La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

sábado, 9 de junio de 2018

«¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?»


Domingo 10° durante el año – Ciclo B

Mc 3, 20 – 35

«¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?»

Queridos hermanos y hermanas:

            En el Evangelio de hoy (Mc 3, 20 – 35) vemos que ya desde el inicio de su ministerio público Jesús experimenta la incomprensión e incluso la oposición de sus parientes y de los referentes religiosos de su pueblo. Sus familiares dicen: «Es un exaltado» (Mc 3, 21), y los escribas de Jerusalén: «Está poseído por Belzebul y expulsa a los demonios por el poder del Príncipe de los demonios» (Mc 3, 22).

            ¿De dónde nace esta incomprensión que puede llegar incluso a ser oposición?

«El que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón»

            Si seguimos el diálogo entre Jesús y los escribas veremos que el Señor responde a la acusación de estar poseído por el Príncipe de los demonios con una comparación y luego expone una conclusión a partir de la misma.

            En la comparación dice: «¿Cómo Satanás va a expulsar a Satanás? Un reino donde hay luchas internas no puede subsistir. Y una familia dividida tampoco puede subsistir. Por lo tanto, si Satanás se dividió, levantándose contra sí mismo, ya no puede subsistir, sino que ha llegado a su fin.» (Mc 3, 23 – 26).

            Sin  embargo, en aquel tiempo –al igual que en el nuestro-, abundaban signos de la presencia del espíritu maligno: el pecado, el egoísmo, la indiferencia, el rencor, la búsqueda enfermiza de placer y de poder, y la cerrazón del corazón a Dios y al prójimo. Satanás no se dividió, ni se levantó contra sí mismo llegando a su fin.

            Lo que pone fin al Maligno, a su obra e influencia, es la presencia y acción del Espíritu de Dios en Jesucristo. Porque Jesús es el Ungido de Dios, el Cristo. Tal como lo señala el mismo Jesús en el pasaje de la predicación en la sinagoga de Nazaret. Luego de leer las palabras del profeta Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4, 18 – 19); Jesús dijo a los presentes: «Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír» (Lc 4, 21).

            En Jesús se cumplen plenamente las Escrituras. El Espíritu de Dios está en Él y por eso anuncia la Buena Noticia, libera a los cautivos, da la vista a los ciegos, redime a los oprimidos y proclama la gracia de Dios a todos. Sin embargo, los escribas –estudiosos y conocedores de la Sagrada Escritura- no logran ver este cumplimiento en Jesús, no reconocer la acción del Espíritu a través de Él. De allí la dura conclusión y advertencia de Jesús: «El que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón jamás: es culpable de pecado para siempre» (Mc 3, 29).

Discernir la presencia y acción del Espíritu

               En este contexto blasfemar contra el Espíritu Santo equivale a no reconocer su presencia y acción en la vida cotidiana. Y al no reconocer su presencia y acción en el día a día nos cerramos a su actuar en nosotros y en los demás. Por esa razón el que blasfema contra el Espíritu no tiene perdón, pues él mismo se cierra a la acción divina.

            Podríamos decir que los escribas de aquel tiempo no supieron discernir la presencia y acción del Espíritu de Dios en Jesús y por eso se negaron a reconocer las obras que Dios hacía a través de Él atribuyéndolas al Maligno.

            Lo mismo nos puede pasar a nosotros. También nosotros podemos caer en la tentación de no reconocer la acción de Jesucristo en los demás y pretender apropiarnos de la gracia de Dios y encerrar al Espíritu Santo en nuestras ideas y criterios. Cuando actuamos así pretendemos mover y orientar nosotros al Espíritu de Dios. Pero en realidad el Espíritu Santo es el alma de nuestra alma[1] y no al revés.

            ¿Cómo evitar caer en esta tentación? ¡Qué pregunta! Trataré de esbozar el inicio de una respuesta. En primer lugar debemos tener la convicción de base de que Dios actúa y guía la historia humana y la vida de las personas. A través de Cristo Dios está presente y actúa en nuestro mundo. Por lo tanto se trata de discernir con humildad y con fe la presencia y acción del Espíritu en nuestra vida y la vida de los demás.

            La fe consiste no sólo en creer en Jesús, sino también en “creer que es verdad que nos ama, que vive, que es capaz de intervenir misteriosamente, que no nos abandona, que saca bien del mal con su poder y con su infinita creatividad.”[2]

            ¿Está viva en mí esta dimensión de la fe? ¿Creo que Cristo Resucitado sigue vivo y actuante hoy?

            Y junto con la convicción de la presencia y acción de Cristo, debemos aprender a discernir si nuestras acciones y las de los demás son inspiradas por su Espíritu o por el espíritu mundano. Ante eso podemos preguntarnos en oración: ¿Lo que voy a realizar o he realizado, es acorde a la integridad de mi personalidad? ¿Es acorde a las normas éticas? ¿Concuerda con una imagen sana y auténtica de Dios? Y finalmente, ¿en lo que voy a realizar o he realizado, puedo creer que obra la gracia de Dios?[3]

            Todo esto es fruto de la humildad y la perseverancia en la oración, en el diálogo sincero con Dios. Se trata de un camino. Si queremos seguir a Jesús tenemos que aprender a “percibir y discernir la voz divina en medio de nuestras voces interiores.”[4]

«¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?»

           
Pentecostés. Detalle.
Capilla en la sede del Obispado.
Tenerife, España. 2010.
Y precisamente, aprendiendo a discernir la presencia y acción del Espíritu Santo en la vida cotidiana, nos iremos convirtiendo en auténticos discípulos de Jesús y así sabremos reconocer su acción salvadora en nosotros y en los demás.

            Discernir la presencia y acción del Espíritu Santo nos fortalece y «por eso, no nos desanimamos: aunque nuestro hombre exterior se vaya destruyendo, nuestro hombre interior se va renovando día a día» (2 Cor 4, 16).

            Finalmente, discernir la presencia y acción del Espíritu Santo nos lleva a dejarnos guiar por Él, seguir sus mociones –internas y externas- y así cumplir en nuestra vida la voluntad de Dios, lo cual nos une íntimamente a Jesús, ya que Él mismo, mirando a sus discípulos –su nueva familia que es la Iglesia-, dijo: «el que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mc 3, 35).

            A María, Madre de Jesús y de los discípulos, le pedimos que nos eduque con paciencia y ternura para que aprendamos a discernir la presencia y acción del Espíritu Santo en nuestra vida para que nuestra existencia se transforme en “un continuado y perpetuo sí a los deseos y al querer del eterno Padre Dios. Amén.”[5]



[1] Cf. P. JOSÉ KENTENICH, Hacia el Padre, 639.
[2] PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium, 278.
[3] Cf. H. KING, El Dios de la vida. Huellas religiosas en los procesos psíquicos (Editorial Patris Argentina, Córdoba – Argentina 2003), 56s.
[4] H. KING, El Dios de la vida…, 56.
[5] P. JOSÉ KENTENICH, Hacia el Padre, 639.