La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

domingo, 17 de agosto de 2014

El camino de la mujer cananea

El camino de la mujer cananea: el camino de la pequeñez

Queridos hermanos y hermanas:

El evangelio de hoy (Mt 15,21-28)[1] nos presenta el encuentro entre Jesús y una mujer cananea. Una mujer que no pertenece al pueblo de Israel, una mujer que no participa del culto y de las tradiciones religiosas de Israel. Y sin embargo, una mujer que busca a Jesús, que busca al Señor.

Más que un encuentro, el evangelio nos relata el camino que la mujer cananera tuvo que hacer para encontrarse con Jesús y recibir de Él la gracia que tanto anhelaba y necesitaba. Observemos el camino que hizo esta mujer.

Tres actitudes de la mujer cananea

Lo primero que debería llamar nuestra atención es el hecho de que la mujer cananea grita su necesidad, grita buscando a Jesús: “Entonces una mujer cananea (…) comenzó a gritar: « ¡Señor, Hijo de David, ten piedad de mí! Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio.» (Mt 15,22). Sí, esta mujer no  sólo pide, sino que grita, clama pidiendo auxilio, misericordia. No tiene vergüenza de reconocer su necesidad, no la esconde. Grita tanto que otros la escuchan, grita tanto que los discípulos se incomodan (cf. Mt 15,23b).

Es un grito que nace del alma, de la impotencia de uno mismo y de la confianza en Jesús. Como dice el salmista: “Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor, escucha mi voz; estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica.” (Salmo 129,1-2).[2] Sí, se trata de gritar en presencia del Señor, de clamar al Señor desde lo hondo de nuestra existencia, desde lo hondo de nuestros pecados y heridas.


Y aún, cuando el Señor “no le respondió nada” (Mt 15,23a), la mujer cananea no se  cansa de hacer oír su súplica y “fue a postrarse ante él y le dijo: « ¡Señor, socórreme!».” (Mt 15,25).

Del grito, la mujer pasa a la postración. Postrarse en tierra es signo de reverencia, de humildad y de respeto, y también de penitencia.[3] Con su cuerpo expresa su pequeñez, su desvalimiento, su confiarse totalmente a Jesús. Aquello que ella ha expresado ya con sus labios, lo expresa ahora con su cuerpo.

Finalmente, la mujer cananea se humilla, humilla su corazón ante el Señor Jesús. Ante la dura respuesta de Jesús: “No está bien tomar el pan de los hijos, para tirárselo a los cachorros”, ella responde: “¡Y, sin embargo, Señor, los cachorros comen las migas que caen de la mesa de sus dueños!” (Mt 15, 26-27).

Ella reconoce que no pertenece al pueblo de Israel, a los “hijos” a los que se refiere Jesús. En ese sentido, se reconoce sin mérito alguno y así apela a la misericordia de Dios. Es como si le dijera: “Señor, no tengo nada que ofrecerte, sólo mi necesidad y desvalimiento, sólo mi pequeñez”. Y ante esta pequeñez, Jesús se conmueve y reconoce en la pequeñez de la mujer su grandeza: “Mujer, ¡qué grande es tu fe!” (Mt 15,28).

El camino de la pequeñez

La mujer cananea ha hecho un camino para encontrase con Jesús. Podríamos decir que es el camino de la pequeñez, de la humildad ante Jesús.

Un camino que también nosotros podemos hacer en nuestra oración y en nuestra vida. Este camino de humildad pareciera tener, a lo menos, tres pasos, que son tres actos y actitudes: el grito, la postración y la humillación.

Y estos tres actos y actitudes pueden indicarnos a nosotros tres grados de nuestra oración de pequeñez ante el Señor Jesús: labios, cuerpo y corazón.

Sí, nuestra oración de pequeñez puede iniciarse ante Jesús como un grito con nuestros labios: “¡Señor ten piedad de mí!”. Y junto con este grito del alma, se trata cultivar una actitud ante Jesús, la de la súplica humilde, sincera e insistente.

Si con nuestros labios invocamos la ayuda de Jesús, entonces con humildad podemos postrarnos ante Él y así renunciar a nuestra auto-suficiencia. En la oración personal podemos postrarnos ante Jesús, y expresar con nuestro cuerpo que renunciamos a nuestra pretensión de auto-suficiencia. Postrarnos ante Él en la oración –y en la vida- es reconocer que Él es Señor, que Él es el que puede sanarnos, liberarnos y guiar nuestros pasos por el camino de la paz (cf. Lc 1,79).

Así, el postrarnos  puede ayudarnos a interiorizar nuestra conciencia de dependencia de Jesús y hacer que nuestro corazón se haga humilde, pequeño. Es el corazón el que debemos humillar ante Jesús, es el corazón el que debemos empequeñecer para dárselo a Jesús. Un corazón pequeño conoce y reconoce sus pecados y fragilidades, y por ello se confía totalmente a Jesús. Un corazón humilde es un corazón que confía.

Y cuando hacemos este camino de pequeñez, entonces nos encontramos con Jesús, entonces Él nos muestra que porque tenemos un corazón humilde, pequeño, nuestro corazón puede crecer, puede llegar a ser grande por la fe, por la confianza en Él.

Cuando aceptamos nuestra pequeñez –nuestra total dependencia de Jesús- entonces Él nos muestra nuestra verdadera grandeza, la grandeza de nuestra fe, de nuestra confianza en Él: “¡Qué grande es tu fe! ¡Qué grande es tu confianza!”. Y cuando renunciamos a la grandeza de nuestra autosuficiencia, y aceptamos vivir de la grandeza de la fe, entonces iniciamos nuestro camino de sanación, nuestro camino de liberación, nuestro camino de plenitud, y así experimentamos que el Señor hace brillar su rostro sobre nosotros (cf. Salmo 66,2) y sacia los anhelos más profundos de nuestro corazón.

Amén.    



[1] Domingo 17 de agosto de 2014, DOMINGO 20° DURANTE EL AÑO, CICLO A.
[2] Tomado de la Salmodia de Completas del día miércoles, LITURGIA DE LAS HORAS. En la Biblia de Jerusalén la numeración de este salmo es 130 (129).
[3] Cf. JOSÉ ALDAZÁBAL, Gestos y Símbolos (Buenos Aires, Agape Libros 2007), 238.

viernes, 15 de agosto de 2014

La Asunción de María: destino de la Iglesia

La Asunción de María: destino de la Iglesia

“Madre, así como pasaste con el Señor por la vida,
con Él viviste,
amaste y sufriste,
ahora, una vez terminado el curso de la existencia,
te asume Él con cuerpo y alma al cielo.
            De corazón participo,
            Madre, en tu dicha y la suya,
            e imploro un destino semejante para el mundo.” (Hacia el Padre, 354).

Cada 15 de agosto celebramos la fiesta de la Asunción de la Virgen María en cuerpo y alma al Cielo. Les propongo que meditemos en este misterio de la vida de María que nos concierne a cada uno de nosotros y a toda la Iglesia.

Pasaste con el Señor por la vida

El P. José Kentenich inicia la meditación de este misterio mariano diciéndole a la Mater: “Madre, así como pasaste con el Señor por la vida…”. Esta declaración no se trata de un pensamiento piadoso o cariñoso, se trata más bien de una constatación de la misión de María al lado de Jesús.


Si recorremos las páginas del Evangelio veremos cómo María ha estado íntimamente unida a Jesús a lo largo de su vida, desde la misma concepción virginal y nacimiento de Jesús (cf. Lc 1,35. 2,6-7), pasando por sus primeros signos (cf. Jn 2,1-11) hasta la cruz (cf. Jn 19,25-27) y el nacimiento de la Iglesia en Pentecostés (cf. Hch 1,14). Verdaderamente María “ha pasado con el Señor por la vida”. Ella ha caminado por la vida con Jesús y sus discípulos.

Este constante caminar de María al lado de Jesús nos descubre que Ella es la Colaboradora y Compañera de Jesucristo en toda su obra de Redención.

Te asume Él con cuerpo y alma al cielo

            Y porque Ella ha estado unida a Jesús durante su vida “una vez terminado el curso de la existencia” el Señor la asume “con cuerpo y alma al cielo”. Si tomamos conciencia de que la fe de la Iglesia siempre contempla a María en “estrechísima unión con su divino Hijo y participando siempre de su suerte”[1], comprenderemos que la Asunción es consecuencia de la fidelidad de Dios a las personas en su plan de salvación. Aquella que fue llamada a participar de la vida terrena de Jesús, es también llamada a participar de su vida gloriosa en el cielo.

            Y esta participación en la vida gloriosa de Jesús se realiza “en cuerpo y alma”; es decir, la totalidad de la persona humana de María participa de la vida plena del Resucitado.

            Cuando hablamos de la asunción en cuerpo y alma de María al cielo no debemos imaginar una nueva localización del cuerpo de María. Por el contrario, debemos pensar en un cambio de estado del cuerpo de María. Se trata del paso de la condición terrena a la condición gloriosa de la totalidad de su persona, que se encuentra unida al cuerpo espiritual y glorioso de su Hijo.

Un destino semejante para el mundo

            Pero este misterio salvífico está lejos de ser un “privilegio mariano” aislado. Se trata más bien de una realización de la Historia de Salvación. Historia que siempre involucra a toda la Iglesia y a toda la humanidad. Historia que es obra de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Historia en la cual Dios se anticipa al hombre, lo fundamenta, posibilita su respuesta libre y lo lleva a su plenitud.

            Por ello, la Asunción de María señala el destino de toda la Iglesia y de toda la humanidad redimida. Así como María fue asumida en cuerpo y alma al Cielo, también nosotros seremos asumidos en la totalidad de nuestra persona y de nuestra vida a la presencia plena y definitiva del Resucitado. Pero para llegar a este destino, debemos, como María, peregrinar por la vida con Cristo Jesús y con sus discípulos. Si con Él vivimos, amamos y sufrimos, entonces participaremos también plenamente de su vida nueva.

            Por ello ya desde ahora con esperanza podemos decir: “De corazón participo, Madre, en tu dicha y la suya, e imploro un destino semejante para el mundo.” Amén.



[1] PAPA PIO XII, Constitución Apostólica Munificentissimus Deus.

miércoles, 6 de agosto de 2014

Jesús vio, se compadeció y sanó

Jesús vio, se compadeció y sanó

Queridos hermanos y hermanas:

¡Qué gran consuelo recibimos al escuchar las palabras del Evangelio de hoy! (Mt 14,13-21).[1] “Jesús vio una gran muchedumbre y, compadeciéndose de ella, sanó a los enfermos” (Mt 14,14).

Una mirada compasiva

Siempre me consuela el escuchar que Jesús “ve”… En más de una ocasión escuchamos en el Evangelio que Jesús “ve”, que Jesús “mira” a las personas con amor (cf. Jn 9,9: “vio, al pasar, a un hombre ciego de nacimiento”; Mt 9,9: “al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo”; Mc 10,21: “Jesús, fijando en él su mirada, le amó”).

Jesús no es una persona que va por la vida sin interesarse por los demás… Él mira los rostros de aquellos con quienes se encuentra. Incluso mira con detenimiento y amor a aquellos que no puede verlo. ¡Y ese es nuestro gran consuelo!

Aunque nosotros no lo veamos a Jesús –e incluso a veces nos sintamos alejados de Él-; Él nos mira. Él nos mira con amor y ve nuestra vida, nuestras necesidades, nuestras fragilidades y carencias.


 “Jesús vio… se compadeció y sanó”. La mirada de Jesús no es una mirada ávida y curiosa, tampoco es una mirada inquisidora. Su mirada es una mirada compasiva. “Compadecer” viene de “padecer con”. Jesús padece, sufre nuestros sufrimientos, vive nuestras carencias, y su presencia en esas circunstancias es ya consuelo. Muchas veces el sufrimiento físico o moral puede ser un “lugar” para experimentar la compasión y el consuelo de Cristo Jesús, un lugar para experimentar su compañía.

Aceptar, entregar y dejarnos aceptar

Pero para ello debemos aprender a entregar nuestro sufrimiento, nuestra carencia, nuestra fragilidad. Entregársela a Jesús en la oración, en el diálogo sincero y personal. Pero, ¿cómo hacerlo? ¿Cómo poner en manos de Jesús el sufrimiento, la carencia y la fragilidad?
No es imposible, pero requiere valentía…

La valentía de aceptar nuestra realidad. Aceptar nuestros sufrimientos, carencias y fragilidades. Aceptarlas y no huir de ellas, esconderlas, negarlas. Aceptar nuestra pequeñez.

Cuando negamos nuestra pequeñez experimentamos lo que el profeta Isaías nos reprocha: “¿Por qué gastan en algo que no alimenta?” (Is 55,2). Sí, la negación de nuestra realidad desgasta nuestras fuerzas y no nos alimenta.

Entregarle a Jesús nuestra pequeñez… Se trata de acudir a Él con confianza, sin temor para compartir con Él nuestra pequeñez… Ya sea en la oración personal, en el sacramento de la Reconciliación u ofreciendo nuestros límites y sufrimientos junto al pan y el vino en la Eucaristía, Jesús recibe nuestra pequeñez, Él nos acoge, Él nos acompaña y compadece con nosotros.

En esta entrega descansamos y aprendemos que “lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito.”[2]

Y cuando nos entregamos Jesús recibimos su amor, su compañía, su misericordia. Y sobre todo la certeza de que en sus manos todo tiene sentido, también nuestros límites, nuestras fragilidades. Cuando nos dejamos aceptar por Jesús en nuestras fragilidades entonces vivimos, entonces somos sanados. No porque nuestros límites hayan desaparecido sino porque los vivimos con Cristo Jesús. “¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo?” (Rm 8,35).

Amados para amar

Somos amados para amar, aceptados para aceptar; y por eso Jesús nos pide: “denles de comer ustedes mismos” (Mt 14,16).

Sí, con Jesús nuestras carencias se vuelven abundancia para compartir, consuelo para consolar, sabiduría para aconsejar, ternura para acompañar y alegría para vivir. Que así sea. Amén.






[1] Domingo 3 de agosto de 2014, DOMINGO 18° DURANTE EL AÑO, CICLO A.
[2] BENEDICTO XVI, Carta encíclica Spe Salvi sobre la esperanza cristiana, 37.