La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

jueves, 22 de noviembre de 2012

Raíces de la pobreza cristiana

Queridos amigos y amigas:

Quisiera compartir con ustedes una breve reflexión en torno a la pobreza cristiana. Lo hago como estudiante de Teología y como un creyente que reflexiona sobre su fe. Desde ya les advierto que esta reflexión está todavía muy en sus inicios y muy abierta… Abierta a otras opiniones y sobre todo a experiencias.

¿Qué entiendo por pobreza cristiana?

Me parece importante hacer una aclaración inicial con respecto al término pobreza, sobre todo cuando este término va calificado por lo cristiano.

No hay que confundir la pobreza cristiana con la miseria material. Incluso me parece necesario señalar que no siempre la pobreza como categoría sociológica es equiparable a la pobreza cristiana.

Dicho esto, quiero dejar muy en claro que lo anterior no nos dispensa a los cristianos de la renuncia a los bienes materiales superfluos y a veces, incluso, a los necesarios. Tampoco nos dispensa de la búsqueda de cercanía y de amistad con los más pobres, ni de la búsqueda de un corazón más pobre, es decir, humilde y agradecido.

La distinción que quiero hacer entre la pobreza sociológica y la cristiana puede expresarse también de la siguiente manera: muchas veces la pobreza sociológica adviene a las personas como una situación socio-económica no deseada ni buscada, sino más bien forzada –y muchas veces, esta situación es fruto de injusticias sociales que los cristianos estamos llamados a remediar por amor-. Por otro lado la pobreza cristiana es una invitación que se enmarca en el seguimiento de Jesús: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego sígueme” (Mt 19,21).

La pobreza cristiana: una invitación

Para comprender esta invitación les propongo que acudamos al Evangelio:

“«El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel.

«También es semejante el Reino de los Cielos a un mercader que anda buscando perlas finas, y que, al encontrar una perla de gran valor, va, vende todo lo que tiene y la compra.»” (Mt 13,44-46).

Si leemos con atención estas parábolas, y sobre todo, si nos dejamos tocas por las imágenes que el Señor usa en ellas, pienso que podemos comprender algo de esta invitación a la pobreza cristiana. Sobre todo porque lograremos comprender que esta invitación, esta renuncia, tiene su raíz en el gran tesoro, en el gran don que se nos hace: el Reino de los Cielos, es decir, la vida con Cristo, en Cristo y desde Cristo.

La parábola habla de “tesoro escondido” y de una “perla de gran valor”. Ambas son imágenes que describen el Reino de los Cielos, y los describen como algo verdaderamente valioso, al punto que aquél que lo encuentra experimenta una “alegría” que le impulsa a “vender” todo lo que tiene – a renunciar- con tal de quedarse con ese tesoro que ha encontrado. Así, el Reino de los Cielos se nos presenta como un tesoro que es fuente de alegría.

La imagen del tesoro nos habla de que la vida cristiana, la vida con Cristo, es algo muy valioso. Es un tesoro escondido por el cual vale la pena abandonar otros “tesoros”, otros bienes… Cuando encuentro el tesoro que me hace realmente rico, entonces puedo animarme a ser pobre, puedo animarme a renunciar a bienes, al prestigio social, a la autosuficiencia y a todo aquello que antes era para mí un tesoro. Entonces cuando me hago pobre me vuelvo rico. San Pablo lo expresa maravillosamente en su carta a los Filipenses: “Pero lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo. Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo” (Flp 3,7-8).

El contraste entre los bienes terrenos y el Bien con mayúsculas –Dios mismo- se manifiesta dramáticamente en la parábola del joven rico (Mt 19,16-22). “«Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego sígueme.» Al oír estas palabras, el joven se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes.” (Mt 19,21-22). Así, frente a las palabras de Jesús “Uno solo es el bueno” (Mt 19,17), referidas a Dios, se contraponen los “muchos bienes” (Mt 19,22) que poseía el joven rico, o que lo poseían a él y le quitaban libertad. ¿Es para nosotros nuestro mayor bien, nuestro único bien, la vida con Dios, con Cristo y con María?

Una invitación enraizada en la Cristología y en la infancia espiritual

La invitación a la pobreza cristiana, enmarcada en el seguimiento de Jesús, tiene su raíz más profunda en Cristo mismo, en la Cristología. Nuevamente San Pablo nos puede ayudar a comprender esto. A los cristianos de Corinto les dice: “Pues conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de enriqueceros con su pobreza.” (2 Co 8,9). ¿Cómo se hizo pobre Jesucristo? En el mismo hecho de su Encarnación, es decir, en el hacerse hombre el Hijo de Dios se ha hecho pobre.

Es conocido el “himno cristológico” de la carta a los Filipenses (Flp 2,5-11) que expresa este hacerse pobre de Cristo:

“Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo:

El cual, siendo de condición divina,
no codició el ser igual a Dios
sino que se despojó de sí mismo
tomando condición de esclavo.

Asumiendo semejanza humana
y apareciendo en su porte como hombre,
se rebajó a sí mismo,
haciéndose obediente hasta la muerte
 y una muerte de cruz.

Por eso Dios lo exaltó
y le otorgó el Nombre,
que está sobre todo nombre.

Para que al nombre de Jesús
toda rodilla se doble
en los cielos, en la tierra y en los abismos,
y toda lengua confiese
que Cristo Jesús es el Señor
para gloria de Dios Padre.”

Es por ello que la Iglesia enseña –y se esfuerza por vivir- que la pobreza y “la opción preferencial por los pobres está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza. Esta opción nace de nuestra fe en Jesucristo, el Dios hecho hombre, que se ha hecho nuestro hermano (cf. Hb 2,11-12). Ella, sin embargo, no es ni exclusiva, ni excluyente.” (Aparecida 392).

Me parece importante señalar que si Jesucristo se hizo pobre por nosotros para hacernos ricos, lo hizo dándose Él mismo. Es decir, el don que nos hace Cristo no es en primer lugar objetos, bienes o conocimiento, sino, que Él mismo es el don que nos entrega y ofrece. Pensemos en la Eucaristía. Allí Él se hace pan y vino para darse a nosotros, se hace pobre, se vacía de sí para que nos alimentemos de Él.

Finalmente, me parece a mí, hay un vínculo –escondido al principio, pero que de a poco se revela más y más- entre infancia espiritual y pobreza cristiana. Jesucristo mismo nos dice: “Yo os aseguro: el que no reciba el Reino de Dios como niño, no entrará en él.” (Mc 10,15).

Así, recibir el Reino de Dios tiene como condición hacerse niños. “¿Qué significa «ser niño»? Significa, ante todo, dependencia, necesidad de ayuda, tener que recurrir a los demás. Jesús, en cuanto niño, no sólo proviene de Dios, sino también de otros hombres. Ha vivido en el seno de una mujer, de la que ha recibido su carne y su sangre, los latidos de su corazón, su comportamiento y su palabra. Ha recibido la vida de la vida de otro ser humano. El que provenga de otro aquello que es propio de uno no es un hecho puramente biológico. (…) Según Jesús, por tanto, ser niño no es una etapa puramente transitoria en la vida del hombre, una etapa que procede de su condición biológica y que se cierra por completo en un momento dado; la realidad original del hombre se realiza de tal modo en la infancia que quien ha perdido la esencia de la infancia se ha perdido a sí mismo.”[1]

Así el hacerse niño está íntima relacionado con comprender vitalmente, que lo más propio nuestro en el fondo no es propio, es un don. Y si ser niño significa vivir la vida como un don, se comprende entonces el vínculo entre infancia espiritual y pobreza, pues, “en la condición del pobre se manifiesta con bastante claridad qué quiere decir ser niños: el niño no posee nada por sí mismo. Todo lo que necesita para vivir lo recibe de los otros, y precisamente en esta su impotencia y desnudez es libre.”[2]

Finalmente ser niño es ser hijo, se trata del gran don del Bautismo, ser hijos en el Hijo. Y si somos hijos nuestra gran riqueza es el Padre. Entonces, al renunciar voluntariamente a los bienes y seguridades propias, nos hacemos más niños, más hijos –y por ello más hermanos de todos los hombres-, nos hacemos más semejantes a Cristo Jesús. Y por ello, la pobreza cristiana no es en primer lugar un esfuerzo ético ni ascético, sino encuentro con Cristo, pues “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva.” (Deus caritas est 1).


Oscar Iván Saldivar F., ISchP



[1] J. RATZINGER, El camino pascual, 81.
[2] J. RATZINGER, El camino…, 83.

domingo, 11 de noviembre de 2012

Darse con autenticidad

Decía también en su instrucción: «Guardaos de los escribas y fariseos, que gustan pasear con amplio ropaje, ser saludados en las plazas, ocupar los primeros asientos en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y que devoran la hacienda de las viudas so capa de largas oraciones. Éstos tendrán una sentencia más rigurosa.»

Jesús se sentó frente al arca del Tesoro y miraba cómo echaba la gente monedas en el arca del Tesoro: muchos ricos echaban mucho. Llegó también una viuda pobre y echó dos moneditas, o sea, una cuarta parte del as. Entonces, llamando a sus discípulos, les dijo: «Os digo de verdad que esta viuda pobre ha echado más que todos los que echan en el arca del Tesoro. Pues todos han echado de lo que les sobraba, ésta, en cambio, ha echado de lo que necesitaba, todo cuanto poseía, todo lo que tenía para vivir.» 

Mc 12,38-44


“Ha echado de lo que necesitaba, todo cuanto poseía…” Mc 12, 44b

Antes de iniciar la reflexión sobre este Evangelio, me parece importante que tomemos conciencia de que el Evangelio es una “escuela de vida”. Lo que Jesús quiere en el Evangelio es “enseñarnos a vivir”.

“Ha echado de lo que necesitaba, todo cuanto poseía…”. Ha entregado lo que tenía –cuanto soy y cuanto tengo (Hacia el Padre, 16)- , lo que era importante para ella. Ha entregado de lo suyo, y por eso, podríamos decir que ha sido auténtica. Y eso es lo que impacta a Jesús.

Cuando alguien se da auténticamente, de corazón, impacta, deja huella. No se trata tanto de la “cantidad” de lo que doy –sea esto un aporte económico o sea entregar nuestros dones a Dios y a nuestros hermanos-; no se trata tanto de que lo que yo dé o tenga para compartir con otros sea llamativo o ingenioso. Se trata de que sea auténtico, se trata de que mi corazón –y por eso mi riqueza y mi pobreza- vaya en aquello que doy.

En el fondo lo que nos sobra son nuestras “máscaras”, aquellas cosas que se nos pegan a nuestra personalidad, a nuestro yo más verdadero… Y a veces en nuestras relaciones personales –tanto naturales como sobrenaturales- no damos nuestro yo más auténtico, nuestro corazón –nuestra sustancia, el bien más preciado que tenemos- sino más bien damos lo que nos sobra… En vez de mostrarles a Dios y a mis hermanos mi verdadero rostro –mi mirada auténtica-, les muestro una “máscara”, una careta… En vez de entregar mi corazón, doy parte de mi persona, muestro aquellos aspectos en los que me siento más seguro y así me muestro autosuficiente… Y así no soy capaz ni de dar ni de recibir. No soy capaz de amar.

Pero hay un secreto para poder dar,  para poder amar. Si yo quiero dar, si quiero amar con generosidad, en realidad tengo que tomar conciencia de que soy amado.

Una de mis frases favoritas de la Sagrada Escritura expresa esta dinámica: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (1 Jn 4, 16). Tanto en los vínculos humanos como en la relación con Dios y con María lo primero es el amor. Cuando experimentamos el amor, el amor de Dios, el amor de una persona; este amor suscita la fe, es decir la confianza. Y cuando confío soy capaz de darme tal y cual soy, de darme auténticamente. Por eso la fe es fe en Dios, fe en las personas que nos rodean y fe en nosotros mismos. Y así el amor y la fe/confianza suscitan la esperanza… Y así lo que yo hago, lo que le entrego a Dios y a los demás se torna importante, por más pequeño que sea –dos moneditas-… Para el que ama y es amado todo lo da desde el corazón y por eso es importante, y por eso hace presente el Reino de Dios en medio nuestro.

Queridos hermanos y hermanas, queridos amigos, pidámosle a Jesús en la Eucaristía, y a María Santísima en su Santuario, que nos enseñen a amar, que nos enseñen a vivir, que nos enseñen a creer… Que nos enseñen a dar nuestro corazón, a darnos auténticamente. Amén.