La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

sábado, 10 de noviembre de 2018

«Dio todo lo que poseía, todo lo que tenía para vivir»


Domingo 32° del tiempo durante el año – Ciclo B

Mc 12, 38 – 44

«Dio todo lo que poseía, todo lo que tenía para vivir»

Queridos hermanos y hermanas:

            Si bien es cierto que “la Liturgia de la Palabra de este domingo nos ofrece como modelos de fe las figuras de dos viudas. [Y] Nos las presenta en paralelo: una en el Primer Libro de los Reyes (17, 10 – 16), la otra en el Evangelio de San Marcos (12, 41 – 44)”[1]; quisiera detenerme en primer lugar en el profeta Elías, para luego meditar en torno a estas dos mujeres y su actitud de fe y todo lo que ella implica.

«Ve a Sarepta»

            En la primera lectura hemos escuchado que: «La palabra del Señor llegó al profeta Elías en estos términos: “Ve a Sarepta, que pertenece a Sidón, y establécete allí; ahí yo he ordenado a una viuda que te provea de alimento”. Él partió y se fue a Sarepta.» (1 Re 17, 8 – 10a).

            Analicemos brevemente este versículo del texto bíblico. En primer lugar el profeta Elías escucha «la palabra del Señor» que le fue dirigida. La primera actitud de fe, la primera actitud del auténtico creyente es la escucha. Escuchar significa estar atento y acoger la palabra que Dios nos dirige. Su palabra viene hoy a nosotros en la Sagrada Escritura proclamada y meditada en la Liturgia de la Iglesia; pero también su palabra llega a nosotros a través de las situaciones del día a día, de las circunstancias de la vida y de las personas que nos rodean.

            Por eso escuchar con actitud de fe significa estar atentos a las manifestaciones de Dios en el día a día, para poder acogerlas, comprenderlas en profundidad y actuar según la palabra recibida. Si Dios nos habla, espera nuestra respuesta.

            ¿Y qué le dice el Señor al profeta Elías? «Ve a Sarepta»; es decir, sal de los confines de Israel y dirígete hacia territorio pagano, desconocido. Seguidamente le dice: «Yo he ordenado a una viuda que te provea de alimento».

            Tal vez no seamos conscientes de lo arriesgado de la indicación del Señor a Elías. Dios no sólo le pide dejar lo que él conoce –su tierra, su pueblo y su cultura-, sino que además le dice que será alimentado –en esa tierra desconocida- por una viuda. “La condición de viuda, en la antigüedad, constituía de por sí una condición de grave necesidad.”[2] Por lo tanto, según los cálculos humanos no hubiese sido razonable ir a Sarepta.

            Sin embargo el profeta escucha la palabra que le dirige Dios, la acoge en su interior, se deja interpelar por ella y actúa en consecuencia: «Él partió y se fue a Sarepta».

«No tengo pan cocido, sino sólo un puñado de harina y un poco de aceite»

           
Elías y la viuda de Sarepta.
Óleo sobre lienzo. Bernardo Strozzi, c. 1640.
Kunsthistorisches Museum, Viena, Austria.
Wikimedia Commons.
Como sabemos, al llegar a Sarepta, Elías “encuentra a esta viuda y le pide agua para beber y un poco de pan. La mujer objeta que sólo le queda un puñado de harina y unas gotas de aceite.”[3]

No deja de llamar mi atención lo que ocurre a continuación. A pesar de que la mujer se declara imposibilitada de alimentarlo, el profeta insiste basado en su fe en la palabra del Señor: «No temas. Ve a hacer lo que has dicho, pero antes prepárame con eso una pequeña galleta y tráemela (…). Porque así habla el Señor, el Dios de Israel: El tarro de harina no se agotará ni el frasco de aceite se vaciará, hasta el día en que el Señor haga llover sobre la superficie del suelo.» (1 Re 17, 13 – 14).

Bien podía el profeta volver a su propia tierra al encontrar primeramente la aparente oposición de la mujer viuda, al constatar su indigencia. Humanamente hablando, ¿era posible que esta viuda cumpliera lo que el Señor había anunciado? Aparentemente no. Sin embargo el profeta insiste. Insiste sostenido por su fe en el Señor.

Así comprendemos que la audacia de la fe tiene su origen en una relación personal y viva con el Dios vivo. Sólo quien se confía en verdad al Señor en una relación viva puede desprenderse de seguridades humanas y materiales. Se nos muestra una vez más que la fe es “el acto con el que decidimos entregarnos totalmente y con plena libertad a Dios.”[4]

« Dio todo lo que poseía, todo lo que tenía para vivir »

            Y así, el acto de fe del mismo profeta Elías suscita la fe de la viuda de Sarepta, la fe que se manifiesta concretamente en creer en la palabra del profeta de Dios y por ello actuar con amor aún en medio de su indigencia.

            Me parece que allí radica precisamente la grandeza de estas dos mujeres bíblicas, ambas viudas. En medio de su pobreza e indigencia se confían a Dios y actúan concretamente movidas por su fe. Se reconoce no sólo la pobreza concreta sino la riqueza de la fe de ambas.

            En el Evangelio Jesús distingue precisamente a la «viuda de condición humilde» que colocó dos pequeñas monedas de cobre en el tesoro del Templo. Al hacerlo, Jesús la contrapone con los ricos que daban en abundancia ya que «han dado de lo que les sobraba».

            Interpreto que lo que el Señor quiere señalarnos en este pasaje evangélico es que los llamados “ricos” –sea en categorías económicas y sociales, o en el ámbito espiritual- no solamente dan de lo que les sobra, sino que lo hacen basados en su propia seguridad. Han renunciado a la seguridad de la fe para aferrarse a la seguridad de sus propias posesiones o capacidades.

            Si embargo, «esta pobre viuda ha puesto más que cualquiera de los otros, porque todos han dado de lo que les sobraba, pero ella, de su indigencia, dio todo lo que poseía, todo lo que tenía para vivir.» (Mc 12, 43 – 44). Pienso que esta mujer es capaz de tal desprendimiento porque sabe y cree que Dios no la desamparará.

            Se nos muestra ahora no sólo la audacia del que cree, sino su generosidad. El auténtico creyente une a la audacia de su fe la generosidad del amor. Así “la «fe que actúa por el amor» (Ga 5, 6) se convierte en un nuevo criterio de pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre.”[5]

            También nosotros queremos aprender a creer verdaderamente y así vivir concretamente desde nuestra fe, vivir día a día desde la Palabra de Dios. También nosotros queremos aprender a amar con generosidad.

            Por eso, nos dirigimos a María, Mater fidei – Madre de la fe y le suplicamos:

Abre nuestro oído a la Palabra, para que reconozcamos la voz de Dios y su llamada.

Aviva en nosotros el deseo de seguir sus pasos, saliendo de nuestra tierra y confiando en su promesa.

Ayúdanos a dejarnos tocar por su amor, para que podamos tocarlo en la fe.”[6]

           Enséñanos a amar con generosidad y a unir a nuestra pobreza la riqueza de la fe que             obra por el amor. Amén.




[1] BENEDICTO XVI, Ángelus, domingo 11 de noviembre de 2012 [en línea]. [fecha de consulta: 10 de noviembre de 2018]. Disponible en: <http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/angelus/2012/documents/hf_ben-xvi_ang_20121111.html>
[2] Ibídem
[3] Ibídem
[4] BENEDICTO XVI, Carta Apostólica Porta fidei sobre el Año de la Fe, 10.
[5] BENEDICTO XVI, Porta fidei, 6.
[6] PAPA FRANCISCO, Cara encíclica Lumen Fidei sobre la Fe, 60.

viernes, 9 de noviembre de 2018

«El templo de Dios es sagrado, y ustedes son ese templo»


Dedicación de la basílica de san Juan de Letrán – 2018

Quinto aniversario de mi ordenación sacerdotal

Jn 2, 13 – 22

«El templo de Dios es sagrado, y ustedes son ese templo»

Queridos hermanos y hermanas:

            El día de hoy, unidos a toda la Iglesia, celebramos la fiesta litúrgica de la Dedicación de la basílica de san Juan de Letrán  en Roma. Tal vez alguno se pregunte: ¿Por qué celebramos la dedicación de una iglesia que se encuentra en Roma? ¿Cuál es el sentido de esta celebración? ¿Qué relación tiene con nosotros esta fiesta?

            Para comprender el alcance universal de esta fiesta es importante saber que la basílica de san Juan de Letrán es la catedral de la diócesis de Roma, por lo tanto, la misma es la sede episcopal del Obispo de Roma, sucesor del Apóstol san Pedro y Papa de la Iglesia Católica.

Como sabemos, “el Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad así de los obispos como de la multitud de los fieles.”[1] Por ello esta fiesta es signo de amor y de unidad para con la cátedra de Pedro y para con  aquel que hoy ejerce el ministerio petrino. Por esta razón, la basílica de Letrán es considerada como “madre y cabeza de todas las iglesias de la Urbe y del Orbe”.

«El templo de Dios es sagrado, y ustedes son ese templo»

            Además de esta dimensión eclesial y petrina, la fiesta de hoy llama nuestra atención sobre una profunda verdad de nuestra fe cristiana: «Ustedes son el campo de Dios, el edificio de Dios.» (1 Cor 3, 9). El apóstol san Pablo al dirigirse a los corintios –y a nosotros- insiste en que cada uno de los fieles, y el conjunto de ellos, es decir, la Iglesia, son campo donde Dios siembra su Palabra y son edificio que alberga la presencia y la gloria de Dios.

            ¡Cuánto bien nos haría cada día saborear esta verdad de nuestra fe! Saborearla hasta que se convierta en profunda convicción y en sentimiento de vida. En mi corazón, en mi alma, en mí mismo, habita y actúa Dios; en mí mismo Él manifiesta su misericordia que es su gloria.

            Cada uno de nosotros, desde el Bautismo, es ese «edificio de Dios», es esa «casa de mi Padre» (Jn 2, 16) a la cual se refiere Jesús en el texto evangélico de hoy (Jn 2, 13 – 22). San Pablo lo dice con claridad: «¿No saben que ustedes son  templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes? El templo de Dios es sagrado, y ustedes son ese templo.» (1 Cor 3, 16. 17).

Por eso, en relación con esta consciencia y alegría que debiéramos tener, dice san Cesáreo de Arlés: “debemos disponer nuestras almas del mismo modo como deseamos encontrar dispuesta la Iglesia cuando venimos a ella. ¿Deseas encontrar limpia la basílica? Pues no ensucies tu alma con el pecado. Si deseas que la basílica esté bien iluminada, Dios desea también que tu alma no esté en tinieblas, sino que sea verdad lo que dice el Señor: que brille en nosotros la luz de las buenas obras y sea glorificado aquel que está en los cielos. Del mismo modo que tú entras en esta iglesia, así quiere Dios entrar en tu alma, como tiene prometido: Habitaré en medio de ellos y andaré entre ellos.[2]

Aniversario de mi ordenación sacerdotal

           
Detalle de la estola que utilicé en mi
ordenación sacerdotal.
Tuparenda, 9 de noviembre de 2013.
Fotografía de Javier Rugel.
¡Qué hermosa y qué exigente la vocación cristiana! ¡Qué hermosa, qué noble y qué exigente cada vocación dentro de la vida cristiana! ¿Cómo hacer para cuidarnos los unos a los otros como casa y templo de Dios? ¿Cómo hacer para no convertir la casa del Padre en una «casa de comercio» (cf. Jn 2, 16)? ¿Cómo hacer para que cuando destruimos el templo de Dios –que somos nosotros mismos-, Jesús Resucitado lo vuelva a levantar (cf. Jn 2, 19)?

            Como saben, hoy celebro cinco años de ordenación sacerdotal. Por eso, las palabras de la Liturgia y de esta homilía las recibo de forma especial en mi interior. Yo mismo experimento lo hermoso, noble y exigente de la vocación cristiana y de la vocación sacerdotal. Yo mismo experimento que muchas veces el corazón se deja invadir por el egoísmo y el pecado. Yo mismo experimento que siempre de nuevo necesito que Jesús arda de celo por la Casa del Padre y que Él mismo la purifique con su misericordia (cf. Jn 2, 17).

            Recordando el rito de la ordenación sacerdotal vienen a mi mente dos imágenes, dos momentos: la postración y la recepción de la casulla y la estola sacerdotal.

            La postración que significa la total disponibilidad del ordenando para con la voluntad de Dios, la viví como un momento de reconocimiento de mi pequeñez ante Dios y de entrega confiada a Él. Postrarme en el suelo era reconocerme pequeño, frágil y pecador. Pero también era confiarme al Dios que en su misericordia me llamó a seguir a su Hijo Jesús. La fragilidad conocida, reconocida y entregada se torna así filialidad. Sí, el Señor puede edificar siempre de nuevo su templo en nuestros corazones frágiles.

            Recuerdo vivamente el momento en que por primera vez me revestí con la casulla. Me invadió un sentimiento de paz y de gozo. Como si por un momento yo fuese plenamente aquello que estoy llamado a ser. La casulla significa el amor de Dios que envuelve al sacerdote y por lo tanto simboliza también la tierna caridad con la cual debe ejercer el ministerio y la potestad sacerdotal que se le ha confiado por medio de la Iglesia. Por eso, habitualmente, el sacerdote viste primero la estola sobre el alba, y luego se reviste con la casulla. El amor envuelve la autoridad ministerial y la potestad sacramental.

            Hoy, al recordar ese día intuyo que en realidad, para ser fieles al Señor, para que yo sea fiel a Jesús, siempre de nuevo he de “postrarme”; siempre de nuevo he de reconocer mi pobreza y desvalimiento para entregárselas al Señor como un niño. Y siempre de nuevo he de dejarme revestir por el amor misericordioso de Dios.

            Que hoy el Señor renueve en todos nosotros su presencia y acción; que Él nos renueve como templo suyo; y que, con confianza nos postremos ante Él para dejarnos alzar y revestir por su amor.

A la Santísima Virgen María, Domus Aurea – Casa de oro[3], nos encomendamos y le pedimos que Ella transforme nuestro ser “en tabernáculo predilecto de la Trinidad, donde siempre arde una lámpara perpetua y nunca se apaga el fuego del amor.”[4] Amén.

P. Oscar Iván Saldívar, I.Sch.

Tupãrenda, 9 de noviembre de 2018



[1] CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática Lumen Gentium sobre la Iglesia, 23.
[2] SAN CESÁREO DE ARLÉS, Sermones (Sermón 229, 1-3: CCL 104, 905-908).
[3] LETANÍAS DE LA VIRGEN. [en línea]. [fecha de consulta: 9 de noviembre de 2018]. Disponible en: <http://www.vatican.va/special/rosary/documents/litanie-lauretane_sp.html>
[4] P. JOSÉ KENTENICH, Hacia el Padre, 640.