La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

domingo, 22 de abril de 2018

«Yo soy el buen Pastor»

Domingo 4° de Pascua – Ciclo B

Jn 10, 11 – 18  

«Yo soy el buen Pastor»

Queridos hermanos y hermanas:

            En este Domingo 4° de Pascua contemplamos a Jesucristo como “Buen Pastor resucitado que nos da la Vida en abundancia y nos congrega en un solo rebaño”[1]. En efecto, en el evangelio que se proclama hoy (Jn 10, 11 – 18) escuchamos parte del discurso en el cual Jesús se presenta a sí mismo como buen Pastor y nos indica cuáles son las características que lo identifican como tal.

            Los estudiosos de la Sagrada Escritura nos dicen que el objetivo principal de este discurso es el “de exponer la imagen cristiana del Mesías, que sólo se puede entender rectamente desde la muerte en cruz de Jesús.”[2]

            Precisamente, en el Misterio Pascual de Cristo se revela plenamente el sentido de la afirmación: «El buen Pastor da su vida por las ovejas» (Jn 10, 11). Abramos el corazón a esta palabra de Jesús, acojámosla, meditémosla y dejémonos interpelar por ella.

«Yo soy el buen Pastor»

            Las palabras con las cuales Jesús inicia este discurso son categóricas: «Yo soy el buen Pastor». Impresionan por su sencillez y contundencia. En estas palabras se nos revela la auto-conciencia de Jesús, “con la imagen del buen pastor Jesús se está caracterizando a sí mismo.”[3]

            Así Jesús demuestra claramente ante los judíos, ante sus discípulos y ante nosotros, que tiene conciencia de su identidad y misión. Él es el «buen Pastor». Con esa conciencia –y con esa misión- se presenta hoy ante nosotros.

            Al presentarse de este modo, Jesús se distingue a sí mismo de otros supuestos pastores. De hecho, en versículos anteriores del Capítulo 10, el mismo Señor dice: «Todos aquellos que han venido antes de mí son ladrones y asaltantes, pero las ovejas no los han escuchado» (Jn 10, 8).

            La Sagrada Escritura conoce y utiliza la imagen del pastor como “metáfora firmemente establecida en el lenguaje figurado del antiguo Oriente para designar a los gobernantes, así como el «apacentar» equivale frecuentemente a «gobernar».”[4] Por esta razón, todos aquellos que tienen un rol de autoridad y de gobierno –sea político o religioso-, en la historia del pueblo de Israel frecuentemente son comparados con el pastor de un rebaño.

            Así el ideal del pastor indica la manera en que reyes, sacerdotes y profetas deben llevar adelante su misión de guiar al pueblo de Dios. En efecto, el mismo Dios es el Pastor de Israel, así lo indica el Salmo 80:

            «Escucha, Pastor de Israel,
tú que guías a José como a un rebaño;
tú que tienes el trono sobre los querubines,
resplandece entre Efraím, Benjamín y Manasés;
reafirma tu poder y ven a salvarnos.» (Salmo 80, 2 – 4).   

«El asalariado no se preocupa por las ovejas»

            Sin embargo, a pesar de que la imagen del pastor era conocida para las autoridades del pueblo de Israel, no supieron vivir su misión de acuerdo con este ideal.

En efecto, por boca del profeta Ezequiel el Señor Dios reprende a los pastores de Israel (cf. Ez 34, 2) que se apacientan a sí mismos y no al rebaño: «Ustedes se alimentan con la leche, se visten con la lana, sacrifican a las ovejas más gordas, y no apacientan el rebaño. No han fortalecido a la oveja débil, no han curado a la enferma, no han vendado a la herida, no han hecho volver a la descarriada, ni han buscado a la que estaba perdida. Al contrario, las han dominado con rigor y crueldad.» (Ez 34, 3 – 4).

Por esta razón el mismo Jesús distinguirá entre el buen Pastor y el asalariado: «El asalariado, que no es el pastor y al que no pertenecen las ovejas, cuando ve venir al lobo las abandona y huye, y el lobo las arrebata y las dispersa. Como es asalariado, no se preocupa por las ovejas.» (Jn 10, 12 – 13).

Al final, el pastor que no vive ni cumple plenamente su vocación y misión se comporta como asalariado, es decir, no realiza su tarea pastoral por interés en las ovejas que están a su cuidado, sino mirando a los beneficios que pueda obtener. No le interesa servir a los demás, sino servirse de los demás. No le interesa el crecimiento de los que están bajo su cuidado, en último término, porque no se identifica con ellos: «el asalariado no es el pastor, ni le pertenecen las ovejas» (cf. Jn 10, 11).

El ideal del buen Pastor que se nos presente hoy con toda claridad en Jesucristo, muerto y resucitado para nuestra salvación, es un ideal que sigue vigente para todos nosotros, tanto en el ámbito de la comunidad familiar y eclesial, como en el ámbito de la vida política y social. Todos podemos y debemos sentirnos interpelados por este ideal cristiano en el ejercicio de la autoridad.

Nuestra conciencia personal y cívica debe despertar y dejarse cuestionar por las palabras del Evangelio de Jesús. En la tarea pastoral que cada uno de nosotros lleva adelante, sea en la familia, el apostolado, el trabajo, el estudio o la sociedad, ¿me comporto como pastor de vocación, o más bien, como asalariado que busca sólo su comodidad y propio interés? ¿Qué tipo de liderazgo y de ejercicio de la autoridad quiero promover y apoyar? ¿Busco y apoyo una autoridad que sea capaz de «dar su vida por las ovejas», o más bien apoyo a uno que en realidad «no se preocupa por las ovejas»?      

«Ellas oirán  mi voz, y así habrá un solo rebaño y un solo Pastor»

            Para poder discernir la manera en que debemos ejercer nuestro rol como autoridad debemos en primer lugar dejarnos pastorear por el mismo Jesús. Dejar que en nuestro interior resuene su palabra: «Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas».

           
Mater Admirabilis, ora pro nobis.
Litografía a color.
Kunst Adelt. Maastricht, Holanda.
Debemos dejar que esa palabra resuene en  nuestro corazón y animarnos a descubrir los distintos momentos y circunstancias en las que Jesús fue y es buen Pastor para nosotros.

Animémonos a descubrir que Él es buen Pastor a través de tantas personas que nos rodean. Jesús es buen Pastor en “los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa”[5]; en  las “personas sencillas y cercanas que nos iniciaron en la vida de fe”[6]; en tantos agentes pastorales que “dan la vida por amor”.[7]

Dejándonos pastorear por el mismo Jesús e inspirándonos en su manera de ser Pastor, también nosotros podremos con Él ser buenos pastores –allí donde nos toque- y entregaremos nuestra vida en el amor cotidiano de forma libre y generosa (cf. Jn 10, 18). Así también podremos discernir la manera en que queremos que se ejerza la autoridad en nuestra sociedad, y, ayudaremos a que se cumpla en nosotros la palabra del Señor: «Mis ovejas oirán mi voz, y así habrá un solo rebaño y un solo Pastor» (cf. Jn 10, 16).

         A María Santísima, Madre del Buen Pastor – Mater Boni Pastoris, le pedimos que nos enseñe a dejarnos conducir dócil y fielmente por Jesucristo, “para que pronto haya un solo rebaño y un solo Pastor, que conduzca a los pueblos hacia la Santísima Trinidad. Amén.”[8]



[1] Cf. MISAL ROMANO, Ritos Iniciales, Acto Penitencial, Tiempo de Pascua.
[2] J. BLANK, El Evangelio según San Juan. Tomo Primero B (Editorial Herder, Barcelona 1991), 229.
[3] P. J. KENTENICH en P. WOLF (Ed.), Llamado, consagrado y enviado. Textos escogidos del P. José Kentenich sobre el sacerdocio (Editorial Nueva Patris S.A., Santiago – Chile 32011), 81.
[4] J. BLANK, El Evangelio según San Juan…, 242.
[5] PAPA FRANCISCO, Exhortación Apostólica Gaudete et Exsultate sobre el llamado a la santidad en el mundo actual, 7.
[6] PAPA FRANCISCO, Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium sobre el anuncio del Evangelio en el mundo actual, 13.
[7] PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium, 76.
[8] P. JOSÉ KENTENICH, Hacia el Padre 528.

viernes, 13 de abril de 2018

«Ustedes son testigos de todo esto»


Domingo 3° de Pascua – Ciclo B

Lc 24, 35 – 48

«Ustedes son testigos de todo esto»

Queridos hermanos y hermanas:

            Al celebrar hoy el Domingo 3° de Pascua, nos encontramos con el relato de una de las apariciones del Resucitado a sus discípulos (Lc 24, 35 – 48). De acuerdo con este relato, «los discípulos, que retornaron de Emaús a Jerusalén, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan. Todavía estaban hablando de esto, cuando Jesús se apareció en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con ustedes”.» (Lc 24, 35 – 36).

            El capítulo 24 del Evangelio según San Lucas está dedicado a los intensos hechos que se vivieron «el primer día de la semana» (Lc 24, 1), desde el «amanecer» del mismo hasta el atardecer, cuando los discípulos dijeron al Peregrino de Emaús: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba» (Lc 24, 29).

            Por lo tanto, la Liturgia de la Palabra nos presenta hoy como una síntesis de lo ocurrido el día de la Resurrección según san Lucas, y con ello, nos indica también el proceso que llevó a los discípulos a convertirse en testigos del Resucitado y su acción salvífica (cf. Lc 24, 48). Reflexionemos en torno a este itinerario para que también nosotros lleguemos a ser testigos de Jesús resucitado.

«Los discípulos retornaron de Emaús a Jerusalén»

            Lo primero que refiere la perícopa evangélica de hoy es que «los discípulos, que retornaron de Emaús a Jerusalén, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan» (Lc 24, 35). Esta referencia me parece muy importante, ¿por qué?

            Porque nos señala en primer lugar la dinámica eclesial del cristianismo, es decir, la dinámica comunitaria de nuestra fe en Cristo Jesús. Los discípulos que retornan de Emaús a Jerusalén, son los mismos que reconocieron a Jesús resucitado al partir el pan (cf. Lc 24, 30 – 31) y los que se decían unos a otros: «¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24, 32).

            Por lo tanto, una vez que han tenido la experiencia del encuentro con el Resucitado, inmediatamente retornan a la comunidad de los discípulos y comparten esta experiencia y dan testimonio de la misma a los demás. A los primeros a quienes estamos invitados a dar testimonio de la presencia y acción del Resucitado en nuestras vidas es a nuestros hermanos en la fe.

            Y precisamente en ese momento en que los discípulos de Emaús dan testimonio de su encuentro con el Resucitado, el Señor se manifiesta a ellos: «Todavía estaban hablando de esto, cuando Jesús se apareció en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con ustedes”» (Lc 24, 36).

            Cuando nos reunimos como comunidad de fe en nuestras celebraciones eucarísticas, en nuestros talleres formativos como Rama y como grupos de vida, allí está presente Cristo Resucitado; allí se cumple su palabra que es la vez promesa: «Donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos» (Mt 18, 20). Y especialmente se hace presente cuando nos evangelizamos los unos a los otros compartiendo su presencia y acción en nuestras vidas.

«Miren mis manos y mis pies, soy yo mismo»

            Volvamos al relato de Lucas. Ante la manifestación del Resucitado, los discípulos se encuentran «atónitos y llenos de temor», a tal punto que «creían ver un espíritu» (Lc 24, 37). Incluso el Señor les pregunta: «“¿Por qué están turbados y se les presentan esas dudas?”» (Lc 24, 38).

            Esta reacción de los discípulos vuelve a señalarnos una vez más lo extraordinario de la Resurrección de Jesús. Los discípulos, a pesar de que Jesús continuamente les había anunciado que debía padecer y resucitar al tercer día, no esperaban que la resurrección del Señor se cumpliera de la forma en que se realizó. Tal vez varios de ellos, al igual que Marta –la hermana de Lázaro-, esperaban «la resurrección del último día» (Jn 11, 24). Sin embargo no esperaban que ese «último día» se hiciese ya presente en Cristo Resucitado.

           
Cristo Resucitado y Santo Tomás.
Domus Laetitiae.
Asís, Italia. 2014.
¿Cómo reacciona Jesús ante el desconcierto y la duda de sus discípulos? «Miren mis manos y mis pies, soy yo mismo. Tóquenme y vean. Un espíritu no tiene carne ni huesos como ven que yo tengo» (Lc 24, 39).

            Estas palabras del Resucitado apuntan fundamentalmente a dos realidades. En primer lugar, al invitar a sus discípulos a ver sus manos y sus pies, el Señor les muestra los rastros de su Pasión (cf. Jn 20, 20. 25 – 27), se comprueba así que el Crucificado es el que verdaderamente ha resucitado (cf. Mc 16, 6). La resurrección no ha eliminado las heridas de la Pasión sino que las ha “transfigurado”, y, por lo tanto, esas heridas transfiguradas dan testimonio de que el mismo que los llamó y compartió con ellos, el mismo que pasó su vida haciendo el bien y luego «los amó hasta el fin» (Jn 13, 1) entregándose en la cruz, es el que hoy se presenta como Resucitado.

            En segundo lugar, las palabras del Resucitado nos señalan que el acontecimiento de la resurrección de Jesús no es una realidad meramente íntima y espiritual; y, por lo tanto, el encuentro con el Resucitado no es producto de la imaginación de los discípulos o una proyección de sus deseos y anhelos; tampoco se trata de un encuentro aparentemente místico y desencarnado.  

Las palabras «miren mis manos y mis pies, soy yo mismo. Tóquenme y vean» (Lc 24, 39) apuntan hacia el realismo de la resurrección. De hecho, el Resucitado “es plenamente corpóreo. Y, sin embargo, no está sujeto a las leyes de la corporeidad, a las leyes del espacio y del tiempo. En esta sorprendente dialéctica entre identidad y alteridad, entre verdadera corporeidad y libertad de las ataduras del cuerpo, se manifiesta la esencia peculiar, misteriosa, de la nueva existencia del Resucitado. En efecto, ambas cosas con verdad: Él es el mismo –un hombre de carne y hueso- y es también el Nuevo, el que ha entrado en un género de existencia distinto.”[1]      

«Ustedes son testigos de todo esto»

            Una vez que los discípulos lo reconocieron, Jesús les dijo: «“Cuando todavía estaba entre ustedes, yo les decía: Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito de mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos”.» (Lc 24, 44). Y en ese momento, «les abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras, y añadió: “Así está escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto”.» (Lc 24, 45 – 48).

            Vemos así cómo el Resucitado guía a sus discípulos para que se conviertan en testigos de su resurrección. Se manifiesta a ellos en la comunidad reunida para testimoniar su presencia y acción; los ayuda a reconocerlo e incluso a tocarlo en la fe y en la vida; finalmente, les explica las Escrituras mostrándoles el sentido del Misterio Pascual y los envía como testigos de su resurrección y su acción salvífica siempre presente en nuestra historia.

            También nosotros queremos ser testigos del Resucitado y su actuar en medio de nosotros. Busquemos su presencia eficaz en su Iglesia; toquemos sus manos y sus pies en los Sacramentos; abramos nuestras mentes y corazones a la acción de su Palabra en nuestras vidas, y demos testimonio de su amor hasta el fin (cf. Jn 13, 1) con nuestras obras. Cuanto más anunciemos al Resucitado, más lo veremos presente en nuestra vida cotidiana; como dice el salmista: «Tengo siempre presente al Señor: él está a mi lado, nunca vacilaré. Me harás conocer el camino de la vida, saciándome de gozo en tu presencia, de felicidad eterna a tu derecha.» (Salmo 16, 8. 11).

            A María, Madre del Resucitado, quien llena de júbilo lo vio “transfigurado y hermoso, con el resplandor que tendremos al resucitar en el cielo”[2], le pedimos que nos eduque para hacer de nosotros auténticos testigos del Resucitado, de modo que «en su Nombre prediquemos a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados» (cf. Lc 24, 47). Amén.



[1] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección (Editorial Encuentro S.A., Madrid 2011), 309s.
[2] P. JOSÉ KENTENICH, Hacia el Padre 351.

sábado, 7 de abril de 2018

«Al atardecer del primer día de la semana»


Domingo 2° de Pascua – Ciclo B

Jn 20, 19 – 31

«Al atardecer del primer día de la semana»

Queridos hermanos y hermanas:

            Celebramos el Domingo 2° de Pascua o de la Divina Misericordia. Como sabemos, san Juan Pablo II ha querido dedicar este domingo a la Misericordia divina ya que, el Hijo de Dios “en su resurrección ha experimentado de manera radical en sí mismo la misericordia, es decir, el amor del Padre que es más fuerte que la muerte.”[1]

            Precisamente, en el evangelio de hoy (Jn 20, 19 – 31) vemos que el mismo Jesús Resucitado, junto con el don de la paz, concede a los apóstoles –y a través de ellos a la Iglesia- el ministerio de la misericordia al soplar sobre ellos y decirles: «Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan.» (Jn 20, 22 – 23).   

«Al atardecer del primer día de la semana»

            De acuerdo con el texto evangélico, «al atardecer del primer día de la semana, los discípulos se encontraban con las puertas cerradas por temor a los judíos. Entonces llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: “¡La paz esté con ustedes!”.» (Jn 20, 19).

            Así como en la Vigilia Pascual escuchábamos que en la «madrugada del primer día de la semana» (Mc 16, 2) tres mujeres se encaminaban hacia el sepulcro, donde recibirían el anuncio de la resurrección; así también, escuchamos hoy que «al atardecer del primer día de la semana» (Jn 20, 19) Jesús Resucitado se manifiesta a los suyos.

            Claramente, desde los inicios de la comunidad cristiana el “primer día de la semana” tiene un valor especial, ¿a qué se debe esto? Lo sabemos, lo hemos escuchado en los textos evangélicos proclamados durante la octava de Pascua. “El primer encuentro con el Resucitado se produjo la mañana del primer día de la semana –el tercer día después de la muerte de Jesús-, por tanto, la mañana del domingo. Por eso, la mañana del primer día se convirtió espontáneamente en el momento de la liturgia cristiana, en el domingo, el «día del Señor».”[2]

               ¿Qué significado tiene este hecho para nosotros hoy? En primer lugar debemos tomar conciencia de la magnitud del cambio operado en la práctica religiosa de la primera comunidad de discípulos, comunidad formada por hombres y mujeres de fe judía.

            El domingo como “«día del Señor», es el día de la asamblea, de la comunidad cristiana que se reúne para su culto propio, es decir la Eucaristía, culto nuevo y distinto desde el principio del judío del sábado. De hecho, la celebración del día del Señor es una prueba muy fuerte de la Resurrección de Cristo, porque sólo un acontecimiento extraordinario y trascendente podía inducir a los primeros cristianos a iniciar un culto diferente al sábado judío.”[3]

«Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes»

            En segundo lugar, tomamos conciencia de que “la Eucaristía se celebra como un encuentro con el Resucitado”[4] y que en la Eucaristía dominical se nos ofrece “la presencia viva del Resucitado en medio de los suyos.”[5] Así lo experimentaron los discípulos que «se llenaron de alegría cuando vieron al Señor» (Jn 20, 20).

           
Cristo resucitado soplando el Espíritu.
Catedral de San Sebastián.
Bratislava, Eslovaquia. 2011.
De acuerdo con el evangelio, en el encuentro con el Resucitado los discípulos recibieron –y también nosotros recibimos en cada Eucaristía dominical- los siguientes dones: la alegría pascual (v. 20), la paz que proviene del Resucitado (v. 19. 21. 26), el envío misionero (v. 21) y el don del Espíritu Santo (v. 22 – 23) que opera la reconciliación con Dios y entre los hombres.

            Por lo tanto, si bien es cierto que “el domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la Misa”[6]; nosotros queremos asistir y celebrar la Eucaristía dominical no porque un precepto eclesiástico nos obligue a ello, sino, porque “la Eucaristía del domingo fundamenta y confirma toda la práctica cristiana.”[7]

            Sí, el encuentro con Jesús Resucitado en la Eucaristía dominical fundamenta nuestra vida de fe. Nos llena de alegría al volver a encontrarnos con Aquel que nos «amó hasta el fin» (Jn 13, 1) y nos vivifica con el don del Espíritu Santo que nos capacita para compartir esta alegría por medio del envío que nos hace el  mismo Señor: «Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes» (Jn 20, 21).

            ¡Qué hermoso vivir nuestras eucaristías como encuentros con el Resucitado! Qué hermoso imaginar -mientras nos preparamos para asistir a Misa- que somos como las mujeres que «a la madrugada del primer día de la semana, cuando salía el sol, fueron al sepulcro» (Mc 16, 2); o como Pedro y Juan, que también en «el primer día de la semana» (Jn 20, 1), corrieron al sepulcro para comprobar que estaba vacío y que las vendas que cubrían el cuerpo de Jesús estaban en el suelo (cf. Jn 20, 1 – 9). Todos ellos se dirigieron presurosos y llenos de fervor al encuentro del Resucitado.      

«¡Hemos visto al Señor!»  

Finalmente, al participar con fe en la Eucaristía dominical recibimos la misión de testimoniar a los demás la presencia de Cristo Resucitado. Al igual que los discípulos de ese entonces, también nosotros podemos y debemos proclamar: «¡Hemos visto al Señor!» (Jn 20, 25).

            En efecto, en la comunidad de fe reunida para la celebración; en la proclamación litúrgica del Evangelio, y en el Cuerpo y Sangre de Cristo, “vivimos lo que experimentaron los discípulos, es decir, el hecho de ver a Jesús y al mismo tiempo no reconocerlo; de tocar su cuerpo, un cuerpo verdadero, pero libre de ataduras terrenales.”[8]

            Por eso, la celebración del «primer día de la semana» como día del Señor, como domingo, nos otorga nuestra identidad cristiana más profunda: somos discípulos del Resucitado, y encontrándonos con Él recibimos siempre de nuevo los dones de salvación que nos obtuvo a través del Misterio Pascual de su muerte y resurrección.


            A María, a quien en el tiempo pascual saludamos como Regina Coeli – Reina del Cielo, le pedimos que nos enseñe a vivir como cristianos, según «el día del Señor», de modo que recibiendo cada domingo los dones del Resucitado, renovemos nuestra vocación bautismal y compartamos con los demás la alegría y la paz que brotan de la Pascua del Señor. Amén.




[1] JUAN PABLO II, Carta encíclica Dives in Misericordia sobre la misericordia divina, 8.
[2] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección (Editorial Encuentro S.A., Madrid 2011), 169.
[3] BENEDICTO XVI, Regina Caeli, Domingo de la Divina Misericordia, 15 de abril de 2012 [en línea]. [fecha de consulta: 7 de abril de 2018]. Disponible en: <http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/angelus/2012/documents/hf_ben-xvi_reg_20120415.html>
[4] Cf. J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret…, 170.
[5] JUAN PABLO II, Carta apostólica Dies Domini sobre la santificación del domingo, 31.
[6] CÓDIGO DE DERECHO CANÓNICO, 1247; Dies Domini, 47.
[7] CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, 2181.
[8] BENEDICTO XVI, Regina Caeli, Domingo de la Divina Misericordia, 15 de abril de 2012.