La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

lunes, 25 de abril de 2016

«Les doy un mandamiento nuevo»

Domingo 5° de Pascua – Ciclo C - 2016

Jn 13, 31 – 33a. 34 – 35

«Les doy un mandamiento nuevo»

Queridos hermanos y hermanas:

            El evangelio de hoy (Jn 13, 31-33a. 34-35) pone ante nuestros ojos el “mandamiento nuevo”: «Ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también los unos a los otros» (Jn 13, 34).

«Les doy un mandamiento nuevo»

            ¿En qué consiste la novedad de este mandamiento de Jesús? ¿No se nos manda ya en el Antiguo Testamento el amor al prójimo (cf. Lv 19, 18)?

            San Agustín también se pregunta en qué consiste esta novedad, y, reflexionando responde:

            Os doy –dice- el mandato nuevo: que os améis mutuamente. ¿Es que no existía ya este mandato en la ley antigua, en la que hallamos escrito: Amarás a tu prójimo como a ti mismo? ¿Por qué, pues, llama nuevo el Señor a lo que nos consta que es tan antiguo? ¿Quizá la novedad de este mandato consista en el hecho de que nos despoja del hombre viejo y nos reviste del nuevo? Porque renueva en verdad al que lo oye, mejor dicho al que lo cumple, teniendo en cuenta que no se trata de un amor cualquiera, sino de aquel amor acerca del cual el Señor, para distinguirlo del amor carnal, añade: Como yo os he amado.”[1]

            Sí, el mandamiento de amarnos los unos a los otros como Jesús nos amó es nuevo porque nos renueva en lo más íntimo de nuestro ser cuando lo vivimos.

Amor pascual

            En ese sentido podríamos decir que el amor con que Jesús nos amó es un “amor pascual”. Un amor que ha sido «amor hasta el fin», hasta el extremo (Jn 13,1). Un amor que ha pasado por la entrega de la cruz y ha vencido a la muerte en la resurrección.

            Cuando el amor se entrega hasta el fin y vence la muerte del egoísmo entonces renueva al que ama. Entonces es “amor pascual”.

            Comprendemos entonces la petición que le hicimos a Dios en la oración colecta de este día: “realiza plenamente en nosotros el misterio pascual”.[2]

            El misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo debe realizarse todavía en cada uno de nosotros. Y se realiza precisamente en la medida en que nuestro amor a Dios y a los demás madura en la entrega de la cruz.

            En ese sentido interpreto las palabras de los Hechos de los Apóstoles que hoy hemos escuchado: «Pablo y Bernabé… …Confortaron a sus discípulos y los exhortaron a perseverar en la fe, recordándoles que es necesario pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios» (Hch 14, 22).

            Entrar en el Reino de Dios es amar como Jesús nos amó: “hasta el fin”; “despojándose de sí mismo”; “haciéndose siervo de los demás”; “haciendo el bien a los demás”; sin egoísmos, sin fingimientos, sin esperar retribución o reconocimiento alguno, sino amando sincera y desinteresadamente.

            Muchas veces nuestro amor está teñido por el egoísmo y por la búsqueda del propio yo. Si somos sinceros nos daremos cuenta de que muchas veces amamos sólo a los que nos aman. Y, a veces, en realidad no amamos, sino más bien “queremos”; es decir, sentimos afecto por alguien que nos hace bien, pero olvidamos pensar en su propio bien.

Así, saludamos a los que nos saludan, ayudamos a los que nos ayudan o lo hacemos esperando algún reconocimiento; buscamos amistades que nos convienen u ofrecemos cariño esperando recibir una retribución a cambio. Si somos sinceros nos daremos cuenta que nuestro amor todavía es pequeño y muchas veces es más búsqueda del propio yo que camino de encuentro con el tú.

Por eso las “tribulaciones” purifican nuestro amor y nuestro corazón. Si vivimos nuestras dificultades unidos al misterio pascual de Jesucristo, entonces las dificultades, obstáculos y crisis se volverán camino de maduración para nuestro amor. Cuando el amor entra en crisis, es un llamado a la madurez de ese amor, a la madurez de las personas que lo viven: “Aquello que era terreno en el pensar o demasiado humano en la entrega, quiso Dios orientarlo hacia las alturas y sumergirlo enteramente en su corazón.”[3]

Sí, vivir el mandamiento nuevo del amor, el mandamiento pascual del amor, nos purifica de todo egoísmo y nos libera de nuestras ataduras y  encierros, y por eso nos renueva.

Un don  nuevo

           
Mater Divini Amoris
Madre del Amor Divino
Así el “mandamiento nuevo” se revela verdaderamente como un “don nuevo” de la misericordia de Dios en Cristo Jesús. “Puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1Jn 4, 10), ahora el amor ya no es sólo un «mandamiento», sino la respuesta al don del amor con el cual viene a nuestro encuentro.”[4]

            Sí, con este mandato nuevo, con este don nuevo del amor pascual en Cristo, Dios, que está sentado en el trono vuelve a decir: «Yo hago nuevas todas las cosas» (Ap 21, 5).


            A María, Mater Amoris Paschalis - Madre del amor pascual, que supo atravesar con la luz de la fe y el amor la oscuridad de la muerte en cruz para llegar al amanecer de la resurrección, le pedimos que nos eduque para que nuestro amor llegue a ser también amor pascual y así se nos reconozca como discípulos de su hijo Jesucristo, Nuestro Señor. Amén.




[1] SAN AGUSTÍN, Sobre el Evangelio de San Juan, Tratado 65, 1.
[2] MISAL ROMANO, Domingo V de Pascua, Oración colecta.
[3] P. JOSÉ KENTENICH, Hacia el Padre, 616.
[4] BENEDICTO XVI, Deus caritas est, 1.

domingo, 10 de abril de 2016

«¡Es el Señor!»

Domingo 3° de Pascua – Ciclo C – 2016

Jn 21, 1 – 19

«¡Es el Señor!»

Queridos hermanos y hermanas:

            El evangelio que acabamos de escuchar (Jn 21, 1-19) nos relata cómo «Jesús resucitado se apareció otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades» (Jn 21, 1). Según el Evangelio de Juan «ésta fue la tercera vez que Jesús resucitado se apareció a sus discípulos» (Jn 21, 14).

            Quisiera invitarles a que meditemos juntos esta perícopa del Evangelio que la Liturgia de la Palabra nos presenta hoy. Para hacerlo quisiera señalar tres momentos del texto: el reconocer al Resucitado, el compartir con Él y el amarlo en el seguimiento cotidiano. Descubramos cómo estos tres momentos se van desarrollando en el diálogo entre el Resucitado y sus discípulos.

«¡Es el Señor!»

            Encontramos a los discípulos «a orillas del mar de Tiberíades». El Evangelio según san Juan recoge al menos dos apariciones precedentes del Resucitado a sus discípulos (cf. Jn 20, 19-29); en la primera aparición Jesús Resucitado dona el Espíritu Santo a sus discípulos y con ello les transmite el don de la reconciliación y los envía a la misión; en la segunda aparición el Resucitado se manifiesta a Tomás y declara felices a los que creen sin haber visto.

            Sin embargo, luego de estas dos manifestaciones del Resucitado, los discípulos parecen volver a la vida cotidiana, a su vida de pescadores, y por eso los encontramos «a orillas del mar de Tiberíades», probablemente en el mismo lugar en el cual una vez Jesús los llamó a ser «pescadores de hombres» (cf. Lc 5, 1-11).

            Sí, vuelven a su cotidianeidad, a sus ocupaciones y preocupaciones: «Salieron y subieron a la barca. Pero esa noche no pescaron nada» (Jn 21, 3). Sin embargo, al amanecer –cuando vuelve la luz del sol- «Jesús estaba en la orilla, aunque los discípulos no sabían que era él» (Jn 21, 4). Y nuevamente Jesús les indica dónde echar las redes, las cuales se llenaron de peces. En ese momento «el discípulo al que Jesús amaba dijo a Pedro: “¡Es el Señor!”»(Jn 21, 7).

           
El milagro de la Pesca de 153 peces.
Duccio, Siglo XIV.
Wikimedia Commons.
En medio de la vida cotidiana «el discípulo al que Jesús amaba» reconoce a Jesús Resucitado como su Señor. Y es interesante que el Evangelio nos diga que el primero en reconocer al Resucitado no es Pedro –el primero de los apóstoles- sino «el discípulo al que Jesús amaba». La tradición de la Iglesia ha reconocido en este “discípulo amado” a Juan.

            Pero en realidad, cada uno de nosotros está llamado a ser ese “discípulo amado”. El discípulo amado es el primero en reconocer al Resucitado, porque a lo largo del caminar terreno de su Maestro ha estado siempre a su lado, en la fidelidad y en la intimidad del amor. En el amor lo ha conocido verdadera y profundamente, porque el amor es fuente de conocimiento.[1] El que ama de verdad, conoce de verdad.

            Durante la última cena, «el discípulo al que Jesús amaba, estaba reclinado muy cerca de Jesús»[2], incluso «se reclinó sobre Jesús» (Jn 13, 23. 25). Sí, el discípulo amado es aquél que descansa sobre el pecho de Jesús –descansa en su seno, en sus entrañas-, y así escucha el latir de su corazón, participa de su intimidad, escucha sus palabras y las guarda en su propio corazón para vivirlas. Así como el Hijo Unigénito está en el seno del Padre, así el discípulo amado está en el seno de Jesús (cf. Jn 1, 18).  

«Vengan a comer»

            Una vez que los discípulos han reconocido a Jesús Resucitado, Él los invita a comer, los invita a compartir el pan y los peces: «Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio, e hizo lo mismo con el pescado» (Jn 21, 13).

            En el fondo se trata de una comida post-pascual, de una comida con el Resucitado. Allí, el Maestro vuelve a reunir a los suyos alrededor de sí para alimentarlos con su presencia, con su palabra y con su pan. Los discípulos vuelven a recordar tantas comidas con Jesús, tantas mesas compartidas con Él, con los demás discípulos e incluso con los pecadores perdonados. La mesa eucarística se vuelve así signo eficaz de la presencia del Resucitado.

«¿Me amas más que éstos?»

            Y después de comer, después de alimentar a los suyos, Jesús Resucitado toma a Pedro e inicia con él uno de los diálogos más conmovedores del Evangelio:

            «Después de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?”. Él le respondió: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Jesús le dijo: “Apacienta mis corderos”» (Jn 21, 15).

            Sabemos que tres veces Jesús interroga a Pedro sobre su amor. Y la tercera vez, conociendo Jesús que su discípulo debía todavía madurar, le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?» (Jn 21, 17). Ya no pregunta a su discípulo si lo “ama”, sino, pregunta si lo “quiere”.[3] Y Pedro, entristecido porque era interrogado por tercera vez responde: «Señor, tú lo sabes todo; sabes que te quiero» (Jn 21, 17).

            Sí, Pedro “quiere” a Jesús, pero con el tiempo aprenderá a “amar” a Jesús, y sobre todo aprenderá, en el seguimiento a su Maestro Resucitado (Jn 21, 19), a amar hasta el fin como Jesús (cf. Jn 13, 1), dando su vida en el martirio.

            Queridos hermanos y hermanas; también nosotros, luego de los intensos días de la Semana Santa, hemos vuelto a nuestra vida cotidiana, como los discípulos. Pero en nuestra vida cotidiana estamos llamados a reconocer a Jesús Resucitado. En la medida en que descansemos en el corazón de Jesús lo reconoceremos en nuestro día a día, y podremos decir con el discípulo amado: «¡Es el Señor!».

            Reconociendo al Resucitado, nos sentaremos con Él y con nuestros hermanos a la mesa eucarística, donde Él nos alimentará con su palabra, con su cuerpo y su sangre. Así fortalecidos por estos dones, podremos madurar nuestro amor como Pedro, y siguiendo los pasos de Jesús llegaremos también a decir: «Señor, tú lo sabes todo, sabes que te amo».

            Sí, la vida con Jesús Resucitado podemos sintetizarla en estas tres palabras: reconocer al Señor, compartir con Él y amar como Él a nuestros hermanos. Si así vivimos nuestra vida cristiana, ella será testimonio de que lo que Dios ha hecho en Jesús de Nazaret al resucitarlo, sigue siendo fecundo en nuestra vida por la acción constante del Espíritu Santo. Sí, la Resurrección de Jesús es el inicio de nuestra propia resurrección, de nuestra nueva vida en el amor.

            A María, Regina Coeli - Reina del Cielo y Mujer de la Pascua, encomendamos nuestra vida para que sea testimonio creíble y misericordioso de la resurrección de su hijo, Jesucristo nuestro Señor. Amén.


[1] Cf. PAPA FRANCISCO, Carta encíclica Lumen Fidei sobre la fe, 28.
[2] La versión latina de Jn 13,23 dice: «Erat ergo recumbens unus ex discipulis eius in sinu Iesu, quem diligebat Iesus.» Es decir, «en el seno de Jesús», en sus entrañas.
[3] El texto original griego distingue entre “me amas” (agapas me - agapas me) y “me quieres” (fileis me - fileis me).