La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

domingo, 25 de febrero de 2018

Alimenta nuestro espíritu con tu Palabra


Domingo 2° de Cuaresma – Ciclo B

Mc 9, 2 – 10

Alimenta nuestro espíritu con tu Palabra

Queridos hermanos y hermanas:

            Celebramos ya el segundo domingo de este tiempo especial de la Cuaresma. Iniciando la segunda semana de este tiempo litúrgico se nos brinda la oportunidad de adentrarnos en el espíritu cuaresmal. ¿En qué consiste este espíritu cuaresmal? ¿Cómo podemos concretar la vivencia del espíritu propio de este tiempo?

            Recordemos lo que expresa la oración colecta de la misa de este día:
“Padre santo, que nos mandaste escuchar a tu Hijo amado, alimenta nuestro espíritu con tu Palabra, para que, después de haber purificado nuestra mirada interior, podamos contemplar gozosos la gloria de su rostro.”[1]

            La oración mencionada nos señala que el espíritu cuaresmal consiste en la purificación del corazón humano para hacerlo capaz de contemplar el rostro de Dios.

Purificación cuaresmal

            El tiempo cuaresmal está marcado por el llamado a purificarnos; por el llamado a purificar nuestro cuerpo y nuestra alma. Como camino de purificación del cuerpo, la Iglesia nos ofrece el ayuno y la abstinencia.

El ayuno concreto, es decir, el renunciar a consumir alimentos en las cantidades a las que estamos habituados, tiene un triple sentido. En primer lugar, unirnos al sacrificio de Jesús haciendo un sacrificio concreto, realizando una renuncia concreta. En esto estamos llamados a ir a contracorriente de una sociedad cómoda y hedonista. Se trata de renunciar a las alegrías sensibles que nos brinda la comida. En segundo lugar, el ayuno es una manera de fortalecer nuestra voluntad; una manera de aprender a educarnos a nosotros mismos poniéndonos límites. En tercer lugar, el ayuno tiene una dimensión solidaria. Lo que renunciamos a consumir deberíamos compartirlo con aquellos que lo necesitan. Por eso, a la larga, el ayuno está íntimamente unido a la limosna  y a la oración.

Así el primer tiempo de la Cuaresma al estar marcado por el ayuno y la abstinencia enfatiza la purificación del cuerpo. Sin embargo hoy, la Liturgia enfatiza la purificación del espíritu, de nuestra alma, de nuestro interior. ¿Y cómo se purifica nuestro interior? Escuchando la Palabra de Dios. Es decir, en la medida en que hagamos espacio en nuestro interior para la Palabra de Dios, esa Palabra va ir purificándonos.

Si nos conocemos a nosotros mismos, y nos contemplamos con humildad y lucidez, reconoceremos que tenemos necesidad de purificar nuestro cuerpo y nuestra alma. Es decir, tenemos necesidad de purificar todas las dimensiones de nuestra personalidad y de nuestra vida. Como seres humanos, como personas humanas, vivimos nuestra existencia en ambas dimensiones: la corporal y la espiritual. En último término, esto nos señala que la Cuaresma nos está invitando a la plenitud humana. Así el tiempo cuaresmal quiere ser para nosotros una experiencia totalizante, una experiencia global.

Por lo tanto, si queremos purificar toda nuestra personalidad, tenemos que auto-educarnos tanto en la dimensión del cuerpo como en la del alma. Por esta razón podemos decir que la Cuaresma quiere enseñarnos a ser personas, a madurar como personas y así llegar no sólo a la madurez humana sino a la plenitud cristiana.

«Has obedecido mi voz»

            Y precisamente para llegar a la plenitud cristiana debemos aprender a escuchar la Palabra de Dios y lo que implica este escuchar.

            En la primera lectura, tomada del libro del Génesis (Gn 22, 1-2. 9-13. 15-18) hemos escuchado el relato del “sacrificio de Isaac”. Dios, por alguna razón misteriosa, le pide a Abraham que le entregue en sacrificio a su único hijo: Isaac (cf. Gn 22,2). ¿Y qué es lo que hace Abraham? Abraham escucha, y no sólo eso, sino que se pone en camino para obrar según la palabra recibida (cf. Gn 22, 9 -10).

            Así, la escucha tiene que ver en primer lugar con esa capacidad de percibir la voz de Dios; pero, por su misma dinámica, la escucha de la voz de Dios tiene un segundo momento que consiste en realizar aquello que Dios nos pide. En la Sagrada Escritura la escucha está unida a la obediencia.

            Además, el relato de Abraham nos muestra también algo muy hermoso. La Palabra de Dios escuchada y concretada en la obediencia, concede la bendición de Dios: «Porque has obrado de esa manera (…), yo te colmaré de bendiciones (…). Y por tu descendencia se bendecirán todas las naciones de la tierra, ya que has obedecido mi voz» (Gn 22, 16. 17. 18).

            Cuando uno escucha la Palabra de Dios y se arriesga a ponerla en práctica, es decir, a tomar decisiones concretas para realizar aquello que con la fe percibe que Dios le pide, entonces recibe la bendición del Señor. Y en sentido contrario, cuando escuchamos la Palabra de Dios, pero no la ponemos en práctica, nos privamos de recibir la bendición de Dios.

            ¿Cuánto escucho yo la Palabra de Dios? ¿Cuánto contacto tengo yo con los textos del Evangelio? ¿Cuánto tiempo le dedico a leer y meditar el Evangelio? ¿Dejo que la Palabra de Dios entre en mi interior?

«Y se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús»

            En el evangelio de hoy (Mc 9, 2-10) hemos leído que Dios Padre se manifiesta a través de una voz que dice: «Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo». Al leer estas palabras podemos preguntarnos: ¿Dónde nos habla hoy Dios? ¿Dónde se manifiesta su voz?

           
La Transfiguración - Moisés y Elías.
Capilla del Seminario.
Verona, Italia. 2012.
En primer lugar, debemos recordar que Dios sigue hablando hoy a través de la Sagrada Escritura. Como cristianos debemos tomar conciencia del gran don que tenemos en la Biblia, se trata de un libro que contiene la Palabra de Dios para nosotros.

            En segundo lugar, Dios sigue hablando hoy a través de nuestra historia personal y a través de la “voz del tiempo”. En las disposiciones y permisiones de Dios en nuestra vida, Él nos habla. Nos manifiesta su voz y su querer para nosotros. En la “voz del tiempo”, Dios nos habla a través de las circunstancias que nos toca vivir; a través de los acontecimientos de la vida social, a través de las corrientes y pensamientos de una época. Dios sigue hablando. Somos nosotros los que no nos hacemos el tiempo para escucharlo y discernir su voz en la voz del tiempo y en nuestra historia personal.

            Precisamente, hoy el evangelio nos hace esta invitación apremiante: «Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo». Y en relación a la escucha de la voz de Dios en la Sagrada Escritura, el texto de la transfiguración nos dice que en lo alto del monte «aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús» (Mc 9,4). ¿Qué significa esto? Que toda la Sagrada Escritura, incluida la Ley de Moisés y los Profetas, señala y orienta hacia Cristo Jesús. Además, Cristo es la clave de interpretación y comprensión de la Sagrada Escritura. Por lo tanto, desconocer la Escritura es desconocer a Cristo.[2]

            En este tiempo de Cuaresma queremos conocer más la Sagrada Escritura para así conocer más a Cristo Jesús. Por ello, también nosotros queremos subir al monte de la Sagrada Escritura para escuchar a Cristo y dejarnos iluminar por su presencia. Que María, quien en la Anunciación escuchó y asintió a la Palabra de Dios, y así mereció concebirla en su seno, nos enseñe a recibir en nuestro interior a la Palabra hecha carne, Jesucristo nuestro Señor. Amén.


[1] MISAL ROMANO, Oración colecta del Domingo 2° de Cuaresma.
[2] Cf. CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, 133.

domingo, 18 de febrero de 2018

«El Espíritu llevó a Jesús al desierto»

Domingo 1° de Cuaresma – Ciclo B

Mc 1, 12 – 15

«El Espíritu llevó a Jesús al desierto»

Queridos hermanos y hermanas:

            Luego de haber iniciado el tiempo de Cuaresma con el significativo rito del Miércoles de Ceniza, celebramos hoy el primer domingo de este tiempo litúrgico “que estimula a los cristianos a comprometerse en un camino de preparación para la Pascua[1].

En efecto, los cuarenta días de la Cuaresma quieren ser un camino en el cual avanzamos guiados por el Espíritu Santo. Con el salmista, también nosotros decimos en oración: «Muéstrame, Señor, tus caminos, enséñame tus senderos» (Sal 24 [25], 4).

«El Espíritu llevó a Jesús al desierto»

            Precisamente en el evangelio de hoy (Mc 1, 12 – 15) vemos cómo «el Espíritu llevó a Jesús al desierto, donde fue tentado por Satanás durante cuarenta días». Es decir, luego de recibir el bautismo por parte de Juan en el Jordán (cf. Mc 1,9) y antes de iniciar su ministerio público, Jesús es guiado por el Espíritu hacia el desierto; ése es el camino que Dios tiene previsto para Él.

            ¿Por qué Jesús debe ir al desierto? ¿Por qué debe someterse a ser tentado por Satanás?

            Para responder a estas preguntas debemos recordar una vez más el significado del desierto para la Sagrada Escritura, y en este caso en particular, para el Evangelio según san Marcos. “El desierto del que se habla tiene varios significados. Puede indicar el estado de abandono y de soledad, el «lugar» de la debilidad del hombre donde no existen apoyos ni seguridades, donde la tentación se hace más fuerte. Pero puede también indicar un lugar de refugio y de amparo —como lo fue para el pueblo de Israel en fuga de la esclavitud egipcia— en el que se puede experimentar de modo particular la presencia de Dios.[2]

            Todo indica que para san Marcos, el desierto es “el lugar del encuentro con Dios.”[3] Para el segundo evangelio, el desierto no es necesariamente un lugar hostil, sino más bien, un lugar de soledad. En el conciso relato de Marcos se realza el desierto como espacio donde estar “lejos de los hombres y a solas con Dios.”[4] Y precisamente en este lugar de soledad e intimidad, “el Mesías recibe de Dios instrucción y robustecimiento, reúne fuerzas para su misión y su obra”.

Comprendemos ahora por qué Jesús es guiado hacia el desierto por el Espíritu Santo. Él es guiado hacia la soledad, el silencio y la intimidad para que pueda experimentar un intenso encuentro con Dios. Encuentro que marcará de tal manera su persona que dará forma a su misión mesiánica. Y no puede ser de otra manera, ya que “Dios llama y actúa en el silencio y mueve la historia con las fuerzas que se recuperan a solas con él.”[5]

«Donde fue tentado por Satanás»

            Junto con ser lugar de encuentro con Dios, o precisamente por ello mismo, el desierto es también “el lugar de la decisión.”[6]

Si bien Marcos no especifica las tentaciones a las que Jesús fue sometido,  por la lectura de los textos paralelos que se encuentran en los evangelios de Mateo  y Lucas (cf. Mt 4, 1 – 11; Lc 4, 1 – 13), sabemos que el tentador quiso desfigurar la misión de Jesús proponiéndole un mesianismo materialista, triunfalista y sin referencia a Dios Padre.

Satanás tienta a Cristo en el desierto.
Cripta de la iglesia de San Pío de Pietrelcina.
San Giovanni Rotondo, Italia. 2009.
Ante las tentaciones, que siempre se presentan de forma conveniente y con apariencia de bien, Jesús debe volver a decidirse por realizar su misión según los criterios de Dios y en relación filial con Él. Jesús se somete a la tentación, por un lado para manifestar la forma auténtica en que el Hijo de Dios lleva adelante su misión como Mesías; y, por otro lado, para enseñarnos “a superar los ataques del mal”.[7]

En efecto, el hecho mismo de someterse a las tentaciones, significa que Jesús se hace solidario con cada uno de nosotros que a diario experimentamos nuestra inclinación hacia el egoísmo y hacia el mal disfrazado de bien. Cuando nos sentimos sometidos por nuestras tentaciones, debemos recordar llenos de fe y esperanza que no estamos solos: el mismo Cristo, que se sometió a la tentación, nos acompaña en el momento de la prueba, y si nos abrimos a su presencia y a su gracia, nos muestra el camino para superarla.

Siempre de nuevo se trata de la lucha por la verdadera libertad, por la capacidad de decidirnos libremente por Dios y por su plan para nosotros, sus hijos; se trata de la libertad de los hijos de Dios y de nuestra dignidad como personas humanas.

Cuando Jesús se implica en la lucha interior por la libertad frente a la tentación, Dios vuelve a renovar su decisión por cada uno de nosotros y nos dice: «Yo establezco mi alianza con ustedes, con sus descendientes, y con todos los seres vivientes que están con ustedes» (Gn 9, 9 – 10).           

«Vivía entre las fieras, y los ángeles lo servían»

            Finalmente, por todo lo anteriormente dicho, el desierto se muestra como lugar de reconciliación; lugar donde Jesús recupera para nosotros la armonía del ser humano con toda la creación, armonía que se había perdido como consecuencia del pecado de Adán y Eva (cf. Gn 3). Así hay que comprender el pasaje que dice que durante su estancia en el desierto, Jesús «vivía entre las fieras, y los ángeles lo servían» (Mc 1,13).

            Gracias a Jesús, “el desierto –imagen opuesta al Edén- se convierte en lugar de reconciliación y salvación; las fieras salvajes, que representan la imagen más concreta de la amenaza que comporta para los hombres la rebelión de la creación y el poder de la muerte, se convierten en amigas como en el Paraíso. (…) Donde el pecado es vencido, donde se restablece la armonía del hombre con Dios, se produce la reconciliación de la creación; la creación desgarrada vuelve a ser un lugar de paz.”[8]

            Animados por esta página evangélica, queremos seguir a Jesús en su camino por el desierto cuaresmal, de modo que siguiéndole fielmente, nuestros múltiples desiertos personales y familiares se transformen en lugares de encuentro con Dios, de decisión libre por el bien y de reconciliación y armonía.

            A María, la Mujer revestida del Sol (Ap 12,1), a quien Dios le preparó un refugio en el desierto (cf. Ap 12,6), le pedimos que nos acompañe y guíe en este nuevo éxodo a través del desierto cuaresmal, de modo que sigamos con fidelidad y esperanza a Jesucristo nuestro Señor. Amén.


[1] BENEDICTO XVI, Ángelus, domingo 5 de marzo de 2006 [en línea]. [fecha de consulta: 18 de febrero de 2018]. Disponible en: <https://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/angelus/2006/documents/hf_ben-xvi_ang_20060305.html>
[2] BENEDICTO XVI, Ángelus, domingo 26 de febrero de 2012 [en línea]. [fecha de consulta: 18 de febrero de 2018]. Disponible en: <http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/angelus/2012/documents/hf_ben-xvi_ang_20120226.html>
[3] R. SCHNACKENBURG, El Evangelio según san Marcos. Tomo Primero (Editorial Herder, Barcelona 1980), 26.
[4] R. SCHNACKENBUG, El Evangelio según san Marcos. Tomo Primero…, 25.
[5] R. SCHNACKENBUG, El Evangelio según san Marcos. Tomo Primero…, 26.
[6] Ibídem
[7] MISAL ROMANO, Prefacio del Domingo I de Cuaresma. Las tentaciones del Señor.
[8] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración (Editorial Planeta, Santiago de Chile 32007), 51.

sábado, 10 de febrero de 2018

«Si quieres, puedes purificarme»

Domingo 6° durante el año – Ciclo B

Mc 1, 40 – 45

«Si quieres, puedes purificarme»

Queridos hermanos y hermanas:

            Celebramos hoy el último domingo de la primera parte del tiempo durante el año; ya que con la celebración del Miércoles de Ceniza daremos inicio al tiempo de Cuaresma.

Podemos decir que en esta primera parte del tiempo ordinario, la Liturgia de la Palabra estuvo caracterizada por “la acción de Jesús contra todo tipo de mal, en beneficio de los que sufren en el cuerpo y en el espíritu: endemoniados, enfermos, pecadores... Él se presenta como aquel que combate y vence el mal donde sea que lo encuentre.”[1] En el fondo, en estas acciones se concreta el anuncio con el cual Jesús inicia su ministerio público: «El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Noticia» (Mc 1,15).

En este domingo somos testigos del conmovedor encuentro entre Jesús y un hombre leproso (cf. Mc 1, 40 – 45). También para este hombre, “marginado por la comunidad civil y religiosa”[2], el Reino de Dios se hace cercano y eficaz a través de los gestos y palabras de Jesús. Meditemos a partir de este evangelio para aprender a presentar ante el Señor nuestra “oración humilde y confiada”[3].         

«Si quieres, puedes purificarme»

            El relato del encuentro entre Jesús y el leproso es bastante sencillo, pero a la vez muy profundo. En primer lugar se nos dice que «se le acercó un leproso para pedirle ayuda y, cayendo de rodillas, le dijo: “Si quieres, puedes purificarme”.» (Mc 1,40).

            Es importante analizar los gestos y palabras del hombre enfermo: se acercó a Jesús y arrodillándose le presentó su petición. El ponerse de rodillas expresa exteriormente una actitud interior. Es la actitud y el gesto de aquel que se sabe pequeño y necesitado, y, al mismo tiempo sabe que está ante Alguien más grande que él y que puede más que él. Por eso, arrodillarse en la oración significa reconocer nuestra propia pequeñez y, al mismo tiempo, confiar en la bondad y el poder de Dios.

           
Cristo cura al leproso.
Cripta de la iglesia San Pío de Pietrelcina.
San Giovanni Rotondo, Italia. 2009.
Y así, arrodillado, este hombre enfermo de lepra le dijo a Jesús: «Si quieres, puedes purificarme» (Mc 1,40). ¿Cómo interpretar correctamente las palabras del leproso? ¿Cuál es el sentido de su petición que es al mismo tiempo una afirmación?

            Para responder a estas preguntas debemos notar que la oración del hombre leproso tiene dos partes por así decirlo. En primer lugar se presenta la petición: «si quieres». Es decir, el hombre enfermo pide la benevolencia del Señor, pide que la voluntad del Señor se muestre favorable a él.

            La frase «si quieres», en la versión latina del evangelio se expresa: si vis; y, en el texto original griego dice: Ἐὰν θέλῃς (ean thelēs). Tanto el término latino como el griego señalan que la petición del orante apunta a mover la voluntad del Señor. Por lo tanto, la primera parte de la oración del leproso podría sonar así: “si está en tu voluntad, en tu querer”.

            La segunda parte de la súplica del leproso dice: «puedes purificarme». Estamos aquí no ante una posibilidad, sino ante una afirmación de fe. Nuevamente debemos recurrir al latín y al griego. «Puedes purificarme» se dice en latín: potes me mundare; y en griego: δύνασαί με καθαρίσαι (dynasai me katharisai). Tanto potes como δύνασαί expresan poder como capacidad y habilidad. Por lo tanto, el hombre leproso expresa su certeza de que Jesús verdaderamente tiene la capacidad de sanarlo. Su oración es confiada, no dudosa: “Señor, si está en tu voluntad, en tu querer; tú tienes el poder, la capacidad, de limpiarme”.

«Conmovido, extendió la mano y lo tocó»

            Ante esta expresión de humildad y confianza, de petición y certeza llena de fe, «Jesús, conmovido, extendió la mano y lo tocó» (Mc 1,41).

También en el Señor vemos un movimiento que va desde lo interior hasta el exterior, desde la actitud al gesto. Jesús se conmueve; es decir, siente en su interior, en lo más íntimo de sí, la petición humilde y llena de fe del hombre enfermo. Se trata de la manifestación de la «entrañable misericordia de nuestro Dios» (Lc 1,78)[4], esa misericordia que brota de las entrañas mismas de Dios, esa misericordia que es amor “visceral”[5].

Esta misericordia, este estar conmovido, no se queda sólo en sentimiento, sino que se manifiesta con el gesto de extender la mano y tocar al enfermo. En Jesús, “la misericordia de Dios supera toda barrera”[6] y toma contacto con la enfermedad y sufrimiento humanos. Jesús no tuvo miedo de tocar al hombre leproso, no tuvo miedo de contagiarse de la enfermedad y volverse impuro. Al contrario, Jesús sabe que como «Santo de Dios» (Mc 1,24), Él hace presente el «Reino de Dios» (Mc 1,15) y por lo tanto, su pureza, bondad y santidad, purifica y sana toda dolencia humana, incluida la lepra corporal y la lepra del alma que es el pecado.

«Lo quiero, queda purificado»

            Y junto con el gesto, la palabra manifiesta la acción salvífica de Jesús: «Lo quiero, queda purificado» (Mc 1,41). En su respuesta al hombre enfermo, Jesús expresa precisamente su conciencia de que tiene la voluntad y el poder de sanar al hombre enfermo y así salvarlo.

            Si comprendemos estas palabras evangélicas en toda su profundidad, tomaremos conciencia de que el Señor tiene el poder, la capacidad de sanarnos –sea en el alma o en el cuerpo- y que su voluntad salvífica es constante. Verdaderamente «Él quiere que todos se salven, y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tim 2,4).

            ¡Qué consuelo y esperanza recibimos del Evangelio! El Señor quiere que yo me salve, quiere que cada uno de nosotros se salve por medio de su misericordia, por medio del contacto y la relación personal con Él. Por lo tanto, siempre de nuevo tenemos que aprender a dejarnos salvar por Jesús, aprender a dejarnos tocar por su mano misericordiosa y sanadora.

            Esto implica aprender a presentar nuestra oración de forma humilde y a la vez confiada. La humildad radica en creer que Dios quiere verdaderamente sanarnos y salvarnos; y al mismo tiempo en aprender a esperar –y no demandar- el momento y la forma en que esa voluntad salvífica se manifestará en nuestra vida: «que se haga tu voluntad en la tierra como en el cielo» (Mt 6,10).

            Y la confianza consiste en la certeza de que el Señor realmente tiene la capacidad de sanar aquello que con humildad ponemos en sus manos. Que el Señor verdaderamente tiene la voluntad y la capacidad de salvarnos, “suceda lo que suceda en nuestro caso particular”[7]: «Dios dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman» (Rom 8,28). ¿Tenemos nosotros esa humildad, esa confianza, esa fe?

            A María, Mater fidei – Madre de la fe, le pedimos que nos eduque con paciencia y así nos enseñe la constancia de la fe y la confiada humildad de la oración, de modo que verdaderamente podamos proclamar con los labios y el corazón: «¡Me alegras con tu salvación, Señor!». Amén.      



[1] PAPA FRANCISCO, Ángelus, 15 de febrero de 2015 [en línea]. [fecha de consulta: 10 de febrero de 2018]. Disponible en: <http://w2.vatican.va/content/francesco/es/angelus/2015/documents/papa-francesco_angelus_20150215.html>
[2] Ibídem
[3] Ibídem
[4] Según la traducción presente en los libros de la LITURUGIA DE LAS HORAS, Cántico evangélico de Laudes (Benedictus).
[5] Cf. PAPA FRANCISCO, Misericordiae Vultus, Bula de convocación del Jubileo extraordinario de la Misericordia, 6.
[6] PAPA FRANCISCO, Ángelus, 15 de febrero de 2015.
[7] Cf. BENEDICTO XVI, Spe Salvi, 26.

jueves, 8 de febrero de 2018

«Jesús sanó a muchos enfermos»

Domingo 5° durante el año – Ciclo B

Mc 1, 29 – 39

«Jesús sanó a muchos enfermos»

Queridos hermanos y hermanas:

            En el evangelio de hoy (Mc 1, 29 – 39) vemos a Jesús sanar a «la suegra de Simón [que] estaba en cama con fiebre.» El texto nos dice que Jesús «se acercó, la tomó de la mano y la hizo levantar. Entonces ella no tuvo más fiebre y se puso a servirlos.» (Mc 1, 30. 31).

            La noticia de esta sanación milagrosa que realiza Jesús, probablemente se extendió a los vecinos y más allá, pues «al atardecer, después de ponerse el sol, le llevaron a todos los enfermos y endemoniados, y la ciudad entera se reunió delante de la puerta.» (Mc 1, 32 – 33).

            También nosotros, en esta celebración eucarística, estamos ante la puerta de la «casa de Simón y Andrés» buscando que el Señor Jesús toque nuestra vida, toque nuestro corazón, y nos sane de nuestras enfermedades, egoísmos, obsesiones y pecados. ¿Qué debemos hacer para que Jesús toque, sane y levante nuestra vida?  

«Jesús sanó a muchos enfermos»

            Pienso que es importante que recordemos que todos los actos de sanación y liberación que realiza Jesús son un signo de que «el Reino de Dios está cerca» (Mc 1,15).

Cristo con el poseído liberado.
Capilla de la Casa de la Salud de Idanha.
Belas, Portugal. 2012.
De hecho, sanando a los enfermos, liberando a los posesos, perdonando a los pecadores y convocando a sus discípulos, Jesús pone en práctica las palabras con las cuales el Evangelio según san Marcos señala el inicio de su misión pública: «El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Noticia» (Mc 1, 15). Podríamos decir que todo el relato evangélico es desarrollo y concreción de estas palabras que sintetizan la misión del Mesías.

Por lo tanto, la sanación de la suegra de Simón y de los muchos enfermos y posesos que trajeron ante la presencia de Jesús, es signo de la cercanía del Reino de Dios. Signo de la cercanía, presencia y acción del Reino de Dios en medio de nosotros.

Así, para ser sanados, también nosotros debemos abrirnos a la cercanía y presencia del Reino de Dios en nuestra vida. También nosotros debemos convertirnos y creer en esta Buena Noticia que Jesús sigue anunciando hoy.

Sí, para sanarnos debemos convertirnos: «Conviértanse y crean en la Buena Noticia» (Mc 1, 15). Sin duda que la conversión a la que nos llama el Evangelio consiste en esa actitud interior de retorno a Dios que se concreta en un cambio de nuestra conducta cotidiana; pero hay también otro tipo de conversión. La conversión que se nos pide para ser sanados por Jesús es la dejar de lado nuestra auto-suficiencia y nuestra dispersión espiritual. Es decir, ser capaces de mirar con sinceridad nuestra vida, aceptarla con sus límites y heridas, y ponerla en manos del Señor.

«¿No es una servidumbre la vida del hombre sobre la tierra?»

            En el fondo, se nos invita a reflexionar sobre nuestra vida, tal como Job lo hizo. «Job habló diciendo: ¿No es una servidumbre la vida del hombre sobre la tierra? ¿No son sus jornadas las de un asalariado? Como un esclavo que suspira por la sombra, como un asalariado que espera su jornal, así me han tocado en herencia meses vacíos, me han sido asignadas noches de dolor.» (Jb 7, 1 – 3).

            Podemos decir que Job realiza un sincero ejercicio de introspección. No teme confrontarse con su vida y con ese sentimiento de cansancio y desgaste anímico que parece aflorar en sus palabras. Job se confronta con su vida y consigo mismo; y, en el fondo, se pregunta cuál es el sentido de su existencia.

            Muchas veces nosotros no logramos hacer este ejercicio de introspección, ese “mirar en nuestro propio interior”. A veces porque no sabemos hacerlo, otras veces porque tememos mirar en nuestro propio corazón, y la mayoría de las veces, porque estamos muy distraídos como para confrontarnos con valentía y sinceridad con nuestra propia conciencia y sus preguntas.

            Huimos de nuestra propia vida y nuestros cuestionamientos profundos a través de la constante dispersión que nos proporcionan hoy las redes sociales e internet. Huimos de nuestra propia vida a través de la búsqueda enfermiza de placer. Huimos de nuestra propia vida llenando nuestra agenda de ocupaciones y evitando los encuentros personales y los momentos de silencio. Huimos de nuestra propia vida a través del pecado. Huimos de nuestra propia vida concentrándonos en la vida de los demás y opinando sobre la situación de otros sin fundamento alguno y sin un sincero interés en ayudarlos.

            También en esto necesitamos convertirnos. Dejar de huir de nuestra vida, de nuestros límites, de nuestros interrogantes. La conversión muchas veces se inicia cuando nos confrontamos con nuestras insatisfacciones, las asumimos y nos animamos a hacer algo para superarlas.   

«¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!»

            Por lo tanto, para que el Señor Jesús pueda tocar nuestra vida, sanarla y levantarla de su postración, necesitamos primero confrontarnos con nosotros mismos. Mirarnos con sinceridad, reconocer nuestras heridas e insatisfacciones, aceptarlas con realismo y ponerlas en manos del Señor por medio de la oración y de la auto-educación.

            Mirar nuestra vida. Reconocer nuestros límites e insatisfacciones. Aceptarnos como somos. Entregar nuestros límites a Jesús por medio de la oración y de la auto-educación. Tenemos aquí un camino de conversión. Un camino que puede llevarnos a un encuentro sanante con Jesús.

            Y en la medida en que experimentamos esa sanación que proviene del Señor, se nos invita a levantarnos y servir a nuestros hermanos. Tal como lo hizo la suegra de Simón; tal como lo manifiesta el apóstol Pablo: «Si anuncio el Evangelio, no lo hago para gloriarme: al contrario, es para mí una necesidad imperiosa. ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1Cor 9, 16).

            Aquél que ha experimentado al cercanía y acción del Reino de Dios en su vida, la sanación que proviene de Jesús, no puede hacer otra cosa que compartir esa Buena Noticia. No puede hacer otra cosa que dar testimonio de Jesús con palabras y obras, pues anhela que a todos alcance este don, «por amor a la Buena Noticia» y «a fin de participar de sus bienes» (1Cor 9, 23).

            A María, Madre del Evangelio Viviente, le pedimos que implore para nosotros la gracia de una sincera conversión, y que nos lleve al encuentro de su hijo Jesús para que Él toque, sane y eleve nuestra vida. Amén.