La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

lunes, 29 de febrero de 2016

Más allá del desierto...

Más allá del desierto, a la montaña de Dios

Domingo III de Cuaresma - Ciclo C

Queridos hermanos y hermanas:

En este Domingo III de Cuaresma, quisiera invitarlos a meditar a partir de la primera lectura -tomada del Libro del Éxodo (Éx 3,1-8a. 10. 13-15)-; en particular quisiera que meditemos en el primer versículo de la misma:

«Moisés, que apacentaba las ovejas de su suegro Jetró, el sacerdote de Madián, llevó una vez el rebaño más allá del desierto y llegó a la montaña de Dios, al Horeb»     (Éx 3,1).

Más allá del desierto…

Si prestamos atención al texto bíblico nos daremos cuenta de que contiene dos imágenes muy típicas del tiempo cuaresmal: el desierto y la montaña.

En efecto, el desierto es el lugar al que Cristo fue conducido por el Espíritu para ser tentado por el demonio (cf. Domingo I de Cuaresma), y la montaña es el lugar en el que Jesús se transfiguró en presencia de Pedro, Santiago y Juan en su camino hacia Jerusalén (cf. Domingo II de Cuaresma).

Ambos lugares, ambas imágenes, vuelven a aparecer ante nosotros en medio de nuestro itinerario cuaresmal. ¿Por qué?

En primer lugar ambas imágenes -desierto y montaña- nos recuerdan el sentido de la Cuaresma, nos recuerdan la actitud con la cual debemos vivirla y cuál es su meta.

El desierto es soledad, no en el sentido de simple aislamiento, sino en el sentido de una huida de todo aquello que nos dispersa, nos distrae y obstaculiza el encuentro sincero y personal con Dios.

En este sentido, desierto y ayuno están relacionados. Cuando ayunamos de alimentos, o cuando ayunamos de actitudes nocivas -el rencor, la murmuración, la soberbia-, o cuando ayunamos de ciertas situaciones que nos distraen, que nos alienan, estamos adentrándonos en el desierto. Estamos adentrándonos en un espacio de soledad y silencio donde queremos encontrarnos con Dios.

El mismo Jesús fue al desierto, a esa soledad, silencio y oración. Y allí tuvo la gran lucha con las tentaciones, pero también el gran encuentro con Dios. “Allí confirmó ser Dios la fuente de su verdadera identidad («Al Señor tu Dios adorarás, sólo a él servirás»). La soledad es el lugar de la gran lucha y el gran encuentro; lucha contra las imposiciones del falso yo y encuentro con el Dios-amor que se da así mismo como sustancia del  nuevo yo”.[1]

Sí, la Cuaresma es desierto, es decir, soledad, silencio y oración. Y justamente por eso, porque es soledad -confrontarse con uno mismo-, porque es silencio -dejar de lado distracciones y aprender a concentrarnos-, y porque es oración -estar a solas con Dios-, es lugar de conversión, de transformación.

Llevamos ya dos semanas de Cuaresma… ¿Hemos buscado el desierto? ¿Hemos buscado espacios y tiempos de soledad, silencio y oración? ¿O nos resistimos a encaminarnos hacia el desierto, hacia el inicio de nuestra conversión?

Llegó a la montaña de Dios

El texto del Éxodo nos recuerda que el sentido del peregrinar por el desierto es llegar «a la montaña de Dios».

La montaña, como imagen religiosa, “es considerada como el punto en que el cielo toca la tierra”.[2] Por eso, también en la Sagrada Escritura, la montaña es el lugar de una manifestación especial de Dios.

De hecho, en el texto del Éxodo que acabamos de escuchar, la montaña es calificada como «tierra santa», pues Dios revela allí su nombre a Moisés (cf. Éx 3,14). Así la montaña se constituye en lugar de vocación y por ello de revelación. Allí Moisés ha sido llamado por Dios y ha recibido una misión. Allí Dios se revela como el Dios de sus elegidos, el Dios que se compromete con los que llama.

Se nos hace entonces claro el sentido de nuestro desierto cuaresmal: prepararnos para llegar a la montaña santa donde Dios quiere volver a elegirnos y revelar su misericordia hacia nosotros.

Si ustedes no se convierten…

Por eso, a mitad de nuestro camino cuaresmal, ¡qué bien nos hace recordar el sentido y la meta de este tiempo!

Y qué bien nos hacen las palabras de Jesús que nos recuerdan que necesitamos convertirnos a Él siempre de nuevo (cf. Lc 13, 1-9). Durante el tiempo cuaresmal Él quiere remover la tierra de nuestro corazón para que demos frutos de conversión y misericordia.

¡No nos cansemos de nuestro caminar cuaresmal! Si tomamos conciencia de que no nos hemos adentrado en el desierto de la soledad para estar con el Señor, decidámonos ahora a entrar en ese desierto con el anhelo de llegar a la montaña santa. Jesús no se cansa de animarnos a vivir con Él. Jesús no se cansa de invitarnos a la conversión.

¡Él nos acompañará al desierto! ¡Él nos ayudará a subir la montaña santa! ¡Él nos ayudará a dar frutos de conversión y misericordia!

En medio de nuestro caminar cuaresmal acudamos al Santuario, desierto donde podemos crecer en intimidad con Dios y montaña donde el Señor nos muestra su misericordia; y pidámosle a María que nos acompañe y que nos enseñe a caminar hacia la montaña santa de la Resurrección de Cristo. Amén.



[1] HENRI J. M. NOUWEN, El camino del corazón, 22.
[2] X. LÉON-DUFOUR, Vocabulario de Teología Bíblica, 557.


domingo, 14 de febrero de 2016

Cuaresma, estilo de vida

Cuaresma, estilo de vida

Domingo I de Cuaresma – Ciclo C

Queridos hermanos y hermanas:

            La Liturgia de la Palabra de este Domingo I de Cuaresma nos invita a acompañar a Jesús al desierto (Lc 4, 1-13); o mejor dicho, nos invita a seguirlo al desierto, a ir con Él.

            La Cuaresma es fundamentalmente seguimiento de Jesús; seguimiento de aquel en quien hemos sido bautizados; seguimiento de aquel que reconocemos como maestro de vida; seguimiento de aquel que nos llama para estar con Él y para enviarnos a anunciar la misericordia de Dios.

Regresó de las orillas del Jordán

            Si hemos prestado atención al texto evangélico que hemos escuchado, tomaremos conciencia de que la experiencia de Jesús en el desierto –en el cual fue tentado- sucede inmediatamente después de su bautismo.

            Y esto no es un mero detalle. En su bautismo Jesús es reconocido como Hijo y Mesías. Dice el texto de San Lucas: «Y mientras estaba orando, se abrió el cielo y el Espíritu Santo descendió sobre él en forma corporal, como una paloma. Se oyó entonces una voz del cielo: “Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección”» (Lc 3, 21b-22).

            Este mismo Jesús que ha sido reconocido –y en cierta manera investido- como Hijo y Mesías de Dios, es «conducido por el Espíritu al desierto donde fue tentado por el demonio durante cuarenta días». ¿Cuál es el sentido de todo esto? Se trata del camino que debe realizar Jesús. El mismo Jesús tiene que aprender, por medio del camino de la tentación y de la prueba, lo que significa realmente ser Hijo y Mesías.

            Esto significa que también nosotros tenemos que aprender siempre de nuevo lo que significa ser bautizados, hijos y discípulos. “Para madurar, para pasar cada vez más de una religiosidad de apariencia a una profunda unión con la voluntad de Dios, el hombre necesita la prueba.”[1]

Conducido por el Espíritu al desierto

            Jesús se deja conducir y guiar por el Espíritu al desierto. Pero él no solamente es dócil a esta inspiración del Espíritu, sino que la hace suya y colabora con la misma: «no comió nada durante esos días». Sí, el Espíritu lo invita a un espacio y tiempo especial –el desierto-, pero también Jesús se adentra en la soledad y el silencio del desierto privándose de alimento, privándose de toda distracción, para que el cuerpo y el alma entren en comunión con el Espíritu y su acción.

            Para comprender la acción del Espíritu y la acción de Jesús, debemos entender qué es el desierto. ¿Por qué el Espíritu lo conduce al desierto?

           En la Sagrada Escritura el desierto es parte del camino que el pueblo de Israel debe realizar para sellar alianza con su Dios y peregrinar hacia la tierra prometida. En ese sentido, el desierto es parte del éxodo que Israel debe realizar: salida del propio yo para encontrarse con el de Dios.

            El desierto, con su austeridad, silencio y soledad, es así tiempo de preparación y de purificación; es tiempo de lucha interior –de confrontación con uno mismo- y eso es tiempo de madurez. Antes de iniciar su misión, también Jesús necesita madurar; necesita confrontarse en su interior con las tentaciones de la humanidad para poder solidarizarse con ella y rescatarla.

Las tentaciones: estilo de vida mundano

            Así, las tentaciones se nos presentan, en Jesús, como “lucha interior por la misión, una lucha contra sus desviaciones, que se presentan con la apariencia de ser su verdadero cumplimiento”[2], y como un descender a las luchas interiores de cada hombre y mujer de fe.

            En primer lugar las tentaciones se muestran como un aparente camino para vivir su condición de Hijo de Dios. No en vano inician con la provocación: «si tú eres Hijo de Dios». Así, se nos descubre la naturaleza misma de toda tentación: tergiversar nuestra condición de hijos de Dios y con ello nuestra relación filial con Dios.

            Cada tentación en particular es una velada invitación para presentarnos ante Dios no como hijos, sino como seres autónomos y autosuficientes.

            Si Dios no sacia con el pan cotidiano, o, si aparentemente no sacia los anhelos del corazón; entonces, el hombre mismo deberá forzar a Dios a que lo haga, o ceder a la pretensión de la eficacia que todo lo puede solucionar. Si Dios no concede el reconocimiento, el prestigio o el poder al que creemos tener derecho; entonces el hombre mismo se corromperá –corromperá sus ideales- buscando a cualquier precio el poder. Si Dios no se manifiesta de forma extraordinaria; entonces el hombre deberá probar su existencia a través del espectáculo religioso. Saciedad, poder y certeza indiscutible; tres tentaciones que engloban otras y nos acechan a lo largo de la vida.

           
       ¿Cómo responde Jesús al tentador y a las tentaciones? Ante todo debemos recordar que Él está «lleno del Espíritu Santo», y desde esa plenitud de vida interior es capaz de desenmascarar las tentaciones y demostrarnos que la única manera de vencerlas es afirmando nuestra relación con Dios Padre.

            Solo el que es verdaderamente hijo –como Jesús-, recibe el sustento de su vida desde la Palabra de Dios y de la íntima relación con Él. Solo el que se sabe hijo, reconoce que el poder y la sabiduría se encuentran en las manos del Dios providente que guía la historia. Solo el que es hijo, sabe descubrir a Dios en lo pequeño, en lo ordinario y cotidiano.

            En el fondo, la lucha que lleva a cabo Jesús en el desierto no es una lucha contra tentaciones o situaciones aisladas. Jesús lucha con un estilo de vida mundano y nos propone un estilo de vida filial.

Cuaresma: estilo de vida

            El texto de San Lucas concluye diciendo: «Una vez agotadas todas las formas de tentación, el demonio se alejó de él, hasta el momento oportuno». Jesús ha vencido, y lo ha hecho precisamente renunciando a toda autonomía y autosuficiencia, y mostrándose como Hijo en constante relación con su Padre.

            Y si bien esta experiencia de maduración lo marca y lo ayuda a definir su identidad como Hijo de Dios, el tentador siempre buscará, a lo largo de su vida, tergiversar su ser y su misión.

            Lo mismo ocurrirá con nosotros, siempre de nuevo seremos tentados a olvidar nuestro ser hijos e hijas de Dios. Por ello, siempre de nuevo debemos estar atentos y no dejarnos adormecer por el espíritu mundano.

            Así tomamos conciencia de que la Cuaresma es para el cristiano un estilo de vida. Oración, ayuno y limosna, no son solo prácticas exteriores y aisladas, sino estilo de vida y seguimiento de Jesús de Nazaret, el verdadero Hijo y Mesías. Oración, ayuno y limosna, están llamados a dar forma a nuestra vida y a hacernos más cristianos, más Cristo.

            A María, Madre de Misericordia, Madre del desierto, le pedimos que nos acompañe en este camino cuaresmal, y que nos eduque y forme a semejanza de Jesucristo, Hijo de Dios. Amén.



[1] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración (Planeta, Chile 2007), 199.
[2] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret…, 50.