La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

domingo, 25 de septiembre de 2016

Construir un puente o cavar un foso

Domingo 26° durante el año – Ciclo C

Construir un puente o cavar un foso

Queridos hermanos y hermanas:

            Un vez más nos encontramos ante una parábola tomada del Evangelio según san Lucas; se trata de la conocida parábola del “rico Epulón y el pobre Lázaro” (Lc 16, 19-31). En ella se nos presentan “dos figuras contrastantes: el rico, que lleva una vida disipada llena de placeres, y el pobre, que ni siquiera puede tomar las migajas que los comensales tiran de la mesa, siguiendo la costumbre de la época de limpiarse las manos con trozos de pan y luego arrojarlos al suelo.”[1]

Jesús dijo a los fariseos

            Esta vez la parábola, que es un relato construido con situaciones e imágenes de la vida cotidiana, parece estar dirigida a los fariseos, en el Leccionario el texto evangélico inicia diciendo: «Jesús dijo a los fariseos»[2]. Este aparente detalle puede llevarnos a pensar que Jesús dirige su enseñanza –y su crítica- a un tipo determinado de persona religiosa; un prototipo de persona, presente en el aquel tiempo y en el de hoy.

            Sabemos que el fariseísmo era un grupo religioso al interior del judaísmo del siglo I. Formaban parte de este grupo los escribas y doctores de la Ley. Es decir, se trataba de personas con conocimientos religiosos –con capacidad de leer y escribir-, que se esforzaban por una observancia fervorosa de la Ley de Moisés. Todo esto hace suponer que tenían un cierto nivel cultural, social y económico.

           
        Según la parábola, el rico –cuyo nombre desconocemos, pero que ha recibido el nombre de Epulón, término que deriva del latín epulabatur, es decir “el que banqueteaba”- «vestía de púrpura y lino finísimo y cada día hacía espléndidos banquetes» (Lc 16, 19), mientras que «a su puerta, cubierto de llagas, yacía un pobre llamado Lázaro, que ansiaba saciarse con lo que caía de la mesa del rico» (Lc 16,20).

A diferencia de lo que sucede con el hombre rico, el texto evangélico sí nos proporciona el nombre del hombre pobre, se llama “Lázaro, abreviatura de Eleázaro (Eleazar), que significa precisamente «Dios le ayuda». A quien está olvidado de todos, Dios no lo olvida; quien no vale nada a los ojos de los hombres, es valioso a los del Señor.”[3]

¿Qué se le reprocha al hombre rico de la parábola? Su indiferencia e indolencia ante la situación de su prójimo. Su indiferencia e indolencia ante una situación tan cercana: mientras él banqueteaba «a su puerta, cubierto de llagas, yacía un pobre».

Una comodidad indiferente

¿Será que Jesús reprocha a los fariseos de entonces y de hoy el hecho de llevar una vida cómoda, material y espiritualmente, sin interesarse por la vida de los demás?

Pienso que a veces, puede suceder que llevemos una vida cómoda materialmente y que nos desentendamos de los que pasan necesidad ante nuestras puertas, ante nuestros ojos. Pero también, a veces, puede suceder que llevemos una vida espiritual cómoda y nos desentendamos de los demás.

Llevamos una vida espiritual cómoda e indiferente a los demás cuando reducimos la vida espiritual a momentos de búsqueda de nuestro propio confort o bienestar. Así transformamos la vida espiritual en “consumismo religioso”. Y confundimos vida interior con algunos momentos de auto-complacencia, de búsqueda de sensaciones espirituales o interiores sin referencia alguna al prójimo o a Cristo y su Evangelio.

Cuando eso nos sucede, entonces para nosotros también vale el reproche que se hace al rico de la parábola. A él se le reprocha en primer lugar su egocentrismo; el culto al propio yo. Y en segundo lugar la indiferencia y la indolencia ante el prójimo. Esa cerrazón ante el prójimo que deviene en cerrazón ante Dios mismo.

Y aquí se muestra el drama del fariseo como prototipo religioso: mientras se ocupa sólo de sí mismo, de cuidarse a sí mismo corporal y espiritualmente; mientras se ocupa de cumplir preceptos olvidando el sentido de los mismos; mientras realiza ritos sin alma y sin referencia alguna hacia los demás, piensa que va construyendo su camino hacia la vida eterna, cuando en realidad lo que hace es cavar «un gran abismo» (cf. Lc 16,26).

Ese «gran abismo» que separa el «seno de Abraham» de la «morada de los muertos», es el foso que el mismo hombre rico ha cavado en vida, “un foso infranqueable entre sí y el pobre: el foso de su cerrazón en los placeres materiales, el foso del olvido del otro y de la incapacidad de amar, que se transforma ahora en una sed ardiente ya irremediable.”[4]

El Papa Francisco también nos advierte del riesgo del encerrase cómodamente en uno mismo: “El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya  no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien.”[5]

Despertar nuestra conciencia

            Queridos hermanos y hermanas, esta parábola “no se trata de una condena mezquina de la riqueza y de los ricos nacida de la envidia”[6]; sino de un despertar nuestra conciencia, nuestro corazón.

            Muchas veces nuestra conciencia se aísla, se cierra a la vida y a las necesidades de los demás. Y esto suele suceder cuando obsesivamente miro mis propias heridas y necesidades  no satisfechas. Otras veces, nuestra conciencia se adormece o se acostumbra a la pobreza material y espiritual. Ya no nos sobresalta la miseria de los demás. Es una noticia más entre otras.

            Aunque sea fiel cumplidor de mis prácticas religiosas, si mi conciencia es ciega a mis hermanos y sus necesidades, se hará ciega también ante Dios mismo. Hoy, Jesús quiere despertar nuestra conciencia, nuestro corazón, nuestro amor.

            Despertar nuestra conciencia, despertar nuestro corazón, pasa por cuestionarnos a nosotros mismos, cuestionar nuestra vida cristiana, nuestra vida de oración y de amor al prójimo. Despertémonos a nosotros mismos y preguntémonos: ¿Qué bienes materiales y espirituales poseo? ¿Cómo uso esos bienes materiales y espirituales? ¿Los uso para construir puentes o fosos? ¿Puentes de alianza, encuentro y solidaridad? ¿O fosos de egoísmo, aislamiento e indiferencia?

            Hagamos nuestra la súplica del salmo: «El Señor abre los ojos de los ciegos y endereza a los que están encorvados. El Señor ama a los justos» (Salmo 145,8). Sí, pidámosle sinceramente al Señor Jesús que abra nuestros ojos y nuestro corazón a las necesidades de nuestros hermanos y hermanas; que abra nuestros ojos y nuestro corazón para reconocerlo presente en nuestros hermanos y sus necesidades, así él enderezará nuestro camino, y en alianza con Él, con María y con nuestros hermanos, construiremos un puente hacia el Cielo, un puente hacia la vida eterna. Amén.


[1] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración (Editorial Planeta Chilena S.A., Santiago 2007), 253s.
[2] En la Biblia, esta parábola está situada luego de unos dichos dirigidos a los fariseos. Lc 16,14 dice: «Estaban oyendo todas estas cosas los fariseos, que son amigos del dinero y se burlaban de él». Probablemente por esta razón el Leccionario agrega al inicio de esta parábola: «Jesús dijo a los fariseos».
[3] BENEDICTO XVI, Ángelus del domingo 30 de septiembre de 2007. [en línea]. [fecha de consulta: 25 de septiembre de 2016]. Disponible en: < http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/angelus/2007/documents/hf_ben-xvi_ang_20070930.html>
[4] BENEDICTO XVI, Spe Salvi 44.
[5] PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium 2.
[6] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret…, 257.

viernes, 16 de septiembre de 2016

¿A quién le entrego mi corazón?

Domingo 25° del tiempo durante el año – Ciclo C

¿A quién le entrego mi corazón?

Queridos hermanos y hermanas:

            En la Liturgia de la Palabra de hoy encontramos la parábola del administrador infiel (Lc 16, 1-8). Una parábola que “suscita en nosotros cierta sorpresa porque en ella se habla de un administrador injusto, al que se alaba”[1]. Sin embargo, debemos leer y reflexionar atentamente este texto evangélico para comprender la enseñanza que Jesús quiere entregarnos.

El administrador infiel

            Como sabemos, las parábolas son relatos que Jesús va construyendo con imágenes y situaciones de la vida cotidiana de su tiempo. Al escuchar esta parábola, nos damos cuenta de que también en tiempos de Jesús existía la corrupción; el abuso de confianza y el mal uso de las propias capacidades y de los bienes confiados. Es lo que se desprende del texto evangélico: «Había un hombre rico que tenía una administrador, al cual acusaron de malgastar sus bienes. Lo llamó y le dijo: “¿Qué es lo que me han contado de ti? Dame cuenta de tu administración, porque ya no ocuparás más ese puesto”» (Lc 16, 1-2).

           
           Ante esta situación el administrador infiel se ve en apuros y debe pensar en cómo prever su futuro: «”¿Qué voy a hacer ahora que mi señor me quita el cargo? ¿Cavar? No tengo fuerzas. ¿Pedir limosna? Me da vergüenza.”» (Lc 16,3). Es entonces cuando este hombre infiel demuestra toda su capacidad y astucia: «”¡Ya sé lo que voy a hacer para que, al dejar el puesto, haya quienes me reciban en su casa!”. Llamó uno por uno a los deudores de su señor y preguntó al primero: “¿Cuánto debes a mi señor?”. “Veinte barriles de aceite”, le respondió. El administrador le dijo: “Toma tu recibo, siéntate en seguida, y anota diez”.» (Lc 16, 4-6).

            ¿Qué hizo el administrador astuto? En tiempos de Jesús, era costumbre que los administradores tuvieran la facultad de aumentar los préstamos de sus señores, de modo que, en la devolución del préstamo, ellos recibieran la parte aumentada como pago por su trabajo administrativo.[2] Sería lo que hoy conocemos como “gastos administrativos”.

            Por lo tanto, lo que el administrador astuto hizo, no fue disminuir el monto del préstamo debido a su señor, sino renunciar a la parte que le correspondía como ganancia personal. Renunciando a esta ganancia quedaría en buenos términos con los deudores de su señor. Por eso la parábola concluye diciendo: «Y el señor alabó a este administrador deshonesto, por haber obrado tan hábilmente.» (Lc 16,8).

            En el fondo se alaba no la corrupción por la cual ha sido despedido este administrador, sino su astucia para salir al paso de la nueva situación que se ha creado como resultado de su infidelidad. Se reconoce su astucia, su inteligencia, sus capacidades.

            También hoy podríamos reconocer la astucia e inteligencia de tantas personas que ponen todos sus esfuerzos y capacidades en lograr beneficios de forma corrupta. ¡Cuánta gente tan astuta para hacer el mal! ¡Cuánta gente tan inteligente y hábil para la corrupción y para la consecución de intereses mezquinos!

            Lo vemos a diario en nuestro medio: personas que hábilmente se aprovechan de los recursos del Estado; personas que montan sutiles esquemas para defraudar o para percibir beneficios a costa del bien común; personas que ponen todas sus capacidades para manipular a otros y utilizar las instancias de decisión común en favor del interés personal. ¡Cuánta astucia! ¡Cuánta inteligencia! ¡Cuánta capacidad! Pero todo puesto al servicio del egoísmo, del mal y del crecimiento de “ese cáncer social que es la corrupción”.[3]

            Queridos hermanos y hermanas: todas nuestras capacidades y bienes humanos, de los cuales somos meros administradores (cf. Lc 16,1), deberíamos ponerlos al servicio del bien común, al servicio de los demás, al servicio del Reino de Dios. Es decir, al servicio del verdadero Bien y no de bienes aparentes. Si este administrador infiel se ha mostrado astuto en el mal, ¡cuánto más podrían fructificar sus capacidades obrando rectamente el bien!

Tu tesoro y tu corazón

¿Qué debemos hacer para poner todas nuestras capacidades al servicio del bien? ¿Cómo hacer para decidirnos a poner toda nuestra inteligencia, astucia y creatividad al servicio del Reino de Dios?

La respuesta es sencilla pero profunda y contundente: entregarle nuestro corazón a Jesús. Entregarle a Él el núcleo de nuestra personalidad. Ese lugar íntimo desde donde brotan nuestras decisiones y amores más auténticos. Nuestra vida se juega en a quién le entregamos nuestro corazón. Nuestra vida se pierde o se salva dependiendo de a quién le entreguemos el corazón, porque «allí donde esté tu tesoro, estará también tu corazón» (Mt 6,21).

Y aquí vale la pena que nos preguntemos: ¿dónde está mi tesoro? ¿Dónde está realmente mi corazón? ¿Por qué o por quién late mi corazón? ¿Por qué o por quién me apasiono con todo mi ser? ¿Mi corazón está apasionado por los bienes perecederos o por el Bien mismo que es Jesús?

Entregar el corazón entero

            Pero todavía hay una dimensión más del texto evangélico de hoy. Cuando entregamos el corazón debemos hacerlo por entero, no podemos hacerlo a medias: «Ningún servidor puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se interesará por el primero y menospreciará al segundo. No se puede servir a Dios y al dinero» (Lc 16,13).

            Jesús, como maestro de vida y de vida plena (cf. Jn 10,10), nos enseña que nuestro corazón está hecho para entregarse por entero, no a medias. No podemos vivir interiormente divididos. Cuando tratamos de vivir una entrega a medias vivimos mediocremente. Y la mediocridad nos lleva a la frustración, y la frustración a la hipocresía.

            Se trata de tomar una decisión, de hacer una opción sincera y radical. “En verdad, la vida es siempre una opción: entre honradez e injusticia, entre fidelidad e infidelidad, entre egoísmo y altruismo, entre bien y mal. (…). En definitiva —dice Jesús— hay que decidirse.”[4]

           
       Cuando nos decidimos por Jesús, cuando nos decidimos de corazón por responder a su amor con nuestro amor, entonces ponemos todas nuestras capacidades y bienes al servicio del Reino de Dios, al servicio del bien de nuestros hermanos y hermanas, y así encontramos nuestro propio bien.

            No temamos entregarnos por entero. Jesús se ha entregado por entero en la cruz por nosotros y así nos abrió el camino hacia la resurrección. El que se entrega por entero en el amor se encamina también hacia la resurrección de Jesús. “El Señor, que dio todo por nosotros, no se contenta con recibir la mitad de nuestra vida: quiere enteros alma y corazón, y no le basta el resplandor pálido de una mediocre entrega.”[5]

            Pidámosle a la Santísima Virgen María, en cuyo sí no había reservas ni amargas quejas, que nos enseñe a entregarle totalmente nuestro corazón a su hijo Jesús y que podamos experimentar en nuestra vida que “quien ofrece entera la vida por causa del Señor, experimenta la bendición y el gozo de la vida verdadera.”[6] Amén.




[1] BENEDICTO XVI, Celebración eucarística en la plaza delante de la catedral de Velletri, 23 de septiembre de 2007 [en línea]. [fecha de consulta: 16 de septiembre de 2016]. Disponible en: <http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/homilies/2007/documents/hf_ben-xvi_hom_20070923_velletri.html>
[2] Cf. Nueva Biblia de Jerusalén, nota al pie de Lc 16,8.
[3] PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium 60.
[4] BENEDICTO XVI, Ibídem
[5] P. JOSÉ KENTENICH, Hacia el Padre 411.
[6] P. JOSÉ KENTENICH, Hacia el Padre 415.

jueves, 8 de septiembre de 2016

¿Escuchar o murmurar?

Domingo 24° durante el año – Ciclo C

¿Escuchar o murmurar?

Queridos hermanos y hermanas:

            Al leer esta perícopa del Evangelio (Lc 15, 1-10) llama la atención la actitud que ante Jesús toman publicanos y pecadores por un lado, y fariseos y escribas por otro lado.

            Mientras «todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo», «los fariseos y escribas murmuraban» (Lc 15, 1. 2). Unos escuchan; es decir, se abren interiormente a las palabras y gestos de Jesús; en cambio, otros se cierran ante el mensaje y la presencia de Cristo con sus murmuraciones.

            Abrirse o cerrarse a la misericordia de Dios en Cristo Jesús. Allí pareciera radicar la verdadera diferencia entre los publicanos y pecadores, y los fariseos y escribas.

¿Quiénes eran los publicanos?

            A lo largo de las páginas del Evangelio vemos que muchas personas se acercan a Jesús. Multitudes lo seguían buscando saciar su hambre o trayendo a sus enfermos y posesos para que Él los sanara. Entre los muchos que buscan a Jesús se encuentran los publicanos y pecadores. Pero, ¿quiénes eran estos publicanos? ¿Y  quiénes eran considerados pecadores públicos en la época de Jesús?

           
              “Los publicanos se cuentan entre la gente más despreciable.”[1] Se los enumeraba junto con ladrones, bandidos, gentiles y prostitutas; y figuraban entre los más despreciados por ser los cobradores del impuesto para Roma.

            Así mismo, “son designados como pecadores todos aquellos cuya vida inmoral es notoria y los que ejercen una profesión nada honorable o que induce a faltar a la honradez (…). También pasa por pecador el que no conoce la interpretación farisea de la ley, pues si no conoce la interpretación de la ley, tampoco la observa.”[2]

            Por otro lado, los fariseos son un grupo religioso al interior del judaísmo del siglo I. “La secta judía de los fariseos comprendía en tiempos de Jesús alrededor de seis mil miembros (…). Contaba entre sus miembros a la totalidad de los escribas y de los doctores de la ley (…). Organizando a sus miembros en cofradías religiosas trataba de mantenerlos en la fidelidad a la ley y en el fervor.”[3]

¿Escuchar o murmurar?

            Como decía al inicio, llama la atención que sean los publicanos y los pecadores públicos los que se acerquen a Jesús con un corazón abierto a su mensaje.

            Tal vez, conscientes de su situación de vida, con humildad se acercan a Jesús buscando la misericordia que otros le niegan. Sin embargo, también es cierto que el mismo Jesús se muestra accesible, disponible y cercano a estas personas. Precisamente es lo que le reprochan los fariseos: «Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos» (Lc 15,2b).

            Ante este reproche Jesús responde con las parábolas que hemos escuchado: la oveja perdida (Lc 15, 1-8) y la dracma perdida (Lc 15, 8-10).

            «Si alguien tiene cien ovejas y pierde una, ¿no deja acaso las noventa y nueve en el campo y va a buscar la que se había perdido, hasta encontrarla?» (Lc 15,4).

            Con esta parábola Jesús señala que aquellas personas consideradas pecadoras y marginadas de la vida religiosa son como ovejas que se han perdido. Pero sobre todo, señala que son ovejas que le pertenecen al pastor. El hecho de estar perdidas o marginadas no anula su pertenencia a Dios.



            Dios sale a buscar a los que se han perdido o han sido marginados porque ellos le siguen perteneciendo, siguen estando presentes en su corazón. ¡Qué consuelo! Aunque pequemos, aunque nos sintamos perdidos, le seguimos perteneciendo a Dios. Nada puede separarnos de su amor en Cristo Jesús (cf. Rom 8, 38-39).

            Y al mismo tiempo, ¡qué desafío! Comprender y testimoniar que no hay pecado o situación que disminuya el amor de Dios por los hombres. Esto es lo que los fariseos no logran comprender. Para ellos el pecado excluye irremediablemente del amor de Dios; para Jesús, Dios sale a buscar al pecador porque lo ama y quiere sanarlo. No se niega la realidad del pecado; pero se afirma la incondicionalidad y la fuerza del amor misericordioso de Dios.

            «Y cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría» (Lc 15,5).

            El pastor –imagen de Dios- “pone sobre sus hombros la oveja hallada. (…) Cuando la oveja se extravía del rebaño, va corriendo sin meta de una parte a otra, se hecha al suelo sin fuerzas y es preciso cargar con ella. El pastor la trata con más delicadeza que a las otras. Sin embargo, la búsqueda por un terreno montañoso y pedregoso le impone esfuerzos y fatigas. Pero todo lo olvida cuando recobra la oveja perdida.”[4]

            Sí, el pecado, el egoísmo, la indiferencia y la tristeza son los terrenos áridos, pedregosos y montañosos donde muchas veces nos perdemos. Vamos allí guiados por nuestro egocentrismo, por nuestro afán de autocomplacencia, y así perdemos el rumbo y el sentido de la vida. Pero en Cristo Jesús, Dios no se cansa de salir a buscarnos hasta encontrarnos y “nos vuelve a cargar sobre sus hombros una y otra vez”.[5]

            Y cuando nos encuentra no nos reprocha o reclama el habernos alejado de Él. Sino que nos demuestra su gran amor con la alegría del reencuentro: «y al llegar a su casa llama a sus amigos y vecinos, y les dice: “Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido» (Lc 15,6).

            Buscar constantemente; cargar sobre sí y alegrarse por el reencuentro. Estas son las actitudes de Dios para con el pecador que se ha perdido. Estas son las actitudes de Jesús para con nosotros cuando nos perdemos en la vida.

            ¡Cuánto consuelo habrán recibido los publicanos y pecadores al escuchar las palabras de Jesús! ¡A cuánta misericordia se han cerrado escribas y fariseos al murmurar contra Jesús! ¿Cuál es nuestra actitud de vida? ¿Escuchamos con un corazón abierto la palabra misericordiosa de Jesús o murmuramos en nuestro interior porque es misericordioso con los demás?

Dejarnos encontrar

            Se trata de dejarnos encontrar por Jesús y su misericordia; dejarnos perdonar. En realidad –hoy como ayer- tanto publicanos como fariseos necesitamos ser encontrados, necesitamos aprender a ser hijos del Padre bueno que recibe en su casa tanto a su hijo menor como a su hijo mayor (cf. Lc 15, 11-32).

            En ese sentido, tanto publicanos como fariseos deben convertirse a Dios en Cristo Jesús. Precisamente esa es la experiencia de san Pablo quien pertenecía al grupo de los fariseos (cf. Flp 3,5), pero luego de encontrarse con Cristo y su misericordia, se convirtió al Dios que ama tanto a los israelitas como a los gentiles. El mismo Apóstol dice: «Fui tratado con misericordia» y «si encontré misericordia, fue para que Jesucristo demostrara en mí toda su paciencia, poniéndome como ejemplo de los que van a creer en él para alcanzar la Vida eterna» (1Tim 1, 13. 16).

           
            Dejémonos encontrar por el Señor. Este Año Santo de la Misericordia “es el momento para decirle a Jesucristo: «Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores». ¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido!”.[6]

            A María, Refugium peccatorum, que presurosa buscó al niño Jesús y lo encontró en el templo (cf. Lc 2, 44-46), le pedimos que desde el santuario salga a buscarnos siempre de nuevo cuando nos perdemos. Así experimentaremos en nuestras vidas la alegría del Evangelio, la alegría de ser encontrados, la alegría de ser acogidos por la misericordia de Cristo Jesús. Amén.


[1] A. STÖGER, El Nuevo Testamento y su mensaje. El Evangelio según san Lucas. Tomo II (Editorial Herder, Barcelona 1993), 58.
[2] Ibídem
[3] X. LÉON DUFOUR, Vocabulario de Teología Bíblica (Editorial Herder, Barcelona 1993), 326.
[4] A. STÖGER, El Nuevo Testamento y su mensaje…, 60.
[5] PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium 3.
[6] Ibídem

jueves, 1 de septiembre de 2016

Insensato ante el mundo, sensato ante Dios

Jueves de la Semana 22 del tiempo durante el año – Ciclo C

Insensato ante el mundo, sensato ante Dios

Queridos hermanos y hermanas:

            La primera lectura del día de hoy (1Cor 3,18-23) nos advierte: «¡Que nadie se engañe! Si alguno se tiene por sabio en este mundo, que se haga insensato para ser realmente sabio». ¡Qué paradoja! Ser insensato ante el mundo para ser sensato ante Dios.

Al exhortarnos a hacernos insensatos ante el mundo para ser sensatos ante Dios, san Pablo contrapone la “sabiduría mundana” a la sabiduría que proviene de Dios.

Sabiduría mundana

Pienso que cada uno de nosotros podría sacar desde su propia experiencia ejemplos de “sabiduría mundana”. En nuestro propio entorno la sabiduría mundana se manifiesta en aquellas personas que constantemente buscan su propio provecho a costa de los demás. El folclórico personaje del “letradito”  es ejemplo de ello. La sabiduría mundana engendra la corrupción.

Otro ejemplo de sabiduría mundana lo constituye el mal uso del conocimiento adquirido. A veces, personas preparadas intelectualmente utilizan sus conocimientos para dañar a los demás en lugar de ayudarlas. O para jactarse de saber más que otros. La soberbia también es un signo de sabiduría mundana.

Finalmente la erudición vacía es también sabiduría mundana. Y sobre todo la erudición en cuestiones religiosas puede volverse sabiduría mundana. El conocimiento religioso se vuelve mundano cuando no se lo aplica a la vida cotidiana, sobre todo cuando no se manifiesta como misericordia para con los demás.

Sabiduría de Dios

            En cambio, la sabiduría que proviene de Dios, nace en primer lugar de saber que le pertenecemos a Cristo Jesús (cf. 1Cor 3, 23). Pero este saber que somos de Cristo es sobre todo un saber experiencial, es decir, nace del encuentro personal con Cristo.

            En segundo lugar, la sabiduría que proviene de Dios, nos ayuda a reconocer en nuestra vida cotidiana que Dios es Dios. Aún más, «comienzo de la sabiduría es el temor de Dios» (Pr 9,10); es decir, el temor de Dios, el respeto por Dios, por su Nombre, por su presencia en nuestra vida, nos ayuda a vivir una vida sabia, una vida de acuerdo con su Palabra.

Finalmente, fruto de la sabiduría que proviene de Dios es un corazón puro, un corazón sencillo y transparente que nos permite vivir en constante presencia de Dios: «¿Quién podrá subir a la Montaña del Señor y permanecer en su recinto sagrado? El que tiene las manos limpias y puro el corazón; el que no rinde culto a los ídolos» (Salmo 23, 3-4).

Pescador de hombres

            Precisamente en el evangelio (Lc 5, 1-11) vemos cómo Pedro renuncia a su propia sabiduría –su experiencia de pescador- para fiarse de la palabra de Jesús: «Maestro, hemos trabajado la noche entera y no hemos sacado nada, pero si tú lo dices, echaré las redes» (Lc 5,5).

           
María, trono de la Sabiduría
La confianza nos abre a experimentar la sabiduría de Dios en nuestras vidas. Así, si renunciamos a nuestras seguridades y certezas, a nuestras opiniones y prejuicios, y a nuestra propia experiencia, para abrirnos a la Palabra de Dios, el Señor nos regalará su sabiduría.

            A tal punto que, como Pedro, experimentaremos muy concretamente que Dios es Dios en nuestra vida (cf. Lc 5,8-9). Sin embargo, al experimentar la sabiduría de Dios en  nuestras vidas, estamos llamados a dar testimonio de ella ante los demás. También a nosotros se nos dirigen estas palabras de Jesús: «No temas, de ahora en adelante serás pescador de hombres» (Lc 5,10b).

            En el santuario le pedimos a María, Madre de la Sabiduría, que nos eduque y nos conceda un corazón abierto a recibir la sabiduría de vida que proviene de Dios. Amén.