La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

domingo, 25 de diciembre de 2011

Navidad acontece en nuestra cotidianeidad

El Evangelio según San Lucas nos narra que "José, que era de la casa y familia de David, subió desde la ciudad de Nazaret en Galilea a la ciudad de David, que se llama Belén, para inscribirse con su esposa María, que estaba en cinta." (Lc 2, 4-5).

José, María y el Niño en su vientre, se pusieron en camino, desde Nazaret a Belén; y en medio del camino, en medio del trajín de la llegada a Belén, a María "se le cumplieron los días del alumbramiento y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el albergue" (Lc 2, 6-7). En medio del trajín de lo cotidiano aconteció para ellos la Navidad.

De forma similar ha llegado para nosotros el tiempo de Navidad. En medio de este intenso fin del 2011 el nacimiento de Jesús nos encuentra en lo cotidiano, con sus alegrías y sus penas, con sus anhelos y cansancios. En medio de nuestra cotidianeidad Navidad acontece.

Y es que no puede ser de otra manera. El Dios que en el Hijo se encarnó entra en nuestra historia -en nuestra cotidianeidad- y consiente con ello el pasar desapercibido en medio de lo cotidiano, consiente el hacerse presente en nuestros corazones compartiendo su lugar con nuestras preocupaciones y cansancios.

Y sin embargo notamos su presencia, su acontecer en nuestra historia, su ser "Dios-con-nosotros" (Mt 1,23). Si recorremos en nuestro corazón el camino que cada uno realizó a lo largo de este año que concluye, seguro podremos encontrar rastros de la presencia de Dios en  medio de nosotros: personas con las que nos hemos encontrado, grandes alegrías que han tocado el corazón, tristezas que nos han puesto en contacto con nuestra humanidad, desafíos superados, esperanzas que brotan y momentos de oración íntima con Dios... En esa cotidianeidad Dios se hace presente, en esa cotidianeidad acontece nuevamente Navidad, acontece nuevamente Belén.

Con el P. José Kentenich le decimos a María en oración: "Tu Santuario es nuestro Belén, en cuya aurora Dios se regocija. Allí diste a luz virginalmente al Señor, quien te eligió por Madre y Compañera" (Hacia el Padre 186s). De manera similar, hoy ante el Pesebre también nosotros podemos rezar: "Nuestra vida -nuestras alegrías, preocupaciones y necesidades- es nuestro Belén, en cuya aurora Dios se regocija. Allí María, tú das a luz virginalmente al Señor, al Niño, quien te eligió por Madre y Compañera, y quien nos eligió para vivir con Él en Alianza. Amén." 

Cuando hacemos de nuestra cotidianeidad oración, entonces acontece Navidad, entonces el Niño vuelve a nacer en nuestras vidas.

Feliz Navidad!

Con cariño, Oscar Iván

domingo, 27 de noviembre de 2011

Vida en Alianza, cultura de Alianza


Vida en Alianza, cultura de Alianza

El 18 de octubre hemos celebrado un aniversario más de la Alianza de Amor con María, esa primera Alianza que sellaron el P. Kentenich y los primeros con María en la “pequeña capillita” -¡el aniversario número 97!- y hemos, sin duda, celebrado también nuestra propia Alianza de Amor con María, esa Alianza que en un día de gracias sellamos con Ella.

¿Qué celebramos cuando celebramos la Alianza de Amor con María? Celebramos esa experiencia fundamental en la cual cada uno de nosotros se entrega totalmente a María, y Ella nos acoge, nos cobija. Esa es la experiencia fundamental de cada uno: nos entregamos y Ella nos acoge. Entrega y cobijamiento. Sin duda que este 18 de octubre muchos recordamos nuestras propias  alianzas... Recordamos esa fecha especial, el Santuario donde la sellamos, las personas que nos prepararon y que en ese día nos acompañaron. Sin duda recordamos también algún gesto especial que nos hizo la Mater ese día, un saludo de su parte a través de una persona, una palabra o un hecho que a la luz de la fe significó para nosotros un saludo especial de María y de Dios.

Pero la Alianza de Amor con María no se queda solamente en eso... No se trata solamente de “sellar” una Alianza con María, no se trata solamente de “tener” una Alianza con María, sino que se trata de vivir en Alianza.

Vivir en Alianza
Vivir en Alianza con María es un aprendizaje constante... Aquello que realizamos en esa hora de gracias -esa entrega total- lo debemos renovar una y otra vez. Y no me refiero a renovar una oración o un rito, sino sobre todo a renovar una actitud, una manera de vivir. Nuestra oración de Alianza está llamada a hacerse vida.

Vivir en Alianza significa aprender a entregar confiado mis cruces, mis limitaciones y debilidades; entregar también mis capacidades y anhelos; y porque entrego entonces soy capaz de asumir la misión de María. Porque me entrego a Ella, puedo asumir su misión: la cultura de Alianza. Como verán se trata de una nueva manera de vivir. Se trata de renunciar a nuestra autosuficiencia, a nuestro querer poder hacer solos las cosas... La Alianza implica esa debilidad nuestra, nuestra limitación; y esa limitación entregada se convierte en oportunidad para una relación hermosa y dinámica: la Alianza de Amor con María. Ella nos regala la experiencia de que podemos, no porque podemos solos, sino porque Ella está con nosotros.

Cultura de Alianza
Y así en todas las dimensiones de nuestra vida: la vida personal, la vida de oración, la vida familiar, el estudio, el trabajo, la vida en sociedad, la vida del país. De esa relación personal, hermosa y dinámica con María, surge una nueva dinámica: “puedo, no porque pueda solo, sino porque Tú estás conmigo”.

Y esa misma dinámica es la que estamos llamados a vivir con las personas que nos rodean. Desde la Alianza de Amor con María se trata de aprender a vivir en Alianza con los que nos rodean: con nuestros familiares, compañeros de trabajo y de estudio, con los vecinos, e incluso con los que tienen la responsabilidad de conducir nuestro país. Vivir en Alianza con otros implica aprender a confiar, entregar confianza, entregar capacidades y límites, estar dispuestos a comprometernos con otros, sabiendo que de la alianza con los demás puede surgir una dinámica nueva que genere una nueva vida para todos.

Nos cuesta aprender a vivir en Alianza, nos cuesta aprender a vivir en lo cotidiano aquello que con tanta fe vivimos con María. Y la verdad es que, para que sea fecunda nuestra Alianza de Amor con María, para que sea fecundo nuestro vivir en Alianza, se debe plasmar en una cultura de Alianza, una cultura de la confianza, la apertura y el trabajo en equipo. Sólo en Alianza lograremos vivir nuestra misión: Nación de Dios, corazón de América (ideal nacional de la Familia de Schoenstatt de Paraguay).

jueves, 3 de noviembre de 2011

La Alianza, una perspectiva bíblica, sacramental y personal

        Cuando contemplamos la Alianza de Amor con María, nos situamos frente a la experiencia y realidad central de la espiritualidad de Schoenstatt. Los schoenstattianos estamos convencidos de que la Alianza es una realidad tan propia y connatural a nosotros, que muchas veces tendemos a pensar que es una realidad exclusiva de nuestra espiritualidad. Sin embargo ignoramos lo enraizada que la misma está en la Sagrada Escritura y en la vida de la Iglesia. Por este motivo quisiera presentar una breve síntesis de este enraizamiento de la Alianza de Amor tanto en la Sagrada Escritura como en la praxis sacramental de la Iglesia. Obviamente no pretendo agotar el tema, sino, simplemente delinear perspectivas que nos ayuden a tomar conciencia de que la Alianza de Amor con María nos introduce en el corazón mismo de la Historia de Salvación.
Una perspectiva bíblica
            La primera mención explícita, en la Sagrada Escritura, de la Alianza como vínculo entre Dios y el hombre, la encontramos en Génesis 17:
“Cuando Abrán tenía noventa y nueve años, se le apareció YHWH y le dijo: «Yo soy El Sadday, anda en mi presencia y sé perfecto. Yo establezco mi alianza entre nosotros dos, y te multiplicaré sobremanera.»
Cayó Abrán rostro en tierra, y Dios le habló así: «Por  mi parte ésta es mi alianza contigo: serás padre de una muchedumbre de pueblos. No te llamarás más Abrán, sino que tu nombre será Abrahán, pues te he constituido padre de muchedumbre de pueblos.
Te haré fecundo sobremanera, te convertiré en pueblos, y reyes saldrán de ti. Estableceré mi alianza entre nosotros dos, y también con tu descendencia, de generación en generación: una alianza eterna, de ser yo tu Dios y el de tu posteridad. Te daré a ti y a tu posteridad la tierra en la que andas como peregrino, todo el país de Canaán, en posesión perpetua, y yo seré el Dios de los tuyos.»” (Gn 17,1-8)
            El texto señala tres características de la Alianza entre Dios y Abrahán: 1. La promesa de la descendencia (“serás padre de una muchedumbre de pueblos”); 2. La promesa de la tierra (“Te daré a ti y a tu posteridad la tierra en la que andas como peregrino”); y, 3. La promesa de la vida con Dios, de la relación entre Dios y el pueblo (“una alianza eterna, de ser yo tu Dios  y el de tu posteridad”).
            Los estudiosos de la Biblia señalan que la Alianza entre Dios y Abrahán abre el horizonte de su historia y la de Israel hacia el cumplimiento de esta “triple promesa”. Nosotros mismo podemos percibir que tanto la promesa de la descendencia como la de la tierra agotan su tensión cuando las mismas se cumplen al momento en que el pueblo de Israel toma posesión de la “tierra prometida”. De alguna manera la tensión de estas promesas se agota con su cumplimiento intra-histórico. Sin embargo la tercera promesa, la “promesa de la amistad divina”, por su misma naturaleza no puede agotarse. En otras palabras, la descendencia y la tierra son realidades que se cumplen dentro de la historia y por lo mismo su capacidad de tensión hacia el futuro se agota con su cumplimiento. Son metas intra-históricas. Sin embargo, cuando Dios dice: “una alianza eterna, de ser yo tu Dios y el de tu posteridad”; Aquél que promete se convierte a su vez en promesa. Dios mismo se dará como “bien” a su pueblo, por ello mismo el desarrollo de esta promesa, de esta relación entre Dios y el pueblo, no puede agotarse en la historia y tensiona continuamente el corazón humano a salir de sí mismo. Se trata de la Alianza, de la continua y dinámica relación con Dios.
               En Ezequiel 36, 28b encontramos otra expresión clásica de esta relación entre Dios y el hombre: “Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios”. Respecto a este versículo los exégetas concuerdan en que “estamos ante la expresión más corriente (en textos bíblicos centrales) para expresar esa relación de mutua pertenencia entre YHWH e Israel que se llama «alianza»”.[1]
            El versículo citado precedentemente está enmarcado en el texto bíblico de Ezequiel 36, 22-32. Nos encontramos aquí con la profecía de la época del exilio de Israel (587-538 AC); en particular con la profecía del tiempo durante el exilio y el final del mismo. Esta situación histórica pone en tensión la realidad de la Alianza entre Dios y el pueblo de Israel. Durante el exilio se pierde la posesión de la tierra y se experimenta la fragilidad de la descendencia debido a la dispersión del pueblo entre las naciones. Sin embargo por boca del profeta se anuncia que por parte de Dios la Alianza sigue operante. Así lo expresa el siguiente oráculo de salvación:
“Os tomaré de entre las naciones, os recogeré de todos los países y os llevaré a vuestro suelo. Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras impurezas y de todas vuestras basuras os purificaré. Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne.
Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas. Habitaréis la tierra que yo di a vuestros padres. Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios.” (Ez 36, 24-28)
            Es Dios mismo quien tomará la iniciativa de “tomar” y “recoger” a su pueblo de entre las naciones. Este volver al suelo irá acompañado de una purificación que obrará el Señor: “os rociaré con agua purea y quedaréis purificados”. Sin embargo esta purificación no será meramente exterior, en el mismo oráculo leemos: “Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo”. Se trata del actuar de Dios, actuar que nunca es superficial sino que toca el núcleo del ser humano, el corazón. Fruto de este corazón  nuevo será que el pueblo se conducirá según los preceptos de Dios, habitará de nuevo la tierra que se había dado a los padres y se le promete: “Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios”. Dios mismo confirma esa “mutua pertenencia”, esa Alianza que Él había sellado con Abraham y a la que seguía fiel a pesar de la infidelidad del pueblo; de hecho, la infidelidad del pueblo da pie a poder ver en qué consiste la Alianza.
En la Alianza se demuestra en primer lugar el actuar de Dios que se percibe como “gracia” para el pueblo de Israel, ya que Israel no tiene méritos ante Dios para recibir las bendiciones de las que es beneficiario. Se muestra también la “fidelidad” de Dios al compromiso asumido por la Alianza con Israel. Finalmente en la Alianza el actuar de Dios se manifiesta como “don” para el pueblo –don que supera todo posible mérito-, ya que en último término lo que Dios promete en la Alianza es darse él mismo, como propiedad, al pueblo: “Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios” (Ez 36,28b). La única exigencia de este don es el reconocer la necesidad de un corazón nuevo, reconocer la propia indigencia. Frente a la riqueza de la misericordia de Dios corresponde poner ante sus ojos la pobreza de nuestro corazón.             
Esta “mutua pertenencia” que se da en la Alianza entre Dios y el pueblo de Israel, llega a su clímax en Cristo Jesús:
“El origen de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró en cinta por obra del Espíritu Santo. Su marido José, que era justo, pero no quería infamarla, resolvió repudiarla en privado. Así lo tenía planeado, cuando el ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás por  nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.»
Todo esto sucedió para que se cumpliese lo dicho por el Señor por medio del profeta:
Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo,
y le pondrán por nombre Emmanuel,
que traducido significa: «Dios con nosotros».” (Mt 1, 18-23)
            Precisamente el que Dios “pertenezca” a su pueblo se da de una manera inaudita para el pueblo de Israel en Jesús, Él es el “Dios con nosotros”, y en ese sentido es la personificación –e incluso podríamos decir la personalización- de la Alianza entre Dios y el pueblo de Israel, entre Dios y la humanidad. En Jesús hombre y Dios se pertenecen mutuamente, pues Él es totalmente hombre y totalmente Dios. En el misterio de la Encarnación se lleva a plenitud el  misterio de la Alianza.
Una perspectiva sacramental
            Luego de la breve y sintética perspectiva bíblica sobre la Alianza quisiera presentar una breve y sintética perspectiva sacramental de la misma. En el fondo se trata de cómo la vida de la Iglesia empalma con la Historia de Salvación relatada en las Sagradas Escrituras.
            Tomando como punto de partida que Jesucristo es la Alianza  de Dios con los hombres, cabe la pregunta de cómo nos incorporamos nosotros, hombres de hoy, a esta realidad de la Alianza. La Iglesia ha enseñado y vivido desde sus orígenes el hecho de que cada uno de nosotros se incorpora  a la vida de Cristo por medio del Bautismo. “Y así, por el bautismo los hombres son injertados en el misterio pascual de Jesucristo: mueren con Él, son sepultados con Él y resucitan con Él; reciben el espíritu de adopción de hijos, por el que clamamos: Abba! ¡Padre! (Rom 8,15), y se convierten así en los verdaderos adoradores que busca el Padre.”[2]
            Por el Bautismo somos incorporados a Jesús, a su vida y misión, y en particular a su Pascua, a su paso por la cruz para llegar  a la resurrección. Ya no estamos solos, vivimos en alianza, en Alianza bautismal.
            Del mismo modo el sacramento de la Eucaristía nos ayuda a experimentar ese vivir en íntima unión con Cristo, en íntima alianza con Él. La celebración de la Eucaristía se torna vivencia de esa Alianza, así lo entiende J. Kentenich al escribir:
“Estás enteramente con tu ser en el santuario de mi corazón,
así como reinas en el cielo y habitas glorioso junto al Padre.”[3]
            La oración que acabo de citar, está pensada para motivar la oración personal en la Eucaristía, luego de haber comulgado con el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Al creyente se le invita a dirigirse personalmente a Jesús, a quien acaba de recibir sacramentalmente. Desde que conocí esta oración, estas palabras me cautivaron, pues me abrieron a comprender la presencia eucarística de Jesús como una presencia personal en mi propio corazón, así lo expresa la oración al decir: “Estás enteramente con tu ser en el santuario de mi corazón”.
            La presencia de Jesús en la Eucaristía es una presencia personal, o sea, no se trata de la presencia de una “substancia abstracta”, sino más bien, de la presencia concreta de una persona. Comprender así la Eucaristía abre la posibilidad a entablar una relación personal con Jesucristo Eucaristía. Se despierta así el anhelo por un tú personal, el de Jesucristo. Pero como este anhelo del otro es doble, es decir, nace tanto del yo como del , también podemos comprender la Eucaristía como el anhelo de Jesús por nosotros, el anhelo suyo de estar con nosotros y en nosotros. De alguna manera se trata del amor eros de Jesús por cada uno de nosotros. La Eucaristía es el anhelo de Jesús de estar con nosotros, el anhelo del yo de Jesús por nuestro tú. Sin embargo, la comprensión intelectual de la Eucaristía como anhelo del otro, implica sobre todo la vivencia de la Eucaristía como un encuentro personal entre el yo de cada fiel y el de Jesús, lo cual “se basa en la comunicación interpersonal y adquiere toda su hondura y densidad por la comunión recíproca en la acogida mutua.”[4]
La Alianza, una realidad personal
         Ya desde la perspectiva bíblica misma, hemos podido notar que  aquella relación establecida entre Dios y el hombre llamada Alianza,  es una realidad personal.
            Personal porque parte de una iniciativa del Dios personal, del Dios que se revela en la Historia de Salvación, y que se revela a personas concretas. La Alianza es una realidad dirigida a personas y que tiene como meta el establecer una relación personal entre Dios y cada hombre. Ya en el texto de Gn 17 se intuye esa relación personal al comprometerse Dios con Abraham y con su descendencia, ese compromiso personal se mantiene incólume aún en medio de las adversidades del exilio, y precisamente en medio de esas adversidades se manifiesta como relación personal que trasciende todo ritualismo y apunta a tocar y transformar el corazón del hombre.
            La Alianza llega así a personalizarse, a hacerse incluso persona en Jesús de Nazaret, el “Dios con nosotros”, quien a través de su presencia en la Iglesia nos sigue invitando a entrar en una relación íntima y personal con Él y en Él con Dios Padre.
            Finalmente es lo que también experimentamos en la espiritualidad de Schoenstatt. La vivencia tan humana y eclesial de la Alianza entre Dios y el hombre, ha tomado en Schoenstatt, una originalidad propia en la Alianza de Amor con María.

            Sin embrago esta originalidad propia no hace más que llevar a la vida personal aquella realidad expresada tanto en la Sagrada Escritura como en los Sacramentos de la Iglesia. Esa mutua pertenencia entre Dios y el hombre, esa ser mutuamente una “ocupación predilecta” el uno para el otro. En definitiva aquel don que hemos recibido en el Bautismo y que lo volvemos a recibir una y otra vez en la Eucaristía, se ve acrecentado por la relación personal con María en la Alianza de Amor. La relación con Ella nos lleva a redescubrir, en nosotros mismos y en la Iglesia, la relación personal con Cristo. En definitiva se trata de vivir la experiencia de que la Alianza de Amor con María nos hace más cristianos, nos hace más Cristo; pues, al conducirnos a una relación personal con Él nos moldea a su imagen a tal grado que podemos decir con San Pablo: “ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Ga 2,20).  


[1] C. Granados García, “La nueva alianza como recreación. Estudio exegético de Ez 36,16-38”, Gregorian & Biblical Press, Roma 2010, pág.: 181.
[2] Concilio Vaticano II, Constitución Sacrosanctum Concilium, 6.
[3] J. Kentenich, Hacia el Padre. Oraciones para el uso de la Familia de Schoenstatt. Editorial Patris, Noviembre 1999, Santiago, Chile. Pág.: 54.
[4] Gesteira, Eucaristía y transformación del mundo. Pág. 571. 

sábado, 15 de octubre de 2011

La Gracia, el pecado y el hombre

¿En qué medida la gracia[1] responde a los deseos más profundos del ser humano en el mundo y el pecado los destruye?[2]

            La presenta pregunta implica en sí misma al menos tres perspectivas: la gracia como respuesta a los deseos más profundos del ser humano; el ser humano como ser humano en el mundo; y el tema del pecado.
El ser humano en el mundo
            Quisiera partir reflexionando en torno al hombre como ser-humano-en-el-mundo. No es menor la precisión sobre quién es el objeto de reflexión de la Antropología Teológica. Se trata del hombre, pero del hombre real, en concreto; es decir, no de una idea de hombre, sino del hombre como ser humano en el mundo. La precisión en el mundo no es mera adjetivación, sino descripción de la situación real del hombre
            Al estar inserto en el mundo el hombre participa al menos de dos principios que articulan su realidad concreta: la corporeidad y la historicidad[3]. La corporeidad implica por un lado que el hombre, que es espíritu en cuerpo[4], se encuentra separado de los demás, se encuentra delimitado por los límites de su propio cuerpo, se encuentra así individualizado. Si embargo, por otro lado, la corporeidad implica también un  participar de la historia y de la comunidad; es decir la corporeidad no sólo nos individualiza, sino que al mismo tiempo nos señala que no provenimos de nosotros mismos –no somos puro espíritu-, hay otros que nos han precedido. Así nuestra historia personal es parte de una historia más grande, de la historia de otros –de nuestra familia, comunidad, nación, Iglesia, humanidad-; y sólo en esa gran historia encuentra su sentido. Así “todo el hombre está marcado profundamente por la pertenencia a toda la humanidad, es decir, al «Adán»”.[5]
            Este espíritu en cuerpo que es el hombre experimenta en sí mismo una serie de tensiones que constituyen su siempre desbordante realidad en el mundo: se experimenta como espíritu/cuerpo, como individuo/colectividad, y como varón/mujer; es decir, el mismo hombre es una realidad compleja y mistérica, en el sentido de que al ir ganando en comprensión de sí mismo, se adentra en un misterio que lo rodea –su propio ser humano en el mundo- y que no se agota en la mera manifestación positivista y mensurable de la racionalidad moderna[6].
            Si bien el hombre se encuentra en el mundo e interiormente movido por sus propias tensiones existenciales, el hombre es un espíritu libre. Es decir, se posee a sí  mismo, es capaz de tomar decisiones desde su propia interioridad y no sólo condicionado por el medio ambiente –por el mundo- . La libertad implica por un la lado, la capacidad de respuesta, y por otro lado, la capacidad de pregunta, de apertura ante la realidad. Es esta “capacidad de apertura” ante  la realidad lo que diferencia al hombre de otros seres vivos, que se presentan como “circuitos cerrados” en tanto que responden invariablemente a estímulos exteriores. El hombre, desde su interioridad, desde su ser espíritu libre, puede discernir y luego responder[7]; y puede así mismo, preguntar y así abrir su horizonte hacia la trascendencia, hacia el Dios Trino que le sale al encuentro.
El pecado
            El hombre así considerado –como ser humano en el mundo-, es un proyecto por realizar, un proyecto por realizarse. El hombre por su misma libertad debe buscar su propia autorrealización, su propia plenitud. No puede descansar sobre sí mismo –como mero objeto-, esperando de alguna manera que una supuesta entelequia, lo lleva a plenitud sin su propia participación. La pregunta es aquí, ¿cómo lleva adelante esta plenitud, esta autorrealización? ¿Qué responde más adecuadamente a sus anhelos más profundos, el mérito o el don, el individualismo o el ser-en-relación?
            La consideración sobre la realidad del pecado –y en particular de la realidad del pecado de los orígenes- creo que puede ayudarnos a ganar claridad con miras a responder a esta pregunta.
            El relato de Gn 3, trata de ilustrar la situación de la humanidad libre, siempre en peligro de utilizar mal su libertad, siempre en peligro de elegir caminos equivocados en la búsqueda de su plenitud, en la búsqueda de responder a sus deseos más profundos. Precisamente el dogma del pecado original nos enseña que el pecado no es tanto –o al menos no puede ser reducido solamente a eso- un mal moral como la negación de la relación fundamental entre el hombre y Dios. El pecado de los orígenes no es otra cosa que la negación de la relación originaria entre el hombre y Dios. Se trata de la negación de esta relación que es originaria no sólo por ser Dios el origen del hombre, sino porque esta relación es el origen de toda otra relación, es la posibilidad de todo otro encuentro.
            El pecado así entendido es entonces la vana búsqueda de responder a los deseos más profundos del hombre, pero alejado de Dios y de toda relacionalidad. Se trata de la negación de la relación original y de la propia finitud. Así las cosas, al hombre que va por este camino, no le queda otra opción que acentuar el individualismo y el mérito para entrar en relación con otros, con Dios y consigo mismo. Pero aquí se presenta la gran paradoja del hombre. El hombre necesita de la relación con Dios, necesita de Dios para ser él mismo[8], y sin embargo sólo puede recibirlo como don. “Esta capacidad para el Dios del amor personal, que se entrega a sí mismo, es el existencial central y permanente del hombre en su realidad concreta.”[9]
La gracia como respuesta a los deseos más profundos del ser humano

            Si la capacidad para recibir al Dios del amor personal –al Dios revelado en Jesucristo-  como don es lo más propio del ser humano en el mundo –es el existencial permanente del hombre en su realidad concreta, al decir de Rahner-, entonces la gracia responde a los deseos más profundos del ser humano. Pero, ¿por qué lo hace? Porque estos deseos no son otros que deseos de amor, de relación personal y de “personeidad”[10]. Y el amor, la relación personal y el ser persona, sólo pueden darse en la medida en que cada hombre libremente se reconozca como limitado y finito –renunciando así al afán del propio mérito y abriéndose al don-, y en ese reconocerse limitado y finito se abra a la relación personal con Dios en Jesucristo. Jesucristo es la posibilidad de relación personal con Dios, una relación donde se valora positivamente la finitud y donde se recibe como don la propia aceptación, el propio fundamento existencial, pues “la vida en su verdadero sentido no la tiene uno solamente para sí, ni tampoco sólo por sí mismo: es una relación. Y la vida entera es relación con quien es la fuente de la vida. Si estamos en relación con Aquel que no muere, que es la Vida misma y el Amor mismo, entonces estamos en la vida. Entonces «vivimos».”[11] Y vivimos no ya por nosotros mismos, sino de la gracia de Dios que no es otra que Cristo mismo, el Dios-con-nosotros (cf. Mt 1, 22-23).


[1] Por gracia hay que entender aquí el don que Dios hace de sí mismo al hombre en Jesucristo. Jesucristo mismo es la gracia que Dios nos ofrece.
[2] El presente escrito es parte de una reflexión personal para una prueba de “Antropología Teológica”.
[3] Cf. RATZINGER J., Introducción al Cristianismo (Sígueme, Salamanca 21971), Págs. 210-216.
[4] RATZINGER J., Op. Cit., Pág. 211.
[5] Ibídem
[6] De ahí la importancia para la Antropología Teológica de la pregunta por una racionalidad teológica capaz de pensar dignamente la paradoja del hombre.
[7] Esta interioridad es lo que la antropología bíblica denomina corazón. Cf. Nota b al versículo Gn 8, 21 en “Biblia de Jerusalén. Nueva edición revisada y aumentada”, DESCLÉE DE BROUWER, Bilbao 1998.
[8] Se trata según K. Rahner del existencial sobrenatural. Cf. K. Rahner, Sobre la relación entre la naturaleza y la gracia, Escritos de Teología I, (Taurus, Madrid 1963), Pág. 330.
[9] RAHNER K., Sobre la relación entre la naturaleza y la gracia, Escritos de Teología I, (Taurus, Madrid 1963), Pág. 341.
[10] Por personeidad entiendo el fundamento ontológico del hombre en cuento persona, es el fundamento de su ser persona que se manifiesta en la capacidad de interioridad y de relacionalidad.
[11] Benedicto XVI, Spe Salvi 27.

domingo, 9 de octubre de 2011

La pregunta por la racionalidad teológica

La racionalidad

Quisiera compartir con ustedes unas breves reflexiones sobre el pensar teológico, en concreto sobre la racionalidad teológica.

Pero ¿qué digo cuando digo racionalidad? Por racionalidad entiendo la forma mentis con la cual se piensa, se percibe y se comprende la realidad. Es decir se trata de las categorías que subyacen a nuestra manera de percibir la realidad, por así decir, se trata de las estructuras con las cuales pensamos la realidad.

Todos poseemos una manera determinada de percibir la realidad que nos rodea, todos, a veces sin ser conscientes de ello, asimilamos la realidad de una determinada manera y la vamos ordenando en nuestro interior. No es lo mismo percibir la realidad cotidiana desde un prisma filosófico que desde un prisma informativo o periodístico, por ejemplo. Percibir la realidad de una manera determinada es también comprenderla de una manera determinada, es decir, la manera cómo percibimos la realidad y las capacidades que en esta percepción utilizamos o enfatizamos, condiciona la manera en que comprendemos la realidad.

Así, cada ciencia posee su propia racionalidad. Por ejemplo las ciencias económicas poseen una racionalidad económica, las ciencias naturales, una racionalidad científica y así sucesivamente cada ciencia, cada saber, ha ido estructurando una manera de comprender la realidad y al hombre.

La pregunta por la racionalidad de la vida no es mera pregunta retórica, pues a todo acción subyace una manera determinada de pensar. Actuar y pensar no se encuentran tan separados como a veces creemos. Lo que sucede es que cuando actuamos lo hacemos de tal modo, que creemos que el pensar no es parte de la acción. Más bien se trata de que el pensar está tan imbuido en nosotros que ya no lo cuestionamos, y así el actuar pareciera brotar “espontáneamente”.

Normalmente es en tiempos de crisis cuando se cuestiona la manera de actuar de los hombres y con ello se pone en cuestión el pensar, la razón, la racionalidad.

La crisis de la razón humana

Creo que en las múltiples crisis económicas, sociales y de sentido que hoy se extienden por diversas partes del mundo podemos leer una “crisis de la razón humana”. Es decir ha entrado en crisis una determinada manera de comprender la realidad, de comprender al hombre y la sociedad. Es evidente que la racionalidad económica como racionalidad directiva de la sociedad está hoy en crisis[1]; pero con ella entra sobre todo en crisis algo que subyace a la misma racionalidad económica. Entra en crisis esa comprensión  de la realidad y del hombre que sólo acepta como real aquello que se puede palpar –materialismo-, aquello que se puede medir, cuantificar y utilizar. Se trata de la autolimitación de la razón humana[2], la autolimitación de la razón moderna a lo empírico y cuantificable.

Esta razón moderna, basada en la síntesis entre cartesianismo y empirismo, ratifica su éxito por medio de la técnica[3]. De alguna manera de este “éxito” participa también la racionalidad económica, y muchas veces también nosotros participamos de sus categorías de pensamiento, por ejemplo cuando buscamos sólo la utilidad, la practicidad y el éxito en las relaciones humanas. Así, la racionalidad económica se preocupa fundamentalmente de medir la realidad humana, de hacerla mensurable presentando la realidad como unidades a ser cuantificadas y organizadas a través de modelos matemáticos. ¿Pero puede la sola racionalidad económica dar cuenta de toda la realidad? ¿Se explica toda la realidad humana por medio de modelos matemáticos?

Allí donde la razón sólo se ocupa de mensurar y cuantificar la realidad ya no queda espacio para los interrogantes propiamente humanos: la pregunta por el sentido de la vida, por el amor y por la fe. Es la reducción de lo humano lo que hay que cuestionar.

Una propuesta, la racionalidad teológica

¿Cuál sería entonces la racionalidad adecuada para comprender, pensar y vivir la realidad? Creo que la Teología puede hacer un aporte aquí.

Al cuestionarse por la relación entre fe y razón, la Teología se pregunta por la razón humana. Se pregunta por su fundamento, su alcance y sus límites. En ese sentido, la pregunta por la razón desde la Teología no es una pregunta superflua o retórica. De acuerdo a la respuesta que se dé a esta pregunta la Teología podrá proponer su objeto: la fe. Y la fe, no puede renunciar a la razón, pues “la fe sin la razón no será humana”[4] .

La racionalidad teológica aspira a la comprensión de Dios, del hombre y de la realidad. Se trata por eso de una comprensión global, profunda y trascendente del hombre y de la realidad, pues se trata de una comprensión de lo humano desde el Dios revelado en Jesucristo. Aquí valen las palabras del Concilio Vaticano II: “En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. (…) Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación”[5].

Hoy más que nunca experimentamos la necesidad de una racionalidad que sea capaz de comprender en toda su riqueza el misterio del hombre. Una racionalidad –una forma de pensar, amar y vivir[6]- que den cuenta cabal de la “paradoja del hombre”[7].

¿Cómo pensar al hombre desde Dios? ¿Cómo comprender la singular situación humana? La situación de este ser-en-el-mundo, de este espíritu que es el hombre –que somos cada uno de nosotros-, dotado de capacidades para llevar adelante su vida; pero que, al ser dotado de esta “capacidad”, ha sido al mismo tiempo dotado de una “incapacidad”… Aquello que más necesita para su plenitud, para su vida –esto es Dios mismo, el Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, revelado en Jesucristo-, el hombre no puede alcanzarlo por sí mismo; sino recibiéndolo como don.

Paradojalmente la “capacidad de Dios” que tiene el hombre radica en su propia “incapacidad”. Porque somos incapaces de “conseguir” a Dios –incapaces de obligarlo a revelarse, a darse, incapaces de comprarlo, de obtenerlo-, somos capaces de “recibir” a Dios, de recibirlo como don[8].

A mi juicio el pensar esta paradoja –y sobretodo el experimentarla en la propia vida- requiere una nueva racionalidad, una racionalidad teológica. Se trata entonces de “ampliar nuestro concepto de razón y su uso”[9]. Junto a la razón científica y técnica, habría que ubicar a la razón teológica que es “razón relacional y orgánica”.

Racionalidad teológica: relacional y orgánica

Razón relacional. Se trata de una razón –una manera de comprender la realidad- relacionada con el Dios de Jesucristo, y por eso abierta a la dimensión trascendente del hombre, abierta a la pregunta ética y de sentido. Se trata aquí de la confianza fundamental en que el si el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,26-27), entonces el logos humano –la razón humana- es capaz de reflejar al Logos divino, Jesucristo.

No se trata de negar la distinción entre Creador y creatura[10]; pero aún con sus propios límites el logos humano es capaz de captar, de recibir la luz del Logos divino. La comunicación, que es amor, supone una semejanza desemejante, una “igualdad y una desigualdad en el sentido de una capacidad y necesidad de complemento”[11].

Bien lo señala Benedicto XVI al decir que la fe de la Iglesia se ha atenido siempre a la convicción de que entre Dios y nosotros, entre su eterno Espíritu creador y nuestra razón creada, existe una verdadera analogía, en la que ciertamente —como dice el IV concilio de Letrán en 1215— las diferencias son infinitamente más grandes que las semejanzas, pero sin llegar por ello a abolir la analogía y su lenguaje.”[12]

Cuando hablamos de razón hablamos siempre de persona. Por eso la razón teológica puede ser relacional en el sentido de abierta a lo social, a lo comunitario y a las relaciones interpersonales. No se puede comprender la realidad en solitario, sino vinculados personalmente unos con otros, vinculados personalmente con Jesucristo.

Se trata también de la confianza en que las realidades creadas son capaces de conducirnos o guiarnos hacia la realidad de Dios. Hay una “analogía proporcional” entre Dios y el hombre.

Razón orgánica. La razón teológica está llamada a ser orgánica en el sentido de que no es sólo ratio, conocimiento y saber científico, sino también amor. Amor entendido como el constante salir del propio yo hacia el encuentro del y la formación del nosotros[13]. Si la razón es también amor, entonces es humana, entonces da cuenta de la totalidad de lo humano. “Cristo es el Logos encarnado y es “el amor hasta el extremo””[14].

Ahora, si el logos humano es reflejo del Logos divino no podemos seguir concibiendo el logos humano como mera ratio, como mera razón analítica y ordenadora de  la realidad empírica. Se trata de una nueva concepción de la razón humana –y de la realidad que no se agota en la materialidad-, se trata de recuperar su totalidad orgánica, se trata de una razón relacional y orgánica, se trata de la fundamental unidad entre verdad[15] y amor[16]; unidad que puede dar cuenta cabalmente de la realidad del hombre y de su apertura a la trascendencia. Si Cristo es verdad y amor, también el hombre es verdad y amor.


Así, la racionalidad teológica nos señala que la razón humana es una razón en la cual se puede confiar, siempre y cuando reconozcamos sus límites. Precisamente por reconocerse limitada y creada, la racionalidad teológica es confiable, porque no pretende fundamentarse a sí misma, y ahí radica su relacionalidad. Una razón relacional es así una razón orgánica, un logos que es también amor; y porque es amor y procede del Logos-Amor, está abierta a la libertad y al don, a la vida y al amor, está abierta verdaderamente a la pregunta por el misterio y la paradoja del hombre.



[1] Más sobre este tema ver en este mismo blog la entrada: Crisis en la educación. Una mirada desde la Teología.
[2] Cf. Benedicto XVI, Fe, razón y universidad. Recuerdos y reflexiones [en línea]. [fecha de consulta: 23 de agosto de 2010]. Disponible en: <http://humanitas.cl/html/destacados/ratisbona/Ratisbona.html>
[3] Cf. Ibídem
[4] Ratzinger, J., «Situación actual de la fe y la teología», en Humanitas, Número Especial (2005), 30-43.
[5] Concilio Vaticano II Constitución pastoral Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el mundo actual, Nº 22.
[6] El P. José Kentenich constantemente hace referencia al “pensar, amar y vivir orgánicos” como respuesta a la situación espiritual del hombre actual. Esta manera de pensar está a la base de su espiritualidad y de la comprensión que el mismo tiene del hombre y del mundo. Para una elaboración científica sobre el “pensar orgánico” ver: King, H., Importancia perenne del pensar mítico. Tesis doctoral (La Plata-Argentina 1976).
[7] Cf. Meis, A., Antropología Teológica. Acercamientos a la paradoja del hombre (Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile 22001) 19-39.
[8] Cf. Benedicto XVI, Spe Salvi 23: “Pero tampoco cabe duda de que Dios entra realmente en las cosas humanas a condición de que no sólo lo pensemos nosotros, sino que Él mismo salga a nuestro encuentro y nos hable.”
[9] Benedicto XVI, Fe, razón y universidad. Recuerdos y reflexiones [en línea]. [fecha de consulta: 23 de agosto de 2010]. Disponible en: <http://humanitas.cl/html/destacados/ratisbona/Ratisbona.html>
[10] Cf. DS 806
[11] Cf. Kentenich J., Las Fuentes de la Alegría (Editorial Nueva Patris, Santiago de Chile 2006) 353s.
[12] Benedicto XVI, Fe, razón y universidad. Recuerdos y reflexiones [en línea]. [fecha de consulta: 23 de agosto de 2010]. Disponible en: <http://humanitas.cl/html/destacados/ratisbona/Ratisbona.html>
[13] Cfr. Benedicto XVI, Deus caritas est 6.
[14] Benedicto XVI, Discurso inaugural de la V Conferencia General del CELAM, 1 [en línea]. [fecha de consulta: 23 de agosto de 2010]. Disponible en: <http://www.celam.org/conferencias/Documento_Conclusivo_Aparecida.pdf >
[15] Cf. Benedicto XVI, Caritas in veritate 1: “Todos los hombres perciben el impulso interior de amar de manera auténtica; amor y verdad nunca los abandonan completamente, porque son la vocación que Dios ha puesto en el corazón y en la mente de cada ser humano. Jesucristo purifica y libera de nuestras limitaciones humanas la búsqueda del amor y de la verdad (…). En efecto, Él mismo es la Verdad (cf. Jn 14,6)”.   
[16] Cf. Benedicto XVI, Deus caritas est 6: “Ciertamente el amor es «éxtasis», pero no en el sentido de arrebato momentáneo, sino como camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación y la entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo”.