La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

sábado, 31 de diciembre de 2016

Familia: don y tarea - Sagrada Familia 2016

Sagrada Familia 2016

Familia: don y tarea

Queridos hermanos y hermanas:

            La Liturgia de nuestra fe nos presenta en la Fiesta de la Sagrada Familia, el evangelio de la “huida a Egipto y retorno a Nazaret” (Mt 2, 13-15. 19-23). En este texto evangélico, José aparece como cabeza de la Sagrada Familia: a Él se dirige el Ángel del Señor (cf. Mt 2,13. 19-20. 22); es Él quien “toma al niño y a su madre”, tanto para huir a Egipto como para volver a Israel; es Él quien decide establecer la residencia de la Sagrada Familia en Nazaret (cf. Mt 2,23).
           
           Contemplando a san José en el ámbito de la Sagrada Familia, comprendemos mejor lo que san Pablo dice en la Carta a los Efesios: «el marido es la cabeza de la mujer, como Cristo es la cabeza de la Iglesia» (Ef 5,23).

            Por lo tanto, ser “cabeza de la familia” es una vocación y un servicio de amor. Es vocación, porque José fue llamado por el Ángel del Señor para asumir este servicio de amor como misión de vida. Es servicio, porque todo lo que José realiza en el Evangelio está orientado al bienestar del niño Jesús y su madre María. Podríamos decir que José encuentra su vocación y plenitud de vida en el ámbito de la Sagrada Familia.



Ámbito familiar

            En realidad, cada persona, cada uno de nosotros, encuentra su vocación de vida en el ámbito de la familia. Vocación que por un lado es don, y, por otro lado es tarea.

            La misma familia es un don: allí somos “tomados”, somos recibidos, acogidos y cuidados; en ella encontramos el lugar existencial en el cual “establecernos”; en el cual arraigarnos para poder crecer, desarrollarnos, fructificar y florecer.

            Pero también es cierto que la familia es una tarea. Una tarea cotidiana, exigente y concreta. A eso se refiere san Pablo en la Carta a los Colosenses cuando dice: «Mujeres, respeten a su marido, como corresponde a los discípulos del Señor. Maridos, amen a su mujer, y no le amarguen la vida. Hijos, obedezcan a sus padres, porque esto es agradable al Señor. Padres, no exasperen a sus hijos, para que ellos no se desanimen» (Col 3, 18-21).

La familia como tarea

Sí, en el ámbito familiar cada miembro tiene una tarea. Un don que entregar y una tarea que realizar. El marido, la mujer, los hijos y los padres. Todos tienen una tarea. Y esta tarea está siempre en relación a los otros miembros de la familia. Es por ello una tarea de amor, de amor concreto y efectivo.

            Según la Sagrada Escritura, la tarea concreta del esposo es amar a su mujer. En la Carta a los Efesios, san Pablo incluso dice: «maridos, amen a sus mujeres, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a la muerte por ella para santificarla» (Ef 5, 25-26a).

            Si soy esposo: ¿estoy viviendo mi vocación, mi tarea concreta? ¿Amo a mi esposa, muriendo a mí mismo por ella? ¿Mi amor la hace santa? Si es así, entonces se cumple la otra petición de san Pablo: «no le amarguen la vida» (Col 3,19).

            La tarea concreta de la mujer es el respeto al esposo. Es decir, otorgarle valoración y reconocimiento, y con ello, dignidad. El hombre que es amado, a su vez, puede amar.

            En este sentido, es hermoso el ejemplo de María en el Evangelio. Si bien, ella es la Madre del Hijo de Dios, sabe darle a José un lugar de autoridad y respeto: así José puede tomar la iniciativa y asumir responsabilidades. Si soy esposa: ¿confío en mi esposo y sus capacidades? ¿Dejo que tome iniciativa y asuma responsabilidad? ¿Me comporto como su compañera o como su niñera?

           
            Ambos, el marido y la mujer, viven su vocación matrimonial y familiar en relación a sus hijos. Y san Pablo les da un consejo muy sabio: «Padres, no exasperen a sus hijos, para que ellos no se desanimen» (Col 3,21).

            A veces, hay padres o madres de familia que creen que educar a los hijos consiste en denigrarlos: constantemente les reprochan sus errores o los comparan consigo mismos sin brindarles reconocimiento alguno. Lo único que consiguen es desanimarlos y minar su autoestima.

            Sin duda que la educación de los hijos implica ejercer autoridad y corregir. Pero, ser padre, ser madre, es fundamentalmente corregir entregando confianza a los hijos. Haciéndoles saber que si hay algo que se proponen en serio pueden conseguirlo, y que estaremos allí para acompañar.

            Finalmente, a los hijos corresponde obedecer. Se trata de la obediencia filial. Aquella obediencia que a través de los padres llega a Dios mismo. Y el fruto de la obediencia a Dios es la vida plena. Nuevamente san Pablo en su Carta a los Efesios nos dice: «hijos, obedezcan a sus padres, como lo quiere el Señor, pues esto es justo: «Honra a tu padre y a tu madre». Éste es el primer mandamiento que lleva consigo una promesa: «Para que te vaya bien y vivas muchos años sobre la tierra»» (Ef 6, 1-3).

Ambiente familiar

            Y toda esta tarea de vida que se realiza en el ámbito familiar, debe hacerse cultivando un ambiente familiar: «Practiquen la benevolencia, la humildad, la dulzura, la paciencia. Sopórtense los unos a los otros, y perdónense mutuamente siempre que alguien tenga motivo de queja contra otro. El Señor los ha perdonado: Hagan ustedes lo mismo. Sobre todo, revístanse del amor, que es el vínculo de la perfección. Que la paz de Cristo reine en sus corazones… Y vivan en acción de gracias. Que la Palabra de Cristo habite en ustedes con toda su riqueza» (Col 3, 12-15a. 16a).

            Al celebrar hoy la Fiesta de la Sagrada Familia, renovemos cada uno nuestra vocación y tarea al interior de nuestras familias; y, por intercesión de Jesús, María y José, digámosle a Dios:

            “Concede Padre,
            una mesa y un hogar,
            amor para trabajar,
            padres a quienes querer
            y una sonrisa que dar. Amén.”[1]  



[1] Cf. LITURGIA DE LAS HORAS, Himno de Laudes de La Sagrada Familia de Jesús, María y José.

sábado, 24 de diciembre de 2016

Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado

Solemnidad de la Natividad del Señor – 2016

Misa del día de Navidad

Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado

Queridos hermanos y hermanas:
            
        Con esta eucaristía dominical celebramos la Solemnidad de la Natividad del Señor; celebramos el hecho de que «un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado» (Is 9,5). El niño que nos ha nacido es el niño de María, «un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,12). El hijo que se nos ha dado es el Hijo de Dios, «que está en el seno del Padre» (Jn 1,18).

¿Qué celebramos en la Navidad?

            Al aplicar las palabras del profeta Isaías al nacimiento de Jesús en Belén, tomamos conciencia de lo que celebramos en la Navidad: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado».

            Por un lado, «un niño nos ha nacido»; es decir, Dios se nos regala en este pequeño, frágil y necesitado niño recién nacido. “Precisamente así Dios se ha hecho realmente “Enmanuel”, Dios-con-nosotros, de quien no nos separa ninguna barrera de excelencia o lejanía: siendo niño se ha hecho tan cercano que podemos hablarle tranquilamente de tú y acceder directamente a su corazón infantil”.[1]

            Siendo niño se ha hecho tan cercano. Sí. La cercanía de Dios en este Niño es lo que celebramos en la Navidad. Parte del gran misterio de la Navidad consiste en que Dios, a quien «nadie ha visto jamás» (Jn 1,18), se muestra ahora como niño.

            Pero debemos ahondar en nuestra meditación, en nuestra oración y reflexión. ¿Qué significa que Dios se nos da como niño? No podemos quedarnos en el sentimentalismo momentáneo. El sentimiento de ternura que nos embarga en estos días de Navidad, debe volverse admiración y contemplación de este Dios que se hace Niño y nace para nosotros.

           
           Que Dios haya elegido hacerse niño y darse como niño pequeño, frágil y necesitado nos lleva a replantear nuestra imagen de Dios y nuestra relación con Él. Muchas veces imaginamos un Dios majestuoso y lejano; tan lejano que pareciera no tener tiempo para las pequeñeces de nuestra vida; tan majestuoso, que pareciera que no somos dignos de ponernos en su presencia y abrirle el corazón.

            Sin embargo, el nacimiento de Jesús en Belén, su manifestarse como «un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre»; corrige nuestra imagen de Dios. Sin dudas que Dios es un Dios todo poderoso y majestuoso. Dios es Dios, y no hay otro Dios fuera de Él (cf. Is 45,5). Sin embargo, el  misterio de la Navidad nos muestra en qué consisten su poder y majestad.

            El poder de Dios consiste en su capacidad de renunciar al poder; en su capacidad de asumir la fragilidad, pequeñez y necesidad humanas. La majestad de Dios consiste en su capacidad de sencillez y humildad. Como lo expresa la Carta a los Hebreos, Jesús «es el resplandor de su gloria», de la gloria de Dios (Heb 1,3). Sí, en el pequeño Niño resplandece la gloria de Dios.

            Por lo tanto, podemos acercarnos con confianza a Dios. Él se ha acercado a nosotros con entera confianza. Tanto confía Dios en nosotros, en la humanidad, que como niño se pone en manos de dos humanos: María y José. Tanto confía Dios en la humanidad, que como niño se pone en nuestras manos. Él se hace pequeño, frágil y necesitado, para que nosotros podamos hacernos ante Él, pequeños, frágiles y necesitados.

“En el Niño Jesús se evidencia al máximo el amor indefenso de Dios: Él viene sin armas, porque no pretende conquistar desde fuera sino ganar y transformar desde dentro.”[2] No en vano dice Jesús: «Les aseguro que si ustedes no cambian y no se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los Cielos» (Mt 18,3).

Un hijo se nos ha dado

            Y este Niño recién nacido es «el Dios Hijo único, que está en el seno del Padre» (Jn 1,18). El misterio de la Navidad, alcanza toda su plenitud cuando comprendemos que el Niño nacido en Belén es el mismo del cual dice el evangelista Juan: «Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios» (Jn 1,1).

            «Un hijo se nos ha dado» para que aprendamos nosotros mismos a ser hijos de Dios. “No olvidemos que el máximo título de Jesucristo es el de “Hijo”, Hijo de Dios. La dignidad divina viene indicada con un término que presenta a Jesús como el niño perenne. Su condición de niño corresponde de manera única a su divinidad, que es la divinidad del “Hijo”. Por eso ahí hallamos una indicación de cómo llegar hasta Dios, a ser divinizados.”[3]

            De eso se trata la Navidad. Recibir al Niño para hacernos niños y así llegar a ser hijos. Ambas cosas van unidas: la filialidad y la filiación divina. Por eso, el hermoso y profundo prólogo del Evangelio según san Juan dice: «La Palabra era la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre… …a todos los que la recibieron, a los que creen en su nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios» (Jn 1, 9. 12-13).

            Cada vez que con Jesús nos hacemos niños, llegamos a ser plenamente hijos de Dios con Cristo. Este es el misterio de la Navidad, este es el camino del cristiano: hacerse niño para llegar a ser plenamente hijo. Este es el corazón de la celebración navideña. No lo olvidemos.

            Ante el pesebre volvamos a mirar con los ojos y el corazón a este Niño que nos ha nacido, a este Hijo que se nos ha dado. Volvamos a hacernos niños ante Él para llegar a ser hijos de Dios con Él. Entonces habremos comprendido el misterio de la Navidad, entonces lo habremos celebrado y vivido.

            Ante María, Madre del Niño, nos ponemos con nuestras propias pequeñeces, fragilidades y necesidades, para que Ella nos eduque; para que Ella nos envuelva en los pañales de la ternura y nos recueste en el pesebre de la misericordia de Dios. Que por su intercesión nos transformemos desde dentro en niños e hijos. Amén.



[1] BENEDICTO XVI/JOSEPH RATZINGER, El amor se aprende. Las etapas de la familia (Librería Editrice Vaticana – Romana Editorial, Madrid 2012), 133.
[2] Ídem, 133s.
[3] Ibídem