplamos el actuar de Dios uno y trino en María, comprendemos entonces por qué María es llamada “comienzo e imagen de la Iglesia”. La salvación de Jesús, que la preservó del pecado original, es la salvación que se ha iniciado en Ella y que el mismo Cristo quiere extender a toda la Iglesia, a toda la humanidad y a toda la creación.

           
La Inmaculada Concepción no es sólo un “privilegio” particular y aislado para la Madre de Jesús, sino que es el “gran signo” que apareció en el cielo (cf. Ap 12,1) y que nos ilustra lo que Dios en Jesucristo y por el Espíritu Santo quiere hacer en cada uno de nosotros y con toda la humanidad: volver a regalarnos su amistad y su presencia en nuestras vidas de tal modo que el pecado ya no tenga dominio sobre nuestros corazones.

   Aquello que Dios obró tan misericordiosamente en la concepción de María, lo quiere obrar día a día en nuestras vidas con nuestra cooperación a través de la fe, la oración, los sacramentos y el amor al prójimo. Lo que María es por gracia, nosotros llegaremos a serlo un día en el cielo.

            Así comprendida, María no está separada de la Iglesia y de la humanidad, Ella es “imagen y comienzo” de ambas realidades, pues las simboliza y las realiza plenamente aceptando el don de Dios y dándole su sí libre y personal (cf. Lc 1,38). En María se hace patente el destino original y final de toda la humanidad. María es la Compañera (socia, cf. Lumen Gentium 61) de Cristo, porque en realidad, la Iglesia, la humanidad, la creación –y cada uno de nosotros- está llamada a ser compañera de Jesucristo, quien justamente ha venido al mundo –y sigue viniendo- para ser “Dios-con-nosotros” (Mt 1, 22-23).

P. Oscar Iván Saldívar F.
Parroquia – Santuario de Ñandejara Guasu, Piribebuy,
en la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María,
Fiesta de la Virgen de los Milagros de Caacupé.     




[1] Cf. RATZINGER J., Introducción al Cristianismo (Sígueme, Salamanca 21971), Pág. 211.