La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

martes, 12 de enero de 2016

La Reconciliación, lugar de la misericordia

La Reconciliación, lugar de la misericordia

Novenario en honor a Ñandejara Guasu – 2016

Queridos hermanos y hermanas:

            La celebración de la novena en honor a Ñandejara Guasu se enmarca este año en el Jubileo Extraordinario de la Misericordia. Como sabemos el Papa Francisco ha convocado un Jubileo Extraordinario, un Año Santo de la Misericordia.

            En la diócesis de Caacupé –a la cual pertenece la Parroquia-Santuario de Ñandejara Guasu- se dio inicio a este Año de la Misericordia el 8 de diciembre de 2015 con la apertura de la Puerta Santa en la Basílica-Santuario de Ntra. Sra. de los milagros de Caacupé. También aquí en Piribebuy se abrió la Puerta Santa de la Misericordia. El atravesar la Puerta Santa –que es Jesús mismo (cf. Jn 10,9)-, simboliza el entrar a través de Jesús, a través de su vida y de su palabra al encuentro con el amor de Dios.

La Reconciliación, puerta de la misericordia

            En este sentido podemos decir que el sacramento de la Reconciliación es una puerta siempre abierta a la misericordia de Dios.

            En este Año Santo “de nuevo ponemos convencidos en el centro el sacramento de la Reconciliación, porque nos permite experimentar en carne propia la grandeza de la misericordia.”[1]

           
        Para atravesar la puerta de la misericordia que es el sacramento de la Reconciliación debemos convertirnos en “peregrinos de la misericordia”; es decir, debemos tomar conciencia de que la llamada a la misericordia y a la conversión (cf. Mc 1,15) es una llamada que Jesús nos dirige a cada uno de nosotros.

            Así el peregrino de la misericordia reconoce que debe encaminarse hacia una meta: la conversión de vida. Reconoce que debe salir de sí mismo: de su cotidianeidad, de su comodidad, y sobre todo, de las dinámicas egoístas que lo encierran en el pecado.

            Este reconocer que uno debe salir del egoísmo para encaminarse hacia la conversión se da cuando con sinceridad y humildad miramos nuestra propia vida realizando así un examen de conciencia.

            En el fondo, se trata de hacer la experiencia que tan bellamente se nos describe en la llamada parábola del hijo pródigo (Lc 15, 11-32): «Y entrando en sí mismo dijo: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre!”. Me levantaré, iré a mi padre y le diré: “Padre pequé contra el cielo y ante ti» (Lc 15, 17-18).

            El entrar en uno mismo; el mirar con sinceridad la propia vida, sin escusas, nos ayuda a tomar conciencia de nuestra situación existencial. Lejos de Dios, lejos del Padre bueno y misericordioso morimos de hambre. Nada sacia nuestro corazón hecho para el amor. El pecado siempre nos deja vacíos, hambrientos de amor y de sentido, nunca nos sacia.

            Junto con tomar conciencia de nuestra situación, el examen de conciencia nos lleva al arrepentimiento. Y el verdadero arrepentimiento hace que nos levantemos de nuestra situación de pecado y volvamos a anhelar el vivir como hijos de Dios: «me levantaré e iré a mi padre» (Lc 15,18a).

            Por eso el arrepentimiento es un proceso de saneamiento para el alma, “es una regeneración del alma; (…) significa un volver a encontrarse después de haber estado perdido espiritualmente.”[2] Así, al arrepentimiento pertenece no solamente el dolor sincero por el pecado cometido –contrición- sino también el anhelo de volver a abrazar el bien que negué con mi pecado, el anhelo de volver a vivir como hijo de Dios.[3]

            Y ese ese anhelo el que me convierte en “peregrino de la misericordia” y me encamina hacia el Padre en el sacramento de la Reconciliación.

La Reconciliación, lugar de la misericordia

            Si vivimos así el examen de conciencia y el arrepentimiento, el sacramento de la Reconciliación se transforma en lugar de la misericordia de Dios.

            Sí, el sacramento de la Reconciliación es lugar donde experimentamos la misericordia de Dios porque es un lugar de encuentro con Jesús, un estar con Él, ponerse en su presencia y entregarle a Él toda nuestra vida.

            Esto presupone la fe en la acción y presencia de Jesucristo Resucitado en su Iglesia. Es Cristo quien actúa en los sacramentos, y en este sacramento en particular, el sacerdote es un “signo” de Jesús misericordioso; “es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador” (CEC 1465). Y como instrumento de la misericordia divina perdona los pecados en nombre de Cristo (cf. CEC 1495).

            Por eso la confesión de los pecados que realizamos en el sacramento de la Reconciliación la hacemos a Jesús mismo, a Él le entregamos lo que nos pesa y aflige.

            En ese sentido la Reconciliación es una oportunidad para vivir aquellas hermosas palabras del Evangelio según san Mateo: «Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y Yo les daré descanso» (Mt 11,28).

            Uno descansa cuando es sincero, cuando es auténtico, cuando puede abrir el alma. Y frente a Jesús podemos ser sinceros, podemos ser auténticos, podemos abrir nuestra alma sin temor. Uno descansa cuando se desahoga, cuando descarga en manos de Jesús aquellos que le pesa en el corazón.

            Finalmente la Reconciliación es el lugar de la misericordia de Dios porque en este sacramento con su perdón Jesús nos libera “del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento”[4] y de todo aquello que nos hace menos humanos, menos hijos de Dios y menos misericordiosos con los demás.

            En este sacramento experimentamos que la misericordia “es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad”[5], ya que la fórmula de absolución que el sacerdote pronuncia sobre su hermano penitente “expresa el elemento esencial de este sacramento: el Padre de la misericordia es la fuente de todo perdón. Realiza la reconciliación de los pecados por la Pascua de su Hijo y el don de su Espíritu, a través de la oración y el ministerio de la Iglesia” (CEC 1449).

            Así, cuando cruzamos la puerta de la misericordia que es el sacramento de la Reconciliación “nos dejaremos abrazar por la misericordia de Dios y nos comprometeremos a ser misericordiosos con los demás como el Padre lo es con nosotros”[6], nos comprometeremos a perdonar a los demás como el Padre nos ha perdonado, nos comprometeremos a volver a empezar, a volver a vivir como hijos de Dios haciendo el bien a los demás como satisfacción que repara nuestro egoísmo.

            Como peregrinos de la misericordia, cada vez que celebremos el sacramento de la Reconciliación recordemos que nuestra meta en este camino es el Padre bueno y misericordioso que siempre nos espera (cf. Lc 15,20), que siempre está dispuesto a recibirnos, perdonarnos y sanarnos; el Padre que siempre se alegra con nuestra presencia en su casa y transforma nuestra vida en una alegre fiesta (cf. Lc 15, 22-24).

Mater Misericordiae

            En esta peregrinación de la misericordia dirigimos nuestra mirada hacia María, Mater misericordiae et Refugium peccatorum, y le pedimos que nos tome de la mano y que con ternura nos lleve siempre de nuevo al encuentro de su hijo Jesús, Ñandejara Guasu, “rostro de la misericordia del Padre”.[7] Amén.


[1] PAPA FRANCISCO, Misericordiae Vultus 17.
[2] J. KENTENICH, Desafíos de nuestro tiempo (Editorial Patris S.A., Santiago de Chile 1998), 104s.
[3] Cf. J. KENTENICH, Desafíos…, 106.
[4] PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium 1.
[5] PAPA FRANSICO, Misericordiae Vultus 2.
[6] PAPA FRANSICO, Misericordiae Vultus 14.
[7] PAPA FRANCISCO, Misericordiae Vultus 1.

domingo, 10 de enero de 2016

Bautismo del Señor - 2016: Bautismo: don y misericordia

Bautismo del Señor - 2016

Bautismo: don y misericordia


Queridos hermanos y hermanas:

            Con la fiesta del Bautismo del Señor concluye el tiempo litúrgico de la Navidad. En su sabiduría, la Liturgia de nuestra fe nos propone que desde la Noche Buena hasta el domingo del Bautismo del Señor nos dediquemos a contemplar el misterio de la encarnación del Hijo de Dios.

            Y realmente, en medio de nuestros quehaceres cotidianos, en medio de nuestras ocupaciones y preocupaciones, necesitamos darnos el espacio y el tiempo para contemplar con atención y detenimiento al Hijo de Dios hecho hombre. Solo así tomaremos conciencia de que «la gracia de Dios, que es fuente de salvación para todos los hombres, se ha manifestado» (Tit 2,11).

Un niño tierno

            ¿Y cómo se manifestado esta «gracia de Dios»? Como un pequeño, frágil y tierno niño. La gracia de Dios, la gracia que nos salva, se ha manifestado como niño; como niño recostado en un pesebre: Jesús, nacido en Belén.

           
       Pienso que nos hace muy bien detenernos ante el pesebre y observar al Niño. Nos hace bien dejar que ese Niño nos mire con ternura. Nos hace bien dejar que ese Niño despierte en nuestros corazones ternura y misericordia.

         El Hijo de Dios ha querido manifestarse como un niño tierno y frágil para que no tengamos miedo de acercarnos a Él. Jesús se nos muestra tierno y frágil para que nos acerquemos a Él confiadamente.

            «¡Consuelen, consuelen a mi Pueblo!», dice Dios a través del profeta Isaías (Is 40,1). Y es Jesús, tierno y frágil, quien nos consuela. Ante el Niño de mirada tierna y manos abiertas podemos depositar nuestras preocupaciones, nuestras angustias, nuestras dudas, nuestros cansancios e incluso nuestros pecados. ¡Cuánto nos consuela y sana un gesto de ternura!

            Cada vez que miramos el pesebre, cada vez que miramos al Niño Jesús, debemos recordar que creemos en un Dios tierno y misericordioso.

Bautismo del Señor

            Sí, el tiempo de Navidad es tiempo de ternura y de misericordia. Y con razón este tiempo de Navidad concluye con la fiesta del Bautismo del Señor.

            El Niño tierno y frágil, crece «en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres» (Lc 2,52); y con el bautismo de Juan se manifiesta como el “hijo amado del Padre” (cf. Lc 3,22) y el Cristo, el lleno del Espíritu Santo, el “ungido con el óleo de la alegría para evangelizar a los pobres.”[1]

            En el misterio de su bautismo Jesús –aquel niño tierno de Belén- se nos manifiesta como el Cristo misericordioso de Galilea: el enviado de Dios que consuela a su pueblo (cf. Is 40,1), y anuncia la Buena Noticia del Reino de Dios e invita a la conversión (cf. Mc 1,15), el pastor que toma en sus brazos a los corderos y cuida de las madres que han dado a luz (cf. Is 40,11).

Nuestro propio bautismo

            También nosotros hemos sido bautizados en Cristo. También sobre nosotros ha pronunciado el Padre estas palabras: «Tú eres mi hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección» (Lc 3,22).

           
        Cada uno de nosotros el día de su bautismo ha recibido la ternura y la misericordia del Padre. Cada uno de nosotros ha recibido el don del Espíritu Santo, el “óleo de la alegría”.

            Y si hemos recibido ternura y misericordia es para regalar ternura y misericordia. A lo largo de este Año Santo de la Misericordia estamos llamados a vivir nuestro bautismo como don y misión de misericordia.

            Sí, a lo largo de este Año de la Misericordia nos hará bien tomar conciencia de la gran misericordia que Dios nos ha hecho con el bautismo: ¡nos ha hecho sus hijos amados! ¡Si he recibido el bautismo, significa que soy amado! ¡Somos amados! ¡Somos hijos!

            Pero para vivir el don del bautismo debemos vivir también la misión del bautismo: ser misericordiosos, «misericordiosos como el Padre» (cf. Lc 6,36).

            En este Año Santo se nos propone vivir nuestra misión de misericordia muy concretamente a través de las obras de misericordia: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, acoger al forastero, asistir a los enfermos, visitar a los presos y enterrar a los muertos.[2]

            También vivimos la misericordia cuando: damos consejo al que lo necesita, enseñamos al que no sabe, corregimos con sinceridad al que se equivoca, consolamos al triste, perdonamos las ofensas, soportamos con paciencia a las personas que nos son molestas y cuando en oración rogamos a Dios por los vivos y los difuntos.[3]

            El don de la misericordia que hemos recibido, se hace posesión permanente en nuestros corazones en la medida en que la entregamos a los demás. En el evangelio según san Mateo se nos dice: «Felices los misericordiosos, porque obtendrá misericordia» (Mt 5,7); parafraseando esta bienaventuranza, nosotros podríamos decir: “Felices los que recibieron misericordia porque podrán ser misericordiosos”.

            Y en la medida en que somos misericordiosos encontraremos el sentido de nuestra vida y nos iremos asemejando al pequeño niño de Belén, al hombre misericordioso de Galilea: Jesús nuestro salvador.

            A María, Madre de la ternura y de la misericordia, le pedimos que nos asemeje interiormente a aquel que al encarnarse en su seno se hizo semejante a nosotros en nuestra humanidad. Amén.



[1] Misal Romano, El Bautismo del Señor, Prefacio.
[2] Obras de misericordia corporales.
[3] Obras de misericordia espirituales.

domingo, 3 de enero de 2016

Epifanía del Señor – 2016: Descubrir la estrella

Epifanía del Señor – 2016

Descubrir la estrella
Queridos hermanos y hermanas:

            En el primer domingo de enero celebramos la Solemnidad de la Epifanía del Señor. En nuestro país esta solemnidad litúrgica se ha arraigado profundamente en nuestros corazones y en nuestra cultura como “el día de los reyes magos”; ¡cuántos niños preparan pasto y agua para los camellos de los reyes magos, con la esperanza de recibir un regalo! Incluso hay  comunidades cristianas que veneran a uno de estos reyes magos como santo: San Baltazar.

            Pero ¿qué significa la Epifanía del Señor? Epifanía significa manifestación; y por lo tanto, la Epifanía del Señor es la manifestación del Señor. Al contemplar el pesebre y ver allí la representación de los tres magos de Oriente, tomamos conciencia de que el pequeño Niño nacido en Belén de Judea es no solo «pastor del pueblo de Israel» (cf. Mt 2,6), sino que es también la salvación para todos los pueblos: «luz para iluminar a las naciones paganas y gloria del pueblo de Israel» (cf. Lc 2,32).

            Sí, hoy se manifiesta esa salvación para todos en el Niño que la estrella señala.

«Unos magos de Oriente»

            Hemos escuchado el texto tomado del capítulo segundo del Evangelio según san Mateo (Mt 2, 1-12). Solo aquí se contiene el relato de la visita de los magos de Oriente al niño Jesús.

            Vale la pena que nos preguntemos ¿quiénes eran estos “magos” de Oriente? El evangelio que hemos escuchado no menciona que estos hombres hayan sido reyes, sino que el evangelio se refiere a ellos como «magos venidos de Oriente» (Mt 2,1).

           
           ¿Cómo es que estos “magos” llegaron a ser “reyes magos”? La explicación se encuentra en la primera lectura que hemos escuchado, tomada del libro del profeta Isaías (Is 60, 1-6). Muy pronto los cristianos han aplicado este pasaje profético al acontecimiento de la visita de los magos de Oriente: «Las naciones caminarán a tu luz y los reyes, al esplendor de tu aurora. Te cubrirá una multitud de  camellos, de dromedarios de Madián y de Efá. Todos ellos vendrán desde Sabá, trayendo oro e incienso, y pregonarán las alabanzas del Señor» (Is 60, 3. 6).

            Así, los magos de Oriente han llegado a convertirse en reyes magos, y han entrado también al pesebre los camellos que portan los dones que estos soberanos de tierras lejanas traen al verdadero Rey.[1] En el fondo, los “reyes magos” representan también la universalidad de la salvación en Cristo; por eso en la antigüedad cristiana cada uno de estos reyes magos representaba a cada uno de los continentes conocidos en ese entonces: África, Asia y Europa.[2]

            Pero probablemente estos magos de Oriente eran “sabios”, astrónomos, hombres que se dedicaban a observar los cielos para estudiar el curso de los planetas y de las estrellas. Y en ese sentido estos tres sabios de Oriente representan también a las distintas religiones del mundo y a la ciencia humana; las cuales, en último término, encuentran su verdad definitiva en Cristo Jesús.[3]

            Pero sobre todo los magos de Oriente representan al hombre que está constantemente en búsqueda, al hombre que constantemente está en camino, en búsqueda de algo, pero sobre todo de “Alguien”. El hombre y la mujer que están despiertos, que están atentos y vigilantes. Y por eso es que los magos dicen: «vimos su estrella en Oriente y hemos venido a adorarlo» (Mt 2,2).

«Vimos su estrella en Oriente»

            La estrella que los magos han visto en Oriente y que les ha guiado hasta Belén de Judea es un signo. Pero no basta solamente un signo para ponerse en camino. Hay muchas estrellas en el firmamento. ¿Por qué estos tres hombres se pusieron en camino al ver esta estrella en particular?

            Porque no solamente han visto la estrella, sino que han reflexionado y orado sobre el signo que han visto. Han interpretado este signo y han entendido que debían ponerse en camino.

           
           En el fondo se trata de lo que el P. José Kentenich llama fe práctica en la Divina Providencia. El hombre de fe, el hombre que busca, es un hombre atento a los signos de Dios en el tiempo presente.

            Y en nuestro tiempo presente hay muchos signos, hay muchas estrellas por decirlo de alguna manera; por eso no basta con ver estas estrellas; sino que estos signos, estas estrellas que vemos en nuestra realidad cotidiana tenemos que llevarlas a la reflexión y la oración personal. Y ahí descubrir ¿cuál es el signo que Dios nos quiere reglar?

            Por eso, para ser hombres y mujeres de fe, hombres y mujeres que buscan en la realidad la presencia de Dios, lo primero que tenemos que hacer es observar la realidad. Muchas veces vivimos anestesiados, vivimos distraídos y adormecidos. Las cosas suceden en medio de nosotros y no nos damos cuenta. Las cosas suceden en medio de nuestras familias, en medio de nuestra comunidad, en medio de nuestro país, y a veces,  nosotros nos mostramos distraídos, indolentes e indiferentes.

            Por eso, el primer paso para descubrir el signo de Dios es observar la realidad. Y observar la realidad, observar nuestra vida tal cual es, y no como nos imaginamos que tendría que ser. Sino nuestra vida así como es. El segundo paso, siguiendo el camino que han hecho los magos de Oriente, es meditar esta realidad, meditar en el corazón esos signos que hay en mi vida cotidiana. Llevar esa realidad concreta y cotidiana a mi oración. Preguntarme ¿qué es lo que me está diciendo Dios? ¿Qué es lo que Él me quiere decir a través de estos signos, a través de esta estrella que se aparece en mi horizonte?

            En tercer lugar, el hombre y la mujer de fe se ponen en camino hacia lo que Dios le propone. No basta solamente con descubrir qué es lo que Dios quiere para cada uno de nosotros y para nuestra comunidad, sino que tenemos que ponernos en camino, tomar decisiones concretas y encaminarnos, así como los magos se encaminaron primero a Jerusalén y luego a Belén.

            Finalmente entregar con generosidad y alegría el corazón allí donde Dios lo pide. Así encontramos a Cristo. Cuando el Señor nos marca algo en nuestro camino de vida y nosotros nos animamos a seguir ese camino de vida y entregamos todo nuestro corazón en aquello que hacemos, entonces allí también encontramos a Cristo Jesús. Entonces también allí estamos adorando al Señor. En último término adorar a Dios significa cumplir la voluntad de Dios; adorar significa tratar de vivir en nuestras vidas aquello que creemos Dios nos pide.

Descubrir la estrella

           
             Queridos amigos y amigas, por eso vale la pena que hoy cada uno de nosotros se pregunte ¿dónde está la estrella que hoy nos señala el camino hacia Cristo Jesús?

            Dios siempre pone una estrella delante de nosotros, una estrella que quiere señalarnos el camino. Y para eso tenemos que observar nuestra realidad. Por ejemplo, observar la realidad de nuestro país. En las inundaciones que sufren varios de nuestros compatriotas y hermanos, en esas personas, hay también una estrella que Dios nos pone para encaminarnos hacia Él.

            Orar con la Sagrada Escritura es también una manera de descubrir dónde está esa estrella que Dios pone en nuestro camino para guiarnos. Y finalmente escuchar la voz de Dios en nuestro corazón. Tres caminos para poder descubrir esa estrella que Dios pone en nuestra vida.

            Para todo ello, necesitamos también del silencio y de la soledad que es fecunda. Esa soledad que nos permite tomar conciencia de nuestra vida y así escuchar a ese Dios que nos habla al corazón y quiere mostrarnos una estrella para guiar nuestra vida.

            Por eso esta hermosa solemnidad de la manifestación del Señor debe ser un motivo de alegría para nosotros. Porque así como Él se manifestó a estos magos de Oriente, el Señor sigue manifestándose hoy a nosotros, sigue mostrándonos estrellas en el camino de nuestra vida para guiarnos hacia Él y hacia la felicidad y plenitud de vida.

            Por eso nosotros queremos ser hombres y mujeres que buscan, como los magos de Oriente. No queremos ser distraídos ni indiferentes o conformistas. Aquel que vive constantemente distraído no va a poder encontrar la estrella del Señor que marca su vida. Aquel que es indiferente a las necesidades de los demás no va a encontrar la estrella que nos lleva al encuentro con Cristo Jesús. Y aquel que se ha resignado y ya no lucha por mejorar, ya no lucha por la santidad, tampoco va a ser capaz de ver la estrella de Cristo Jesús.

            A María, nuestra madre, que es la estrella que guía nuestro caminar, le pedimos que nos lleve hacia «el sol que nace de los alto» (Lc 1,78), Jesucristo nuestro Señor. Amén.


[1] Cf. J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, La infancia de Jesús (Planeta, Buenos Aires 2012), 102.
[2] Ibídem
[3] Cf. J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, La infancia de Jesús…, 101.