La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

domingo, 8 de agosto de 2021

«El que cree tiene Vida eterna»

 

Domingo 19° durante el año – Ciclo B - 2021

Jn 6, 41 – 51

«El que cree tiene Vida eterna»

 

Queridos hermanos y hermanas:

            Continuamos leyendo el Capítulo VI del Evangelio según san Juan, conocido como “el discurso del Pan de Vida”. La Liturgia de nuestra fe nos propone meditar durante varios domingos a partir de este texto evangélico, y ello se debe a que necesitamos profundizar en sus palabras para comprender plenamente a Jesús cuando dice: «Yo soy el pan de Vida» (Jn 6, 48).

«Yo soy el pan bajado del cielo»

            Al inicio de la perícopa evangélica leemos que «los judíos murmuraban de Jesús» (Jn 6, 41), es decir, hablaban entre sí con desconfianza y a escondidas. ¿Por qué lo hacen? Porque están sorprendidos por lo que acaba de declarar Jesús: «Yo soy el pan bajado del cielo» (Jn 6, 41).

La desconfiada sorpresa de los judíos expresa en realidad su incredulidad ante la pretensión de Jesús de remontar su proveniencia a Dios mismo. ¿Cómo puede Jesús decir que Él ha bajado del «cielo»? Nos encontramos aquí ante “la pregunta por el origen de Jesús, como interrogante acerca de su origen más íntimo, y por tanto sobre su verdadera naturaleza.”[1]

             La desconfianza de los judíos se debe a que ellos han comprendido muy bien el alcance de las palabras de Jesús. Que el Señor declare que Él es «el pan bajado del Cielo», significa que el origen último de Jesús, su proveniencia interior está enraizada en el Padre. El verdadero e íntimo origen de Jesús no está en José –su padre en la tierra-, sino en el Padre, en Dios.

            Jesús es el enviado de Dios y el enviado por Dios; es decir, él pertenece completamente al Padre y por lo tanto testimonia esta pertenencia con su obediencia filial a Él.

            Sin embargo los judíos no creen en esto e insisten: «¿Acaso este no es Jesús, el hijo de José? Nosotros conocemos a su padre y a su madre. ¿Cómo puede decir ahora: “Yo he bajado del cielo”?» (Jn 6, 42).  Como los judíos pretenden conocer el origen de Jesús, murmuran, y con ello se hacen sordos a las palabras de Jesús ya que se escuchan solamente a sí mismos, a sus propias ideas, a sus propios preconceptos y prejuicios.

            Mirándolos a ellos, vale la pena que nos preguntemos a nosotros mismos: ¿murmuramos o creemos? ¿Murmuramos o escuchamos con apertura y fe las palabras de Jesús?

«El que cree tiene Vida eterna. Yo soy el pan de Vida»

            A pesar de la incredulidad de los judíos, Jesús da un paso más en su auto-revelación en este discurso del pan de Vida. Él mismo declara: «Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió; y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6, 44).

            La primera prueba de que Jesús es el enviado del Padre consiste en que hay un anhelo, una inquietud interior en cada uno de nosotros. Un anhelo que nos impulsa hacia Él; una inquietud que nos mueve a buscarlo. Anhelo e inquietud que el mismo Padre ha puesto en nuestros corazones. Anhelo que se saciará, e inquietud que se serenará, cuando nos hayamos encontrado verdaderamente con Jesús.

            Como bellamente lo expresa san Agustín: “Nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti.”[2]

            Prestemos atención a ese anhelo de nuestro corazón, estemos atentos a esa inquietud interior y no tratemos de huir de ella. Es el mismo Padre del Cielo que nos atrae hacia Jesús.

            La segunda prueba de que Jesús es el enviado del Padre es su promesa de resucitarnos: «Yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6, 44). Sólo quien tiene una íntima comunión con el Padre puede prometer la resurrección, la vida plena, la Vida eterna. Por esta razón Jesús puede decir: «El que cree, tiene Vida eterna. Yo soy el pan de Vida» (Jn 6, 47 – 48).

            Creer auténtica y verdaderamente en Jesús es ya el inicio de la Vida eterna en nosotros. En este sentido es interesante que el texto se exprese en tiempo presente, «el que cree, tiene Vida eterna», la tiene ahora, no en un futuro indeterminado. El que cree que Jesús proviene de Dios; el que cree en Jesús, tiene ya en sí la Vida eterna, la Vida plena.

            Y el creyente posee este don porque la fe es relación y comunión con Cristo Jesús es “ser con Cristo”[3]. Y esa relación, esa “feliz amistad”[4], es la que ya ahora nos da Vida eterna. Esa relación es Vida plena y verdadera.

            De hecho, en otro pasaje evangélico, Jesús nos explica en qué consiste la Vida eterna: «Esta es la Vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu Enviado, Jesucristo» (Jn 17, 3).

            Y a partir de este versículo evangélico, dice Benedicto XVI: “La vida en su verdadero sentido no la tiene uno solamente para sí, ni tampoco sólo por sí mismo: es una relación. Y la vida eterna es relación con quien es fuente de la vida. Si estamos en relación con Aquel que no muere, que es la Vida misma y el Amor mismo, entonces estamos en la vida. Entonces “vivimos”.”[5]            

«El pan que yo daré es mi carne»

           


¿Cómo accedemos a esta Vida? ¿Dónde la encontramos? En la humanidad del Hijo de Dios, en la humanidad del Enviado del Padre, en la carne de Jesús de Nazaret. Esa carne crucificada y resucitada. Esa carne humillada y glorificada, presente para nosotros en la Eucaristía y en el Evangelio.

            ¿Creemos verdaderamente en la presencia del Señor en su Palabra y en su Eucaristía o murmuramos distraídamente en cada Misa?

            Es como si el Señor nos dijese hoy: “Yo soy el pan de Vida en la Eucaristía”. ¿Creemos verdaderamente esto? ¿Cómo tratamos la Eucaristía? ¿Cómo celebramos y vivimos la Eucaristía? ¿Cómo me preparo para la Eucaristía?

            “Yo soy el pan de Vida en la Palabra”. ¿Creemos esto? ¿Cómo trato la Palabra de Dios? ¿La leo con fe y reverencia? ¿La escucho y medito? ¿Me nutro de ella? ¿La comparto?

              Como discípulos de Jesús queremos aprender a creer verdaderamente en Jesús; queremos aprender a abrir nuestros corazones a su palabra y a su vida. Queremos aprender a alimentarnos y nutrirnos del «pan bajado del cielo» que se nos ofrece en cada Eucaristía, de modo que ya desde ahora vivamos la Vida eterna, vivamos en relación con Jesús.

            Por ello, a Santa María, Madre de Dios y Madre de los discípulos, le pedimos que nos enseñe a creer, que nos enseñe a entrar en una auténtica relación con su Hijo, pan de Vida, y que a lo largo de nuestra vida Ella camine con nosotros hasta la prometida resurrección del último día (cf. Jn 6, 44). Amén.



[1] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, La Infancia de Jesús (Editorial Planeta, Buenos Aires 2012), 10.

[2] SAN AGUSTÍN, Las Confesiones, Libro Primero, Capítulo Primero, 1.

[3] BENEDICTO XVI, Spe Salvi, 13.

[4] PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium, 8.

[5] BENEDICTO XVI, Spe Salvi, 27.