La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

martes, 17 de junio de 2014

Contemplar, vivir y celebrar el misterio trinitario

Santísima Trinidad

Contemplar, vivir y celebrar el misterio trinitario

Luego del Tiempo Pascual la liturgia nos invita a contemplar, vivir y celebrar el misterio de la Santísima Trinidad. Misterio central de nuestra fe cristiana pues se trata de la “imagen cristiana de Dios y también [de] la consiguiente imagen cristiana del hombre y de su camino”.[1]

Contemplar el misterio trinitario

La imagen cristiana de Dios se nos revela en el Evangelio de Jesús. Si recorremos las páginas del Evangelio, si escuchamos las palabras de Jesús y observamos su vida, reconoceremos admirados el anuncio de la paternidad de Dios. Reconoceremos la novedad de un Dios que es Padre bueno y misericordioso (cf. Lc 15,11-32) y que nos conoce y ama personalmente (cf. Mt 6, 25-34).

Es el mismo Jesús quien nos ha enseñado a invocar a Dios como Padre nuestro en la oración (Mt 6,9-13) y quien en el momento más difícil de su vida, cuando se enfrenta a la cruz, no duda en dirigirse a Dios con la familiaridad de un hijo, de un niño, llamándolo Abbá, Padre (cf. Mc 14,36). Sí, Jesús es el Hijo que siempre está en el Padre (cf. Jn 14,11).



Finalmente es Jesús el que manifiesta la presencia del Espíritu Santo en el mundo, el que lo dona a sus discípulos: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados” (Jn 20, 22b-23a); “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19).

           Así, la fe cristiana se nos muestra como fe trinitaria, pues el encuentro con Jesucristo nos transforma en hijos amados del Padre y nos llena de la presencia interior del Espíritu Santo. Comprendemos entonces que la Santísima Trinidad no es una singular idea humana que trata de explicar la realidad de Dios, sino que su revelación es un don para que nuestra vida sea más humana, más plena. Pero sobre todo al contemplar el misterio trinitario caemos en la cuenta de que su riqueza para nosotros no radica en comprenderlo sino en vivirlo.

Vivir el misterio trinitario

            Nos preguntamos entonces: ¿cómo hacer para vivir el misterio trinitario, el misterio divino? Y la respuesta es paradojal. Para vivir en plenitud el misterio divino, debemos vivir en plenitud el misterio humano.

            Se trata de vivir a fondo nuestra condición humana, lo genuinamente humano. Y al contemplar nuestra condición humana reconocemos en ella una necesidad y una capacidad: la necesidad de ser amados y la capacidad de amar.

Si somos sinceros y nos animamos a escuchar en nuestro interior reconoceremos que “todos los hombres perciben el impulso interior de amar de manera auténtica”[2]; todos anhelamos amar y ser amados. Se hace patente entonces que el amor es el instinto fundamental de nuestra alma. El amor es nuestra vocación más genuina.

Y si el amor es nuestra vocación más genuina, entonces las relaciones humanas sanas son la expresión más acabada de esa vocación. En las relaciones humanas, en los vínculos personales, se realizan nuestros anhelos más profundos y a través de esa humanidad en relación aprendemos a experimentar y comprender el misterio de la Santísima Trinidad, pues, la experiencia humana de amor es “expresión, camino y protección” de la experiencia de Dios, del Dios Trinitario[3].

Celebrar el misterio trinitario

            Entonces vivir el amor humano es vivir el misterio trinitario. Y vivir el misterio trinitario en nuestra vida cotidiana nos lleva a celebrarlo. Ya por el Bautismo y por la vida cristiana -misión, amor fraterno y celebración litúrgica- nos adentramos en el misterio trinitario: somos hijos en el Hijo; hijos del Padre por el don del Espíritu Santo que nos abre a los demás.

            Por eso todo el que cree en el Hijo único de Dios tiene Vida eterna (cf. Jn 3,16), porque este creer significa entrar en una relación filial con Dios y fraternal con los demás. Por eso el creer que nos lleva a entrar en este vínculo de amor nos salva. ¡Cada vez que entramos en relación con los demás somos salvados! Y cada vez que nos aislamos de los demás nos condenamos nosotros mismos a la soledad, el egoísmo y la tristeza (cf. Jn 3,18), pues, “la vida en su verdadero sentido no la tiene uno solamente para sí, ni tampoco por sí mismo: es una relación. Y la vida entera es relación con quien es la fuente de la vida. Si estamos en relación con Aquel que no muere, que es la Vida misma y el Amor mismo, entonces estamos en la vida. Entonces «vivimos».”[4]

            Y si vivimos en el amor, la vida tiene sentido y se transforma en alegría y celebración que nos lleva a decir con los labios y el corazón:

            “El universo entero
            con gozo glorifique al Padre,
            le tribute honra y alabanza
            por Cristo con María
            en el Espíritu Santo,
            ahora y por los siglos de los siglos. Amén.”[5]



[1]BENEDICTO XVI, Carta encíclica Deus Caritas est sobre el amor cristiano, 1.
[2][2] BENEDICTO XVI, Carta encíclica Caritas in veritate sobre el desarrollo humano integral en la caridad y en la verdad, 1.
[3] KENTENICH J., El Secreto de la vitalidad de Schoenstatt. Segunda parte. Espiritualidad de Alianza (Nueva Patris, Santiago, Chile, 22011), 134-135.
[4] BENEDICTO XVI, Carta encíclica Spe Salvi sobre la esperanza cristiana, 27.
[5] KENTENICH J., Hacia el Padre, 185. 

jueves, 5 de junio de 2014

Ascensión del Señor - Permanente e íntima cercanía de Jesús

Ascensión del Señor

Permanente e íntima cercanía de Jesús


Queridos hermanos y hermanas:

Finalizando el tiempo pascual la Iglesia nos invita a contemplar la “ascensión” del Señor, del Resucitado, al Cielo.

¿Qué significa la Ascensión del Señor? ¿Qué celebramos?

Domingo a domingo rezamos en el Credo: “Creo en Jesucristo… …que subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso.” Y hoy en esta Eucaristía celebramos esta “ascensión”, este “subir a los cielos” de Jesús Resucitado. Pero, ¿comprendemos lo que celebramos? ¿Dejamos que nuestro corazón sea tocado por este misterio de la vida de Jesús?

Queridos amigos, como dice Pablo en la Carta a los Efesios, se trata de valorar la esperanza a la que hemos sido llamados (cf. Ef 1,18).

Y para valorar esta esperanza –esto que esperamos- vale la pena que nos preguntemos: ¿a dónde asciende Jesús Resucitado? Alguno podrá decirme: “la respuesta es obvia: ¡al cielo!”… ¿Realmente es obvia la respuesta? ¿Qué decimos cuando decimos Cielo? ¿Se trata de un lugar alejado en lo más alto del espacio celeste? ¿Se trata de un “lugar”, de un “espacio”? ¿Qué quiere expresar nuestra Fe cuando dice: subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios?

Queridos amigos, el Cielo no se trata de un lugar –un espacio más dentro de nuestro mundo humano- sino de la plena comunión con Dios, con el Padre. El Resucitado, aquél que pasó su vida haciendo el bien a los demás y se entregó por cada uno de nosotros, entra en la plena comunión con el Padre. Ya lo había anunciado en el Evangelio según san Juan: “Yo voy al Padre” (Jn 14,12), es más “Yo estoy en el Padre” (Jn 14,11). 

¿Qué significa la Ascensión del Señor para nosotros?

Precisamente, porque Jesús está en el Padre, Él puede estar cercano a cada uno de nosotros, en todo tiempo y lugar. Al entrar en la comunión plena con Dios participa de su omnipresencia.

Así, la Ascensión del Señor significa para nosotros no la lejanía de Jesús, sino su permanente e íntima cercanía.[1] Por eso Él nos dice: “Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). El P. José Kentenich ha expresado esta íntima cercanía de Jesús a nosotros en la Eucaristía dirigiéndole una hermosa oración en la comunión: “Estás enteramente con tu ser en el santuario de mi corazón, así como reinas en el cielo y habitas glorioso junto al Padre” (Hacia el Padre 143).

La Ascensión nos señala también la meta de nuestro peregrinar: el Cielo, el corazón de Dios Padre. Todos estamos llamados a llegar allí donde Jesús ha llegado.[2] Así, nuestra vida no es un errar vagabundo, sino un peregrinar hacia el Padre, hacia su corazón, donde todo lo nuestro, todo lo humano, tiene un lugar.

Sí, hoy nos alegramos y le damos gracias a Dios, porque en la Ascensión de su Hijo nuestra humanidad es elevada junto a Él.[3] Y eso nos señala que todas las dimensiones de nuestra vida –personal, familiar, laboral y comunitaria- y todas las dimensiones de nuestra personalidad –intelecto, voluntad, sentimientos, afectos, cuerpo y sexualidad- tienen un lugar junto a Dios. Sí, Jesús Resucitado lleva consigo nuestra humanidad a la plena comunión con Dios, con el Padre. Nada hay de nuestra humanidad que no podamos compartir con Dios nuestro Padre.

Queridos amigos, el Cielo es el corazón del Padre, el hogar definitivo. Jesús habita ya allí y por eso puede habitar en nuestros corazones. Y su constante cercanía anima nuestro peregrinar hacia el Padre.

Peregrinemos hoy, peregrinemos en la oración cada día al corazón del Padre y pongamos toda nuestra vida humana en su corazón. Que así sea. Amén.  


[1] Cf. J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jesrusalén hasta la Resurrección (Ediciones Encuentro, Madrid 2011), 326s.
[2] “En la casa de mi Padre hay muchas mansiones… …Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros” (Jn 14,2.3).
[3] Cf. Oración colecta de la Solemnidad de la Ascensión de Señor.