La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

jueves, 31 de diciembre de 2015

Maternidad de María: un nuevo comienzo

Santa María, Madre de Dios – Solemnidad

1° de enero de 2016


Queridos hermanos y hermanas:

            Al iniciar este nuevo año, la Liturgia de nuestra fe nos propone celebrar la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios. Al hacerlo pone ante nuestros ojos la maternidad divina de María; es decir, nos recuerda que confesamos a Jesucristo como “verdadero Dios y verdadero hombre”[1], y por lo tanto, reconocemos a la Santísima Virgen María, su madre, como “Madre de Dios”[2].

            Con esta celebración culmina la Octava de la Navidad del Señor, los ocho días que litúrgicamente se celebran como un solo día: “el día santo en que la Virgen María dio a luz al Salvador del Mundo.”[3]

            El contexto litúrgico de esta solemnidad nos muestra la relación que hay entre el dogma de la Encarnación del Hijo de Dios y el dogma de la maternidad divina de María (Concilio de Éfeso, año 431): el Verbo de Dios, el Hijo unigénito del Padre, realmente se hizo carne (cf. Jn 1, 14), se hizo hombre, y de tal forma que María es realmente Madre de Dios, “no porque el Verbo de Dios haya tomado de ella su naturaleza divina, sino porque es de ella, de quien tiene el cuerpo sagrado dotado de un alma racional, unido a la persona del Verbo, [es de ella] de quien se dice que el Verbo nació según la carne.”[4]

            Sí, la maternidad de María con respecto al Hijo de Dios es verdadera; y si su maternidad es verdadera, la humanidad del Hijo de Dios es verdadera. El Hijo no aparenta ser humano; en Jesús el Hijo de Dios es verdaderamente humano. Él comparte nuestra naturaleza humana, nuestra realidad; Él comparte nuestras alegrías y tristezas, nuestros cansancios y límites; Él se hizo «en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado» (Hb 4,15); Él comparte nuestras esperanzas y así nos salva. Él nació «de una mujer y sujeto a la Ley, para redimir a los que estaban sometidos a la Ley y hacernos hijos adoptivos» (Ga 4, 4-5).

Un nuevo comienzo

            La maternidad divina de María es la razón por la cual Ella tiene un lugar privilegiado en la Historia de Salvación.

Su presencia en el Nuevo Testamento da testimonio de que desde los inicios se la reconoció como madre de Jesús: Isabel la saluda preguntándose «¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme?» (Lc 1,43); cuando los pastores fueron a ver lo que el ángel le había anunciado, «encontraron a María, a José y al recién nacido acostado en el pesebre» (Lc 2,16); también los magos de Oriente que siguieron la estrella, «al entrar en la casa, encontraron al niño con María, su madre» (Mt 2,11).

            A lo largo del ministerio de Jesús se ve esta relación especial e íntima entre madre e hijo (cf. Jn 2, 1-12), relación que llega a su culmen al pie de la cruz de Jesús, junto a la cual «estaba su madre» (Jn 19,25).

           
           De esta relación materno-filial, del reconocimiento de la maternidad divina de María, brotan todos los demás dogmas marianos: la virginidad perpetua, la inmaculada concepción y la asunción en cuerpo y alma a los cielos. Se trata de la íntima relación entre Cristo y María.

            Pero también se trata de la íntima relación entre María y la Iglesia. Y con esta solemnidad se pone de manifiesto esta relación. La maternidad divina de María es el “comienzo nuevo y absoluto en carne y espíritu”[5]. El comienzo nuevo de la humanidad, porque con Jesucristo, nacido de María, comienza nuevamente la humanidad, comienza la salvación.

            Sí, para toda la humanidad y para toda la Iglesia, la maternidad divina de María es señal de un nuevo inicio “en carne y en espíritu”, es decir, en la totalidad de lo humano. La salvación que se realiza por la Encarnación del Hijo de Dios en María es un comienzo nuevo que abarca todas las dimensiones de la vida humana. Y al recordar esta maternidad, al recordad el nacimiento de Jesús en Belén, recordamos que siempre podemos empezar de nuevo. “Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría”.[6]

            ¡Qué bien nos hace, al iniciar un nuevo año, tomar conciencia de que con Jesús y con María se da un nuevo inicio! Que con ellos siempre cada uno de nosotros puede empezar de nuevo. Siempre podemos dejarnos salvar por el Señor.

«El Señor te conceda la paz»

            Y en este nuevo año, en este nuevo inicio que nos ofrece la Salvación en Cristo siempre disponible para nosotros por su misericordia, la Sagrada Escritura nos ofrece la bendición del Señor sobre su pueblo:

            «Que el Señor te bendiga y te proteja. Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti y te muestre su gracia. Que el Señor te descubra su rostro y te conceda la paz» (Nm 6, 24-26).

            Invoquemos al Señor para que Él nos bendiga. A eso nos invita la Sagrada Escritura: «invoquen mi nombre sobre los israelitas, y Yo los bendeciré» (Nm 6,27). Sí, cuando los sacerdotes invocamos el nombre de Dios sobre su pueblo, Él bendice a su pueblo; cuando los padres invocan el nombre de Dios sobre sus hijos, Él bendice el fruto de sus entrañas; cuando invocamos con fe el nombre de Dios sobre las personas que amamos, Él bendice a los que se confían a nuestra oración.

            Al iniciar este nuevo año, con sus desafíos y esperanzas, invoquemos sobre este nuevo tiempo el nombre de Dios para que Él bendiga el caminar que hoy iniciamos como personas, como familias, como país y como Iglesia.

            Pero invocar el nombre del Señor para que Él nos conceda su paz es también trabajar por la paz. Por eso hoy también invocamos el nombre del Señor sobre nuestros hermanos damnificados por las inundaciones y nos comprometemos también a solidarizarnos con ellos. La paz de Dios es un don de lo alto, pero también una tarea cotidiana para el hombre en la tierra.[7]

            En ese sentido, la paz que desea concedernos Dios en este nuevo inicio es la paz que se consigue venciendo la indiferencia, el egoísmo y la comodidad que no se compromete con los demás.

            A María, Madre de Dios y Madre de la paz, se dirige nuestra súplica al iniciar un nuevo año, un nuevo tiempo, un nuevo comienzo:

            “Bajo tu amparo nos acogemos,

            Santa Madre de Dios;

            no deseches las súplicas

            que te dirigimos en nuestras necesidades;

            antes bien, líbranos de todo peligro,

            ¡Oh Virgen gloriosa y bendita!”. Amén.    




[1] Catecismo de la Iglesia Católica, n° 464.
[2] Catecismo de la Iglesia Católica, n° 466.
[3] Misal Romano, Plegaria Eucarística II: «Acuérdate, Señor» propio de la Natividad del Señor y su octava.
[4] Concilio Ecuménico de Éfeso (DS 251), citado del Catecismo de la Iglesia Católica, n°466.
[5] K. RAHNER, «Virginitas in partu. En torno al problema de la Tradición y de la evolución del dogma», en K. RAHNER, Escritos de Teología, Tomo IV (Taurus Ediciones, Madrid 1962), 201-202.
[6] PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium 1.
[7] Cf. PAPA FRANCISCO, «Vence la indiferencia y conquista la paz», Mensaje para la celebración de la XLIX Jornada Mundial de la Paz, 1 de enero de 2016, n°1 [en línea]. [fecha de consulta: 31 de diciembre de 2015]. Disponible: <http://w2.vatican.va/content/francesco/es/messages/peace/documents/papa-francesco_20151208_messaggio-xlix-giornata-mondiale-pace-2016.html>

domingo, 27 de diciembre de 2015

Sagrada Familia - 2015

Sagrada Familia

Vínculos naturales, filialidad y santidad cotidiana

Queridos hermanos y hermanas:

            Todavía están frescas en nuestras mentes y en nuestros corazones las vivencias de la Noche Buena y de la Navidad. Y precisamente en este tiempo de Navidad, la Liturgia nos propone celebrar hoy la fiesta de la Sagrada Familia de Jesús, María y José.

            La Navidad nos permite tomar conciencia de la gran misericordia de Dios hacia nosotros. Ante nuestros ojos se manifiesta el misterio de la Palabra  hecha carne. Como lo expresa el prólogo del Evangelio según san Juan: «En el principio existía la Palabra, la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios… Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros» (Jn 1, 1. 14a).

            Dios ha querido que su Hijo, su Palabra, se encarnara; es decir, se hiciese hombre para compartir nuestra condición humana. Y este encarnarse se dio en el seno de una Virgen Madre. Pero quiso Dios, no sólo que su Hijo se encarnara, sino que naciese en medio de una familia y compartiera su vida cotidiana.

            Hay aquí un mensaje de Dios para nosotros. Contemplar a la Sagrada Familia de Nazaret es más que una bella devoción; se trata de descubrir las implicancias existenciales que este misterio cristiano tiene para nosotros, para nuestra vida cristiana.

            Para iniciar nuestra meditación quisiera citar una breve oración que escribió el P. José Kentenich:

            “Tu Santuario es nuestro Nazaret, donde el Sol de Cristo irradia su calor.
            Con su luz clara y transparente da forma a la historia de la Sagrada Familia;
y, en la venturosa unión familiar, suscita una santidad cotidiana, fuerte y silenciosa” 
(Hacia el Padre, 191 -192).

Jesús, el sol de misericordia, va dando forma a la vida y a la historia de la Sagrada Familia. Por eso, contemplando a la Sagrada Familia de Jesús, María y José creo que podemos tomar para nuestra propia espiritualidad al menos tres elementos: la relación entre los vínculos naturales y sobrenaturales; la santidad de la vida diaria, y la infancia espiritual.

Los vínculos naturales y los vínculos sobrenaturales
        
    Contemplando a la Sagrada Familia podemos comprender –o al menos empezar a descubrir- lo unidos que están los planos natural y sobrenatural.

            La mayoría de los teólogos coincide en que aquella invocación tan íntima con que Jesús se dirige a Dios: Abbá[1]; tiene su raíz en la experiencia del contacto diario con José y María… El mismo Jesucristo hizo un desarrollo de su auto-comprensión como Mesías y de todo lo que ello implicaba. Jesucristo hizo también un camino humano en su desarrollo como persona y en el de su conciencia de misión. Necesitó comprenderse a la luz de su pertenencia al pueblo de Israel, a su familia, para comprender su propia identidad, la identidad del Hijo que siempre está en relación íntima con el Padre. Si Jesucristo se siente y se sabe el “Hijo amado” del Padre[2], es porque ha tenido esa experiencia también a nivel humano.

           
    La experiencia del amor incondicional y misericordioso del Padre le ha llegado primeramente a través de los transparentes humanos de Dios: papá y mamá, María y José. La filialidad, no es un concepto que se aprehende teóricamente, es sobre todo una experiencia de vida.

            Al ir desarrollando estos pensamientos nos adentramos en la pregunta de ¿cómo accedemos a la realidad de Dios? ¿Cómo lo hacemos de manera viva y no sólo teórica? Y es allí donde se nos hace clara la relación del orden natural con el orden sobrenatural, la relación –e incluso la interrelación- de los vínculos naturales con los sobrenaturales.

            Se trata en el fondo de aquellas palabras de la primera carta de San Juan: “Si alguno dice: «Yo amo a Dios», y odia a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1 Jn 4,20). Sin embargo no se trata aquí de una dimensión moral del amor a Dios y al prójimo. No. Se trata más bien de una condición previa o concomitante para el amor vivo y personal a Dios.

            Los vínculos humanos –nuestras relaciones personales, sean éstas paterno-filiales, de fraternidad, de pareja o de amistad- son un camino, una expresión y un seguro de los vínculos sobrenaturales, del vínculo a Dios, a Cristo y a María. En la medida en que aprenda a relacionarme, en la medida en que aprenda a amar y a dejarme amar por las personas humanas, en esa medida experimentaré también una relación personal con Dios.

            Los vínculos personales poseen un aspecto de trascendencia. Así como el hombre despliega todas sus fuerzas en el encuentro vivo, cálido y profundo con el tú humano; así mismo, cuando el yo se encuentra con el tú humano lo hace también, en ese mismo momento e instancia, con el Tú divino.

Esta estrecha relación entre el amor al hombre y el amor a Dios está expresada en la fe cristiana; pues, Jesús ha hecho del amor a Dios, contenido en el Libro del Deuteronomio (Dt 6, 4-5), y del amor al prójimo, contenido en el Libro del Levítico (Lv 19, 18), un único precepto (Mc 12, 28-34). Por lo tanto el amor a Dios está íntimamente unido al amor al prójimo, al amor a los hombres, y viceversa, el amor a los hombres está unido al amor a Dios[3].

¿Por qué hago hincapié en la experiencia que nos pueden regalar los vínculos naturales sanos? Porque por medio de estas experiencias conocemos con el corazón –y no sólo con la mente- a Dios como Padre… A través de estas experiencias nos abrimos a un Dios personal, siempre presente, vivo y actuante en la historia, me abro al Dios de la vida, al Dios de mi vida.

Muchas personas perciben a Dios no como un Dios vivo y amante, sino más bien como una idea… Muchas veces cuando nos vinculamos a Dios, nos vinculamos en realidad a una idea de Dios…

Se trata entonces de buscar una relación personal con Dios… Si quiero entrar en una relación personal con Él debo entrar en una relación personal con aquellos que me rodean. Y en ellos animarme a descubrir a Dios… Animarme a descubrir a Dios presente en quienes me rodean, en los acontecimientos de mi vida y en la voz de mi corazón.  

Así detrás del tú humano al que nos vinculamos siempre tendremos presente –algunas veces más conscientemente y otras veces menos- al Tú divino. Aquí el orden de los vínculos naturales personales funciona como expresión, medio y protección de los vínculos sobrenaturales. Sin embargo siempre será necesario que el orden superior –el orden sobrenatural- a su vez proteja el orden inferior: nuestro modelo de amor está en el amor de Cristo.
       
La infancia espiritual – La filialidad
           
           Así este experimentar a Dios como un Dios vivo, personal, presente y amante deriva en nosotros los hombres en la “infancia espiritual”… Si Dios es Padre, entonces cada uno de  nosotros está llamado a saberse y sentirse profundamente hijo.

            Se trata de aquella gracia que ya nos fue dada en la fuente bautismal, la gracia de la filiación adoptiva en Cristo. La gracia de ser hijos en el Hijo. Sin embargo aquello que poseemos por la gracia sacramental (filiación) debe convertirse en profundo sentimiento de vida (filialidad).

            Cuando experimentamos a Dios presente en nuestras vivas, presente en lo más pequeño y en lo más grande, entonces nos experimentamos profundamente amados, entonces sabemos –no sólo con la cabeza, sino con el corazón- que somos hijos. Y si somos hijos nada hay que no podamos afrontar en la vida. La seguridad del hijo no está en sí mismo; sino que, paradojalmente la seguridad del hijo está en el Padre. El hijo puede caminar no porque puede hacerlo solo, sino porque lo hace acompañado del Padre.

            La verdadera filialidad, la verdadera infancia espiritual –la de Cristo, nacido en Belén para todos nosotros- es la raíz de vigorosas personalidades, tanto masculinas como femeninas. La filialidad es raíz de paternidad y maternidad. Cuando yo me sé amado, cobijado y acompañado; entonces puedo amar, cobijar y acompañar.

            La filialidad implica también dar un sí a la cruz, y muy concretamente a nuestras cruces de vida. Jesús mismo nos dice: «El que quiera seguirme, (…), que cargue con su cruz y me siga» (cf. Mt 16, 24). Se trata, queridos amigos, de darle un sí confiado y alegre a nuestro propio camino de vida. Aceptar quiénes somos, aceptar nuestro camino de vida, nuestros dones y nuestras limitaciones, nuestra vida toda y las personas con las cuales hacemos este camino. Se trata especialmente de darle un sí alegre y confiado a la cruz que cada uno de nosotros lleva en su vida y en su corazón. Un  sí que damos confiando como niños. Confiando que esa cruz esconde para cada uno de nosotros un camino de filialidad, y por ello, un camino de santidad y de plenitud de vida. Cargar con nuestras propias cruces y caminar con ellas por la vida siguiendo a Cristo con María es un camino de filialidad, un camino de aprender a ser hijos, un camino de plenitud.

La infancia espiritual se trata de experimentarse hijo de Dios, profundamente amado por el Padre, y, como consecuencia de ese amor, de ese ser y sentir, surgirá un nuevo actuar; un actuar fundado en un ser de amor.

La santidad de la vida diaria

            Y este actuar fundado en el amor se transforma por ello mismo en “santidad de la vida diaria”, en la fe de que en lo más pequeño puedo y debo colaborar en Cristo con el Padre. Se trata de que por amor me anime a hacer lo ordinario, lo cotidiano (vinculación a las personas, al trabajo, a las cosas, al sufrimiento), de forma extraordinaria, con una profunda conciencia de misión, con una profunda conciencia de estar participando de la vida y de la misión de Cristo. Una vez más se trata de unir lo natural y lo sobrenatural, como hijos estar constantemente unidos al Padre.

            Queridos hermanos y hermanas, aprendamos a contemplar a la Sagrada Familia; aprendamos a recibir de este misterio de la vida de Cristo las gracias necesarias para descubrir en nuestras relaciones personales, un camino de encuentro con Dios; aprendamos a recibir de este misterio cristiano la gracia de la filialidad, el sabernos y sentirnos hijos amados del Padre; aprendamos a recibir de este misterio cristiano la fortaleza para vivir la santidad en lo pequeño de nuestra vida cotidiana.

            Que el Sol de Cristo irradie su calor sobre nuestras familias, y que con su luz misericordiosa de forma al camino y a la historia de nuestras familias. Que así sea. Amén.


[1] Cf. Mc 14,36: “¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú.”
[2] Mc 1,11: “Y se oyó una voz que venía de los cielos: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco.»”
[3] Cfr. Benedicto XVI, Deus caritas est, 1.

lunes, 14 de diciembre de 2015

Peregrinos de la Misericordia

Peregrinos de la Misericordia

Domingo III de Adviento – Ciclo C

Apertura de la Puerta Santa en Tupãrenda – Jubileo de la Misericordia

Queridos hermanos y hermanas:

            Con la apertura de la “Puerta Santa” en la iglesia Santa María de la Trinidad y la celebración de esta Eucaristía, damos inicio al Año Santo de la Misericordia aquí en el Santuario de Tupãrenda.

            Nos unimos así a nuestro obispo diocesano, Monseñor Joaquín Robledo, quien hoy abre la “Puerta Santa” en la iglesia catedral de San Lorenzo. Nos unimos también a nuestro Santo Padre, el Papa Francisco, quien el 8 de diciembre abrió solemnemente la “Puerta Santa” de la Basílica de San Pedro en Roma. Nos unimos a toda la Iglesia que en este tiempo de gracia quiere peregrinar hacia el Señor que viene a nuestro encuentro.

Peregrinos de la Misericordia

            Precisamente uno de los gestos que hoy realizamos ha sido el de la peregrinación. Desde la “Casa del Peregrino” hemos peregrinado hacia la iglesia Santa María de la Trinidad. ¿Qué quiere simbolizar este gesto?

            “La peregrinación es un signo peculiar en el Año Santo, porque es imagen del camino que cada persona realiza en su existencia. La vida es una peregrinación y el ser humano es viator, un peregrino que recorre su camino hasta alcanzar la meta anhelada.”[1]

            Sí, cada uno de nosotros es un peregrino en el camino de la vida. Pero no cualquier caminar es una peregrinación.

            El peregrino reconoce que debe encaminarse hacia una meta; reconoce que debe salir de sí mismo: de su cotidianeidad, de su rutina, de su comodidad; y a veces, de su encerrase en su propio “yo”, en su ego. El peregrino se pone en camino con una actitud interior: aligerar la carga para poder caminar con libertad; dejar atrás lo superfluo y sobre todo aligerar el corazón y la mente.

            Finalmente el peregrino se dirige hacia una meta, y eso lo distingue del vagabundo, de aquel que “se convierte en errante, que gira siempre en torno a sí mismo sin llegar a ninguna parte.”[2]

            Nosotros no queremos ser vagabundos errantes, queremos ser “peregrinos de la misericordia”, queremos que nuestra vida sea una “peregrinación con Cristo hacia el Padre”.[3]

            Por eso, al iniciar este Año Santo, esta peregrinación de la misericordia, vale la pena que nos preguntemos: “¿De dónde tengo que salir yo? ¿De qué situaciones, de qué pecados, de qué egoísmos y rencores debo salir?”. Y no solo preguntarnos, sino también animarnos a dar los pasos necesarios para iniciar esta peregrinación.

            A lo largo de este año, el recurrir al sacramento de la confesión nos permitirá aligerar el corazón, descargarnos de pesos y lastres que no nos permiten avanzar en el camino del amor.

            Parte de nuestro peregrinar es el caminar con otros, caminar juntos, ayudándonos mutuamente. Cada vez que hagamos el bien a los demás, cada vez que realicemos una obra de misericordia habremos avanzado un trecho del camino de la misericordia.

            Nuestra meta es el Padre, bueno y misericordioso, que siempre nos espera (cf. Lc 15,20), que siempre está dispuesto a recibirnos, perdonarnos y sanarnos; el Padre que siempre se alegra con nuestra presencia y transforma nuestra vida en una alegre fiesta (cf. Lc 15, 22-24).

Puerta de la Misericordia

            Hoy la meta de nuestra peregrinación ha sido la “Puerta Santa”, la “Puerta de la Misericordia”. En toda iglesia, la puerta es en primer lugar un símbolo cristológico, un símbolo de Jesucristo. En el Evangelio según san Juan, Jesús dice de sí mismo: «Yo soy la puerta; si uno entra por mí, estará a salvo; entrará y saldrá y encontrará alimento» (cf. Jn 10,9).

            Jesús es la puerta que está siempre abierta para que entremos a la casa del Padre. Jesús es la puerta siempre abierta al corazón de Dios. Jesús es la puerta siempre abierta del perdón y del amor.

            Por eso el atravesar la “Puerta Santa” simboliza entrar a través de Jesús, a través de su vida y de su palabra, al encuentro con el amor de Dios. Así, cada vez que a lo largo de este año de la Misericordia atravesemos “la Puerta Santa nos dejaremos abrazar por la misericordia de Dios y nos comprometeremos a ser misericordiosos con los demás como el Padre lo es con nosotros.”[4] “Misericordioso como el Padre” es el lema de este Año Santo.

«Viene uno que puede más que yo»

           Sabemos también que toda peregrinación requiere esfuerzo. “También la misericordia es una meta por alcanzar y que requiere compromiso y sacrificio.”[5]
      
         Puede suceder que en el camino de la misericordia aparezca la tentación del “cansancio del corazón”: a veces nos cansamos de pedir perdón o de perdonar; a veces nos cansamos de volver a empezar; a veces nos cansamos de amar y de volver a confiar y ayudar.
            
           Cuando ese cansancio aparezca en nuestro camino nos hará bien escuchar en el corazón la palabra que hoy nos dirige Juan Bautista: «viene uno que puede más que yo» (cf. Lc 3,16). Viene Jesús, cuya misericordia y amor puede más que nuestros cansancios y pecados.
            
                Cuando cueste perdonar: «viene uno que puede más que yo».
                Cuando cueste volver a empezar: «viene uno que puede más que yo».
              Cuando la lucha contra nuestro propio egoísmo y pecado nos canse: «viene uno que puede más que yo».

            Sí, lo que nosotros solos no podemos, lo puede la misericordia de Jesús. Y esa es la razón de nuestra esperanza y alegría. Esta esperanza sostiene nuestro caminar, nuestro peregrinar.

            Que a lo largo de este Año Santo, María, Madre de Misericordia nos acompañe y sostenga nuestro peregrinar, y que “la dulzura de su mirada”[6] nos ayude a redescubrir la alegría y la hermosura de la misericordia de Dios. Amén.


[1] PAPA FRANCISCO, Misericordiae Vultus 14.
[2] Cf. PAPA FRANCISCO, Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium 170.
[3] PAPA FRANCISCIO, Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium 170.
[4] PAPA FRANCISCO, Misericordiae Vultus 14.
[5] Ídem
[6] PAPA FRANCISCO, Misericordiae Vultus 24.

jueves, 26 de noviembre de 2015

Tengan ánimo y levanten la cabeza

Tengan ánimo y levanten la cabeza

Domingo 1° de Adviento – Ciclo C
Queridos hermanos y hermanas:

            Iniciamos hoy el tiempo de Adviento, y con ello un nuevo año litúrgico. La Liturgia de nuestra fe nos invita a “salir al encuentro de Jesucristo que viene hacia nosotros.”[1]

            Si bien el Adviento es el tiempo litúrgico que nos prepara a la celebración de la Navidad –el recuerdo gozoso de la primera venida del Señor-, también pone ante nuestros ojos y nuestro corazón “la fe en el retorno de Jesús”[2]; la fe en su venida definitiva y plena, “en gloria y majestad”.[3]

Se verá al Hijo del hombre venir sobre una nube

            El evangelio que hemos escuchado hoy (Lc 21, 25-28. 34-36) hace referencia a esa venida definitiva y plena: «Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, los pueblos serán presa de la angustia ante el rugido del mar y la violencia de las olas. Los hombres desfallecerán de miedo ante la expectativa de lo que sobrevendrá al mundo, porque los astros se conmoverán. Entonces se verá al Hijo del hombre venir sobre una nube, lleno de poder y de gloria» (Lc 21, 25-27).

            En el texto evangélico se nos presentan imágenes de acontecimientos cósmicos que señalan la venida definitiva del Hijo del hombre. Imágenes que requieren una correcta interpretación para comprender su sentido. “Antes de que venga el Hijo del hombre, se producirá un trastorno en el universo. Se verán sacudidos sus tres grandes ámbitos, conforme a la idea de la época, que concebía el mundo dividido en tres grandes pisos”[4]: el cielo, la tierra y el mar.

            Cielo, tierra y mar pierden su orden y armonía, por eso «los hombres desfallecerán de miedo ante la expectativa de lo que sobrevendrá al mundo» (Lc 21,26).

            Cuando aquello sobre lo cual nos asentamos –nuestras seguridades e ideas, nuestras propias fuerzas-, cuando nuestra “tierra” se tambalea bajo nuestros pies, y nuestros “astros” se conmueven –nuestro ego que aparentemente ilumina nuestra vida- y las “aguas” del caos y del desorden amenazan nuestra vida; también nosotros nos llenamos de angustia.

            Sin embargo, Jesús nos anuncia algo nuevo en medio de esta “crisis”: «Entonces se verá al Hijo del hombre venir sobre una nube, lleno de poder y de gloria. Cuando comience a suceder esto, tengan ánimo y levanten la cabeza, porque está por llegarles la liberación» (Lc 21, 27-28).

            Sí, cuando se tambalea el pequeño mundo que construimos con nuestro egoísmo en el centro, entonces se hace patente la venida de Jesús que viene a liberarnos de nosotros mismos, que viene a liberarnos “del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento”.[5]

Tengan ánimo y levanten la cabeza

            Por eso en los momentos de crisis personal, familiar y eclesial, los discípulos de Jesús estamos llamados a levantar la cabeza (cf. Lc 21,28), levantar la mirada y el corazón y dirigirlos hacia Jesús que viene a nuestro encuentro.

            Levantar la cabeza significa no dejarnos «aturdir por los excesos, la embriaguez y las preocupaciones de la vida» (Lc 21,34).

            Muchas veces vamos por la vida encorvados como si llevásemos sobre nuestros hombros una pesada carga. Caminamos cabizbajos.[6] La mente se nos nubla y el corazón se nos hace pesado. Nos dejamos aturdir por nuestros problemas y por la tristeza… E incluso a veces, por escapar de eso nos entregamos a los excesos, a esa “búsqueda enfermiza de placeres superficiales” que termina en una “tristeza individualista”.[7]

            Levantar la cabeza significa hacer vida lo que rezamos en la Liturgia Eucarística: “Levantemos el corazón. Lo tenemos levantado hacia el Señor”. Levantar nuestra mirada y nuestro corazón hacia Jesús que en medio de nuestras dificultades viene a nuestro encuentro.

            Entendemos entonces la advertencia que nos hace Jesús: «Estén prevenidos y oren incesantemente, para quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir» (Lc 21,36). Solamente la oración incesante nos permite dejar esa postura de “encorvados”, de encerrados en  nosotros mismos, en nuestros problemas y obsesiones. Sólo la oración incesante –el diálogo sincero y confiado con Jesús- nos permite levantar la mirada y descubrir en las dificultades el sentido que la fe da a los acontecimientos. Sólo la oración incesante nos permite levantar la mirada y ver el rostro de Jesús. Como dice el salmista: «Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro.» Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro» (Salmo 26,8-9).

            Sí, en medio de las dificultades buscamos el rostro de Dios que no es otro que el mismo Jesús; Él “es el rostro de la misericordia del Padre”.[8]

            Jesús con su mirada serena nuestras crisis, con su ternura sana nuestras heridas y con su luz nos muestra el camino en medio de nuestras oscuridades.

            Por eso el creyente –que es siempre orante- no se «angustia ante el rugido del mar y la violencia de las olas» (Lc 21,25) sino que levanta la mirada para encontrar en el rostro de su Señor la paz y la esperanza que orientan su vida.

María, Madre de la Esperanza

           
          Iniciamos hoy el Adviento, tiempo de esperanza, tiempo de levantar la mirada y el corazón hacia Cristo que viene a nuestro encuentro. Y lo hacemos con María, Madre de la Esperanza. A Ella, que supo levantar sus ojos desde la cruz hacia el Resucitado le pedimos:

“Incúlcame más y más el espíritu de oración;

alza continuamente mi corazón

hacia las estrellas del cielo;

haz que en todo momento

mire al Sol de Cristo

y que en Él confíe en cada circunstancia de la vida”.[9] 

Amén.   




[1] MISAL ROMANO, Domingo 1° de Adviento, Oración colecta.
[2] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección (Ediciones Encuentro, Madrid 2011), 333.
[3] Ídem, 337.
[4] A. STÖGER, El Evangelio según San Lucas. Tomo segundo (Editorial Herder, Barcelona 1993), 204.
[5] PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium 1.
[6] Cf. A. STÖGER, El Evangelio según San Lucas…, 207.
[7] PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium 2.
[8] PAPA FRANCISCO, Misericordiae vultus 1.
[9] P. JOSÉ KENTENICH, Hacia el Padre 204.