La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

domingo, 19 de agosto de 2018

«El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo»


Domingo 20° durante el año – Ciclo B

Jn 6, 51 – 59

«El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo»

Queridos hermanos y hermanas:

            La Liturgia de la Palabra de este domingo sigue presentándonos el capítulo 6 del Evangelio según san Juan; capítulo conocido como el “discurso del pan”. Sin embargo, en la perícopa que hoy leemos y meditamos (Jn 6, 51 – 59), los estudiosos de la Sagrada Escritura nos dicen que se da un movimiento en el texto.

Se pasa del “discurso del pan”, que se refiere a la persona misma de Jesús, al “discurso eucarístico”. Así se produce un cambio de acentuación en relación con los versículos anteriores de este capítulo. “Aquí ya no se habla del pan que es el propio Jesús, sino del pan que «él dará», y ese pan «es mi carne para la vida del mundo».[1]

De a poco se nos vuelve a manifestar que «el pan vivo bajado del cielo» en la Eucaristía es verdaderamente la «carne» de Jesucristo entregada «para la vida del mundo».

Por eso en esta celebración litúrgica queremos verdaderamente «gustar y ver qué bueno es el Señor» (cf. Salmo 33 [34], 9); gustar y saborear su Palabra; gustar y saborear su Cuerpo y Sangre eucarísticos; gustar y saborear su presencia en medio de nosotros y en nosotros.   

«El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo»

            Al inicio del texto evangélico, Jesús vuelve a presentarse como «el pan vivo bajado del cielo». Es decir, se trata del pan que viene de Dios mismo. Jesús vuelve a presentarse a sí mismo como el auténtico enviado de Dios. Por esta razón afirma que «el que coma de este pan vivirá eternamente». Él es “el alimento que contiene la vida misma de Dios y es capaz de comunicarla a quien come de él, el verdadero alimento que da la vida, que nutre realmente en profundidad.”[2]  

Seguidamente el Señor precisa que este pan que Él ofrece es su «carne para la vida del mundo». Es importante notar aquí que a esta altura del discurso en la sinagoga de Cafarnaúm, ya no se trata de aceptar con fe que Jesús es «el pan bajado del cielo» (Jn 6, 41), pan que es ofrecido por el Padre que «da el verdadero pan del cielo» (Jn 6, 32). Se trata de dar un paso más en el seguimiento de Jesús.

Además de esa fe, unida a esa fe y como expresión de esa fe, se trata ahora de aceptar que el «pan vivo bajado del cielo» que Jesús ofrece es su misma carne. Y que si queremos vivir en plenitud, debemos alimentarnos con fe de su carne.

La insistencia en la expresión “carne”, en lugar de la expresión “cuerpo”, en el Evangelio según san Juan, se explica por la concepción realista de la Encarnación del Hijo de Dios y por lo tanto de la Eucaristía.

Si es verdad que la Palabra Eterna (cf. Jn 1,1) se encarnó en el hombre Jesús y «habitó entre nosotros» (Jn 1,14), viviendo una vida humana; si es verdad que verdaderamente el Hijo de Dios padeció, murió y resucitó para nuestra salvación. Entonces también es verdad y real la Eucaristía del Señor.

Comprendiendo así nuestra fe, la celebración eucarística no se trata de un símbolo desprovisto de realidad; no se trata solamente de un recuerdo o de una representación teatral; se trata de la realidad de la Eucaristía y de la realidad de la Encarnación.

Y porque la Eucaristía es real tiene la fuerza, tiene la virtud de comunicar Vida Eterna ya ahora y de ser semilla de la resurrección: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6, 54). Precisamente porque la Eucaristía es real, porque es verdadera, el alimentarnos de esta «verdadera comida» y de esta «verdadera bebida» (cf. Jn 6, 55) otorga la potencialidad de la resurrección al creyente. En el fondo, en cada Eucaristía el Señor realiza el proceso misterioso de asimilar nuestro cuerpo mortal a su cuerpo glorioso, a su cuerpo resucitado. «¡Gusten y vean qué bueno es el Señor!».

«¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?»

Para gustar y ver qué bueno es el Señor con nosotros en la Eucaristía, necesitamos la fe. La fe en Dios y en su Hijo, Jesucristo; esa fe por la cual “el hombre se confía libre y totalmente a Dios”[3]; esa fe por la cual creemos como niños y así nos abrimos al don que Dios nos quiere hacer en Cristo.

Y precisamente necesitamos renovar nuestra fe y nuestro asombro ante la Eucaristía, ante la celebración misma y ante el don eucarístico. Sin esa fe sincera ante el don de Dios en Cristo, puede ocurrirnos lo mismo que a los oyentes de Jesús: «Los judíos discutían entre sí diciendo: “¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne”» (Jn 6, 52).

Por un lado, el comentario y la resistencia de algunos de los judíos expresa un mal entendido. ¿Invita Jesús a la antropofagia, es decir, a comer simplemente carne humana? Ciertamente no. Jesús entrega como alimento salvador su carne y su sangre en la cruz. Y este alimento salvador se hace accesible a los creyentes en el cuerpo y sangre eucarísticos. El alimento eucarístico no es carne humana sin más, es ya “la carne de nuestro redentor Jesucristo, carne que padeció por nuestros pecados y que el Padre resucitó en su bondad.”[4]

Por ello, la resistencia de los oyentes en la sinagoga de Cafarnaúm también puede expresar la resistencia a creer en el Misterio Pascual de Jesucristo y en el misterio de la Encarnación. Por la Encarnación el Hijo de Dios toma la carne humana y la asume plena y verdaderamente. Por el Misterio Pascual esa carne humana es resucitada y glorificada, haciéndose así accesible en la Eucaristía.

Por eso, vale la pena que nos preguntemos con sinceridad: ¿Somos conscientes del gran don que Dios nos ha hecho en la Encarnación de su Hijo? ¿Creemos verdaderamente en la eficacia y fuerza salvadora de la Muerte y Resurrección de Jesucristo? ¿Creemos que esa fuerza salvadora puede tocarnos hoy a través de los sacramentos? ¿Creemos verdaderamente en la presencia real de Jesucristo en los dones eucarísticos? ¿Nos abrimos con fe al don de la Eucaristía? ¿Nos preparamos para recibirla y dejar que obre en nosotros? ¿La anhelamos con todo el corazón? «¡Gusten y vean qué bueno es el Señor!».

«El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él»

Mater Eucharistiae - Madre de la Eucaristía.
Abrirnos con fe al don que nos hace Cristo en la Eucaristía, el don de su «carne para la vida del mundo», nos concede el inicio de la Vida eterna en nosotros y la esperanza de la resurrección. Y todo esto cimentado en la íntima comunión con Cristo Jesús: «El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él» (Jn 6, 56).

Precisamente la comunión con Cristo Jesús, la amistad con Cristo Jesús, amistad que se realiza en la Eucaristía y por la Eucaristía[5], es el fundamento para el inicio de la Vida eterna en nosotros y es el fundamento de nuestra esperanza en la resurrección. Por un lado, porque al alimentarnos del Señor vivimos por Él (cf. Jn 6, 57) que vive por el Padre; y por otro lado, porque aquel que ha sido acogido en la amistad de Jesús ya no nunca más estará solo, ni siquiera en el paso a través de la muerte hacia la nueva Vida. Su amistad nos sostiene y no permite que caigamos en el vacío y la nada.   

Así la comunión que Jesús nos ofrece en su Cuerpo y Sangre es en primer lugar un gran y hermoso don: «¡Gusten y vean qué bueno es el Señor!» Y en segundo lugar es una tarea cotidiana: la tarea cotidiana de creer en Jesús y en su amor y abrirnos con fe a su don para recibirlo y vivirlo en el día a día hasta que lleguemos al banquete de la Vida eterna.

A María, Mater Eucharistiae - Madre de la Eucaristía, de quien el Hijo de Dios tomó carne para entregarla «para la Vida del mundo», le pedimos que nos eduque para que con un corazón creyente y esperanzado nos alimentemos de Jesucristo, Pan de Vida eterna, y así experimentemos ya en la tierra la alegría del cielo y la bondad del Señor. Amén.



[1] J. BLANK, El Evangelio según san Juan. Tomo 1a (Editorial Herder, Barcelona 1991), 406.
[2] BENEDICTO XVI, Ángelus, domingo 16 de agosto de 2009 [en línea]. [fecha de consulta: 18 de agosto de 2018]. Disponible en: <http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/angelus/2009/documents/hf_ben-xvi_ang_20090816.html>
[3] CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática Dei Verbum sobre la divina revelación, 5.
[4] Ignacio de Antioquía, citado por J. BLANK, El Evangelio según san Juan. Tomo 1a (Editorial Herder, Barcelona 1991), 410.  
[5] Cf. J. BLANK, El Evangelio según san Juan…, 412.

domingo, 5 de agosto de 2018

«Trabajen por el alimento que permanece hasta la Vida eterna»


Domingo 18° durante el año – Ciclo B

Jn 6, 24 – 35

«Trabajen por el alimento que permanece hasta la Vida eterna»

Queridos hermanos y hermanas:

            La Liturgia de la Palabra nos presenta lo que ocurrió luego de que Jesús alimentara a «unos cinco mil hombres» a partir de los «cinco panes de cebada y dos pescados» que un niño ofreció al Señor (cf. Jn 6, 1 – 15).

            Por eso, el relato evangélico de hoy (Jn 6, 24 – 35) inicia diciendo: «Cuando la multitud se dio cuenta de que Jesús y sus discípulos no estaban en el lugar donde el Señor había multiplicado los panes, subieron a las barcas y fueron a Cafarnaúm en busca de Jesús» (Jn  6, 24).

            Si bien la multitud busca al Señor, “Jesús llama la atención sobre el hecho de que no han entendido la multiplicación de los panes como un «signo» -como era en realidad-, sino que todo su interés se centraba en lo referente al comer y saciarse (cf. Jn 6, 26). Entendían la salvación desde un punto de vista puramente material, el del bienestar general, y con ello rebajaban al hombre y, en realidad, excluían a Dios.”[1] ¿Cómo comprendemos nosotros la salvación? ¿Desde qué perspectiva comprendemos nuestra relación con Jesús y qué esperamos de ella? ¿Comprendemos a Jesús cuando nos dice «Yo soy el pan de Vida»?

«Trabajen por el alimento que permanece hasta la Vida eterna»

            Luego de que Jesús llama la atención de sus oyentes sobre las motivaciones que tienen para buscarlo con tanto esfuerzo, les señala en qué deben poner todas sus energías y fuerzas: «Trabajen no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna, el que les dará el Hijo del hombre.”» (Jn 6, 27). Vale la pena que meditemos con cuidado en este versículo.

            Por un lado Jesús nos exhorta a “trabajar” por el alimento que permanece hasta la Vida eterna, y por otro lado, nos dice que ese alimento nos será dado como don por Él mismo. ¿Cómo es posible esto? ¿Cómo es posible trabajar por algo que se nos da como don, como regalo?

            Por propia experiencia sabemos que alimentarnos física y espiritualmente implica trabajo. Los padres y madres trabajan para proporcionar alimento a sus hijos; los campesinos trabajan con esfuerzo la tierra para sacar de ella lo necesario para la subsistencia; los trabajadores hacen lo propio en sus labores esperando obtener una remuneración justa y digna con la cual alimentarse y alimentar a los suyos. Hay un esfuerzo concreto por el alimento. Así mismo, el alimentarnos espiritualmente con el estudio implica un serio y constante trabajo de lectura, investigación y reflexión.

            Jesús conoce y comprende este trabajo. Es por ello que nos invita a que así como ponemos en acción nuestras capacidades para obtener el alimento perecedero, pero necesario para nuestra vida temporal, pongamos el mismo empeño en obtener el alimento que proporciona Vida eterna, Vida en abundancia (cf. Jn 10, 10).   

«La obra de Dios es que ustedes crean en Aquel que él ha enviado»

            ¿Cómo trabajar por este alimento «que permanece hasta la Vida eterna» y que nos será dado por Él mismo? ¿En qué consiste este “trabajo”? Es lo mismo que le preguntaron sus oyentes a Jesús: «¿Qué debemos hacer para realizar las obras de Dios?» (Jn 6, 28). Y el Señor responde: «La obra de Dios es que ustedes crean en Aquel que él ha enviado» (Jn 6, 29).

            La respuesta de Jesús es importante, ya que nos señala en qué consiste el “trabajo” que debemos realizar para recibir el alimento que permanece hasta la Vida eterna y que Él nos donará. Nuestro trabajo consiste en creer en Él, en mantener viva y despierta la fe en Él.

            Por lo tanto, si bien la fe es un don de Dios, también es una tarea que debemos realizar día a día. Así para el cristiano “la fe es ante todo adhesión personal del hombre a Dios”[2] y a su Hijo, Jesucristo.[3] Y este adherirse personalmente a Jesús es la tarea que debemos realizar día a día.

            Adherirnos a Él, entregarnos a Él con nuestro intelecto, nuestra voluntad y nuestros sentimientos. En una palabra con todo nuestro ser, con todo nuestro corazón. Y esta tarea la realizamos por medio de la lectura del Evangelio, la oración personal y en común, la celebración de los sacramentos, la formación en la doctrina de la Iglesia y el servicio a los hermanos. ¿Vivimos nuestra vida de fe como una hermosa y gozosa tarea cotidiana? ¿O más bien experimentamos nuestra vida de fe como conjunto de costumbres y obligaciones? ¿Ponemos nuestras capacidades y nuestro tiempo al servicio del crecimiento de nuestra fe? ¿Somos conscientes de que cultivar nuestra fe es cultivar nuestra amistad con Jesús y así alimentarnos de su vida y de su amor?

            A veces queremos saciarnos rápidamente con los frutos de la fe pero no la cultivamos ni cuidamos. Queremos que el Señor responda a nuestros pedidos, nos conceda su gracia, que escuche nuestra oración; pero no perseveramos en la “obra de Dios”, en el creer en Aquel que Él envió. Queremos recibir las gracias y dones de Jesús pero no nos esforzamos lo suficiente por entrar en una relación personal con Él, por buscarlo y encontrarlo, o al menos, por dejarnos encontrar por Él.[4]      

«Yo soy el pan de Vida»

           
Milagro de los panes y los peces.
Giovanni Lanfranco. Óleo sobre tela, 1620 - 1623.
Galería Nacional de Irlanda. Wikimedia Commons.
Solamente conociendo a Jesús, encontrándonos con Él y entrando en una relación personal con Él, recibiremos el alimento que Él nos promete y comprenderemos lo que nos dice en el evangelio de hoy: «Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed» (Jn 6, 35).

            Lo que sacia nuestra hambre y sed de sentido para nuestra vida es la amistad con Jesús. Desde esa relación todo en nuestra vida adquiere sentido y un nuevo significado. Con Él las alegrías son signo del amor providente de Dios y las tristezas y dolores son camino de maduración, liberación y santificación.

            Jesús es el pan de Vida que nos alimenta con su Evangelio y con su Cuerpo Eucarístico. Alimentados de esta forma crecemos, nos desarrollamos y maduramos como cristianos y como personas humanas. Saciados por la amistad con Jesús los bienes temporales adquieren su verdadero lugar y valor en nuestra vida: nos damos cuenta de que son medios que sostienen nuestra vida presente en el camino hacia la Vida eterna.

            También nosotros queremos hacer nuestra la súplica: «Señor, danos siempre de ese pan», y llenos de fe escuchar en nuestro corazón la hermosa respuesta de Jesús: «Yo soy el pan de Vida».

            Por eso, con María, Mater fidei – Madre de la fe, le decimos a Jesús:
            “Eres pan de los hijos de Dios,
            vino del que nacen almas virginales,
            alimento que reverencian los mártires,
            [y] manantial para alegres heraldos de la Redención.”[5] Amén.



[1] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración (Editorial Planeta Chilena S.A., Santiago – Chile, 32007), 315.
[2] CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, 150.
[3] Cf. CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, 151.
[4] Cf. PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium, 3: “Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. (…) Al que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos.”
[5] P. JOSÉ KENTENICH, Hacia el Padre, estrofa 134.