La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

lunes, 24 de diciembre de 2012

Like the shepherds


"When the angels went away from them into heaven, the shepherds said to one another: 'Come to Bethlehem and see what has happened, which the Lord has told us." Lk 2:15

Dear friends:

Today is Christmas Eve, and as the shepherds, to whom it was announced a great joy: the birth of a Savior, who is Christ the Lord (cf. Lk 2:10-11), we too can go to Bethlehem and see with our hearts what has happened, what God has manifested.

Like the shepherds, we too are in the open watching our flocks (cf. Lk 2:8). That is, we are in the current night of our time concerned with our responsibilities and occupations, watching our everyday affairs. Those affairs, that sometimes leave us no time to sleep, no time to rest. But amid all this, a messenger of God tells us: "To you is born this day in the city of David a Savior, who is Christ the Lord" (Lk 2:11). In the midst of our daily lives, breaks God's love for us and tell us: "I am here with you, I'm here for you."

Like the shepherds, we too must be on our way to Bethlehem to the manger, towards home, towards that small and intimate space where God wants to give himself to us.

"They went with haste and found Mary and Joseph, and the babe lying in a manger." Lk 2:16

The gospel tells us not of the details of the visit of the shepherds to the manger. However, I imagine that by the way they were eager to see what God had told them: a savior was born! How would this savior be? They may have asked... And upon arriving, they found Mary and Joseph, and the babe lying in the manger... What an amazing image, and what a tender moment.

The shepherds came to the manger, came to see this Savior, this Child, who is Christ the Lord... They came and they saw; and probably were there for a good time with Mary, Joseph and the baby. And probably not only contemplated the Child, but were contemplated by the Child, were loved by him through his eyes.

We also, on this Christmas Eve can approach to the manger and let that Child, who is God-with-us, look to us and love us. Also we can let ourselves be loved by those around us: our families, our friends, and the people with whom we walk along this year.

Let ourselves be loved… Maybe this is the best attitude with which we can live this Christmas Eve and receive the Lord. Rather than to do much, most importantly, let ourselves be loved, because when we allow ourselves to be loved by God and by those around us, our heart is renewed and is free to live and love.

If today we allow ourselves to be loved by the Child and His Mother, then we will be like the shepherds, who "returned, glorifying and praising God for all they had heard and seen" (Luke 2:20), because we will have seen and heard how loved we are.

I desire that today each of you experience that love, and live a happy and blessed Christmas.

With love, Oscar Ivan

Como los pastores en Noche Buena


Santiago, 24 de diciembre de 2012

“Cuando los ángeles, dejándoles, se fueron al cielo, los pastores se decían unos a otros: «Vamos a Belén a ver lo que ha sucedido y el Señor nos ha manifestado.» Lc 2,15

Queridos amigos y amigas:

Hoy es Noche Buena, y como los pastores, a quienes les fue anunciada una gran alegría: el nacimiento de un salvador, que es el Cristo Señor (cf. Lc 2,10-11), también nosotros podemos ir a Belén y ver con los ojos del corazón lo que ha sucedido y que Dios nos ha manifestado.

Como los pastores, también nosotros estamos al raso –a cielo abierto- vigilando nuestros rebaños (cf. Lc 2,8). Es decir, estamos en la noche del tiempo actual preocupados de nuestras responsabilidades y ocupaciones, vigilando nuestros asuntos cotidianos que a veces no nos dejan dormir, no nos dejan descansar. Pero en medio de todo eso, un mensajero de Dios nos dice: “os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor” (Lc, 2,11). En medio de nuestra cotidianeidad, irrumpe el amor de Dios para decirnos: “aquí estoy contigo, aquí estoy para ti”.

Como los pastores, también nosotros tenemos que ponernos en camino hacia Belén, hacia el pesebre, hacia el hogar, hacia aquel espacio pequeño e íntimo en donde Dios se nos  quiere regalar.

“Fueron a toda prisa y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre.” 
Lc 2,16

El evangelio no nos relata los pormenores de la visita de los pastores al pesebre. Sin embargo, me imagino, que por el camino iban anhelantes a ver aquello que Dios les había anunciado: ¡un salvador! ¿Cómo será este salvador? Se habrán preguntado… Y al llegar encontraron a María, a José y al niño acostado en el pesebre… Cuánto se habrán asombrado y cuánto se habrán enternecido…

Los pastores llegaron al pesebre, llegaron a contemplar a este Salvador, a este Niño, que es el Cristo Señor… Llegaron, contemplaron y probablemente se quedaron un buen rato en compañía de María, José y el niño. Y probablemente, no solamente contemplaron al Niño, sino que se dejaron contemplar por Él, se dejaron mirar por Él, se dejaron amar por Él.

También nosotros, en esta Noche Buena podemos acercarnos al pesebre y dejar que ese Niño, que es Dios-con-nosotros, nos mire y nos ame. También nosotros podemos dejarnos amar por aquellos que nos rodean: nuestras familias, nuestros amigos y amigas, las personas con las cuales caminamos a lo largo de este año.

Dejarnos amar… Tal vez esta sea la mejor actitud con la cual podemos vivir esta Noche Buena y recibir así la Navidad del Señor. Más que hacer mucho, lo más importante es dejarnos amar, pues cuando nos dejamos amar por Dios y por aquellos que nos rodean, nuestro corazón se renueva y ganamos libertad para vivir y amar.

Si hoy nos dejamos amar por el Niño y su Madre, entonces seremos como los pastores, quienes “se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto” (Lc 2,20), pues habremos visto y oído cuán amados somos.

A cada uno deseo que hoy experimente ese amor, y viva así una feliz y bendecida Navidad.

Con cariño, Oscar Iván

sábado, 22 de diciembre de 2012

Adviento: espera y asombro


Adviento: espera y asombro

Queridos amigos y amigas:

A lo largo de este tiempo de Adviento, he compartido con ustedes algunas reflexiones. Domingo tras domingo quise compartir con ustedes algún pensamiento sobre el Adviento, alguna dimensión de este tiempo litúrgico tan hermoso y desconocido.

Hermoso, porque nos invita a prepararnos con el corazón a la fiesta de la Navidad de Jesús. Hermoso por sus cantos y oraciones, por sus signos y su ritmo lleno de esperanza, de expectativa por lo que vendrá. Hermoso porque en ese prepararnos a la Navidad nos invita a la espera. Y la espera es una realidad tan propia de la vida humana, pero tan desconocida a la vez.

La espera -tan propia del Adviento- es desconocida para nosotros porque pasa desapercibida en nuestra vida. Al menos, puede pasar desapercibida en esta época del año. Época tan marcada por el final de nuestras múltiples actividades: el colegio, la universidad, y el trabajo. Época marcada por numerosos compromisos sociales que llenan nuestra agenda. Época marcada también por el ritmo de las compras y del marketing que nada dice del Adviento, y que, en cambio ofrece una Navidad de nieve plástica en el hemisferio sur donde el pesebre y el Niño Jesús son los grandes ausentes. En fin, el cierre del año nos apresura pero  no nos invita a la espera.

¿Es posible esperar en este tiempo? ¿Es posible esperar en medio de tantos compromisos, apuros y cansancios?

Espera

Y sin embargo, la Iglesia, nos invita a esperar. Pero, ¿qué significa esperar? ¿Qué significa la esperanza, hacia dónde apunta? La esperanza, la espera a la que nos invita la Iglesia y su liturgia, es el esperar a alguien, a una persona. De eso se trata el Adviento, de esperar a una persona: al Señor que viene, que se acerca.

“Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo” canta la Iglesia con el himno Benedictus (Lc 1,68-79) cada mañana. Eso esperamos. Esperamos que el Señor nos visite y nos redima. Es decir, esperamos que Dios visite nuestra vida, que se haga presente en nuestra cotidianeidad a través de un acontecimiento, de una persona, de una alegría, de una palabra. Y esa visita es siempre salvadora, es siempre redentora. Cuando Dios visita, siempre redime. Cuando sabemos reconocer que es Dios quien nos visita en algún acontecimiento de la vida, entonces comprendemos que nos salva: que da sentido a nuestra vida y por eso esperanza.

Así, el Adviento es tiempo de espera cuando cada uno de nosotros se dispone interiormente a descubrir, en cada acontecimiento de la vida, una visita de Dios. Por eso, el Adviento nos prepara a la Navidad, a la gran visita de Dios a los hombres en Jesucristo.

Asombro

Entonces, ¿nos animamos a esperar? ¿Nos animamos a hacer la experiencia de estar atentos, vigilantes a la llegada del que viene?

Pienso que muchos esperamos la Navidad. Muchos esperamos este tiempo del año, en que después de tantos trajines y preocupaciones podemos unirnos a nuestras familias, amigos y seres queridos para renovarnos en el amor que esta fiesta nos trae.

Por un lado esperamos esta fiesta y su aroma a hogar, a familia y a amor. Y por otro lado aunque esperamos la Navidad, pienso que muchas veces no somos conscientes del gran don que Dios quiere hacernos en la Navidad. Esperamos, pero al mismo tiempo, a veces, no sabemos esperar. O al menos, no esperamos que Dios nos salga al encuentro, pues en el fondo nos parece difícil que Dios entre en nuestras vidas: “cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?(Lc 18,8b).   

Muchas veces hacemos nuestras las palabras de Isabel al recibir la visita de María: “¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme?” (cf. Lc 1,39-45).

Cuando tomamos conciencia del gran don de Dios en nuestra vida, a través de una persona, a través de un acontecimiento o a través de una serena alegría, entonces nos preguntamos: ¿Quién soy yo, para que el Señor venga a visitarme? ¿Quién soy yo para que Dios me haga este don? Entonces tratamos de hacernos “dignos” del don de Dios, tratamos de alguna manera de “merecer” el amor de Dios.

Pero en realidad, en seguida nos damos cuenta de que no podemos merecer el amor de Dios, y en realidad no podemos merecer el amor de ninguna persona, porque siempre el amor es un regalo, es un don que excede todo mérito previo. Lo único que podemos hacer ante el amor es asombrarnos y abrirnos al don.

Y entonces, cuando el amor recibido excede todo mérito, toda expectativa, entonces la espera da paso al asombro. Porque el amor es siempre más de lo que esperamos. Entonces se hace presente el asombro ante el gran don del amor, ante el gran don de una persona que viene a visitarnos y por eso a salvarnos. El asombro ante la gran misericordia de Dios… Y cuando nos asombramos, es decir, cuando tomamos conciencia de que lo recibido excede toda expectativa, todo mérito, entonces somos salvados, porque nos damos cuenta de que el amor no es algo que nos es debido sino que nos es regalado, algo que por un lado anhelamos, pero al mismo tiempo excede todos nuestros anhelos.

Pienso que, en parte, de eso se trata la Navidad, por un lado de la espera de un Salvador, y por otro lado, del asombro ante cómo Dios se hace presente en un Niño, cómo Dios se nos hace presente a través de tantos para que cada uno de nosotros lo experimente como el Dios-con-nosotros (cf. Mt 1,23). Esperemos la Navidad y dejémonos asombrar por este gran don: un Dios que se hace frágil y que nos ama en nuestra fragilidad.

domingo, 16 de diciembre de 2012

Adviento, tiempo de filialidad


“Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Lleva al hombro el principado, y es su nombre: (…) Príncipe de Paz.”
Is 9,5

Las palabras del profeta Isaías marcan el tono de este tiempo de Adviento cada vez más cercano a la Navidad. “Un niño nos ha nacido” dice el profeta; “un niño nos nacerá, un niño esperamos” podemos decir nosotros. De eso se trata el Adviento, esperamos el nacimiento de un niño, del Niño. Esperamos su nacimiento en el pesebre, pero sobre todo esperamos su nacimiento en nuestras vidas, en nuestros corazones… Y de alguna manera esperamos también volver a nacer con Él, volver a ser niños, volver a empezar. Por eso el Adviento es también tiempo de filialidad, tiempo de ser niños.

Filialidad
La cercanía de la Navidad vuelve a poner ante nuestros ojos uno de los misterios más grandes y hermosos de la fe cristiana: la Encarnación. En Jesús, Dios se hizo hombre, se hizo niño, se hizo hijo.

Junto con el mensaje de la paternidad de Dios, Jesús predicó y vivió el mensaje de la filialidad del hombre. El episodio evangélico en el cual los discípulos dicen: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1) es el paradigma del doble mensaje de la paternidad y filialidad. A la petición de los discípulos Jesús responde sencillamente con una oración que se inicia con la invocación “Padre nuestro” (cf. Lc 11,1-4). No se trata sólo de una nueva manera de nombrar a Dios. Se trata sobre todo de una actitud de vida, de un sentimiento vital. Desde ese momento seguir a Jesús, seguir a Cristo, al Hijo del Dios vivo (Mt 16,16), no se trata en primer lugar de cumplir una serie de normas éticas  ni de adquirir nuevos conocimientos. Se trata más bien de adentrarse en la filialidad de Jesús, se trata de incorporarse a su vida y sobre todo de entrar en esa relación íntima, tierna y personal que el Hijo tiene con su Padre. Es esta realidad la que quiere expresar la Iglesia cuando confiesa que por el Bautismo somos hechos hijos en el Hijo.

Desde el día del Bautismo valen para nosotros las palabras del Salmo: “Tú eres mi hijo, hoy te he engendrado” (Salmo 2,7). Sin embargo a lo largo de nuestra vida muchas veces olvidamos que somos hijos, olvidamos que somos amados y que podemos amar… Olvidamos que tenemos un corazón de niño… Entonces volvemos a suplicar: “Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, renueva en mi interior un espíritu firme” (Salmo 50,12).

Corazón de niño, corazón abierto
El corazón nuevo (cf. Ez 36,26), el corazón puro que Dios nos quiere regalar es el corazón filial, el corazón de niño… Pero, ¿qué significa tener un corazón de niño? Por un lado se trata de hacer nuestro el sentimiento vital de Jesús, saber con el corazón –y no sólo intelectualmente- que Dios nos ama profunda e incondicionalmente; pero, por otro lado, se trata de aprender a amar incondicionalmente, aprender a abrir nuestro corazón sin poner condiciones previas.

Muchas veces cuando escuchamos el mensaje de la filialidad, cuando recibimos la invitación a ser niños, tendemos a imaginar que somos abrazados por Dios y que nuestros anhelos son completamente saciados… En parte esto es cierto… Pero sólo en parte. Si sólo esperamos ser abrazados y saciados estaremos viviendo en un estado de infantilismo espiritual y no de infancia espiritual.

A la larga descubrimos que tenemos un corazón de niño, un corazón como el de Jesús, no tanto cuando somos abrazados sino cuando somos capaces de abrazar a otros, cuando somos capaces de acoger a otros, en especial a aquellos que piensan distinto a nosotros… Un corazón de niño es un corazón abierto, un corazón que ama sin poner condiciones.

Por eso el niñito Jesús que esperamos en nuestros pesebres es el niñito de manitas y bracitos abiertos; el Niñito dispuesto a acoger a pastores y reyes; dispuesto a acogernos a cada uno de nosotros para que también nosotros estemos dispuestos a abrir nuestros corazones y nuestras vidas a muchos.  

domingo, 9 de diciembre de 2012

Adviento, tiempo del corazón


"Estás enteramente con tu ser
en el santuario de mi corazón..."  (Hacia el Padre 143)

Con estas palabras nos invita a rezar José Kentenich luego de haber recibido el Cuerpo y la Sangre de Cristo en la Eucaristía. "Estás enteramente con tu ser en el santuario de mi corazón", son las palabras llenas de asombro y gratitud del cristiano que ha recibido a Jesús en su corazón, ya sea en la comunión sacramental o en la comunión espiritual. Se trata del encuentro personal con Aquél que diariamente nos busca, nos llama, nos ama.

El corazón
¿Qué queremos decir con la palabra corazón? Normalmente designamos con esta palabra la sede de nuestros sentimientos y emociones. A lo más graficamos con esta palabra "el lugar" misterioso desde donde brota nuestro amor por los demás... Sin embargo el corazón es eso y mucho más...

El lenguaje bíblico puede ayudarnos a comprender lo que decimos cuando decimos corazón... Son conocidas las palabras del libro del Deuteronomio: "Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas"(Dt 6,5). El amor que Dios pide, el amor que Dios espera; el amor que es respuesta a su amor, brota desde el corazón, desde lo más propio de cada hombre y mujer. Se trata del núcleo personal, aquello más propio, más auténtico, más verdadero y más vivo en cada uno.

"El corazón habla al corazón" dice el beato John Henry Newman; y no puede ser de otra manera. Cuando hablamos, cuando dialogamos, cuando verdaderamente logramos comunicarnos, lo hacemos desde el corazón hacia otro corazón. Desde nuestro núcleo personal, desde nuestra autenticidad; sin máscaras.

Muchas veces nuestro propio corazón es un desconocido para nosotros mismos. Sin embargo se nos revela a través de los sentimientos, de reacciones espontáneas, de alegrías y dolores, de anhelos y amores... Nuestro corazón también nos habla, y si somos capaces de escucharlo lograremos habitar en él -lograremos adentrarnos en el misterio que llevamos dentro- , lograremos habitar en nuestro propio interior, y si allí habitamos -con nuestras alegrías y dolores- experimentaremos que Jesús está allí, que Él habita nuestro mundo interior.

El pesebre

"En el pobre y pequeño
establo de Belén,
das a luz para todos nosotros
al Señor del mundo" (Hacia el Padre 343)

El tiempo de Adviento es el tiempo de preparar el pesebre, ese "pobre y pequeño establo de Belén" donde Jesús volverá a nacer, volverá a hacerse presente, cercano y disponible para nosotros.

En el fondo el pobre y pequeño establo de Belén es signo de nuestro propio corazón... Sí, ese corazón con sus paredes de alegría y tristeza, con su techo de anhelos y sus grietas de dolor es el lugar donde Jesús quiere volver a nacer, quiere volver a estar, quiere volver a habitar.

¡Qué paradoja! Muchas veces nos sucede como a San Agustín. Como él le decimos a Dios: "...Tú estabas dentro de mí y yo fuera. (...) Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo" (Confesiones X, 27, 38). Lo buscamos fuera de nosotros mismos, sobre todo cuando no somos capaces de aceptar y asumir las sombras y dolores que hay en nuestro propio corazón... Buscamos a Dios, buscamos la felicidad fuera y no la encontramos... Porque la felicidad, la plenitud, no está en no sufrir, en no tener limitaciones, sino más bien en aceptar y asumir con confianza nuestras limitaciones y dolores, porque ellos hacen parte de nuestra vida, de nuestro corazón, de nuestro pesebre... Y precisamente allí quiere Jesús, el Dios-con-nosotros volver a nacer.

Por eso el Adviento es tiempo del corazón, tiempo para reconocer y asumir con serenidad toda nuestra vida -nuestros dolores y alegrías, nuestros temores y anhelos-, para que así preparemos en nuestro corazón un pesebre. Así podremos decirle al Señor, al Niño que anhelamos y que viene: "Así como te preparaste una morada en tu Madre y Compañera al dar Ella su Sí, has enriquecido mi corazón"(Hacia el Padre 141). Así como te preparaste una morada en el corazón de María, prepárate una morada en mi corazón.

domingo, 2 de diciembre de 2012

Adviento, tiempo de anhelo


Adviento, tiempo de anhelo

Adviento
          
Pareciera ser que todos coinciden en que el origen etimológico de la palabra Adviento viene del latín adventus, que significa venida, llegada[1]. Al mismo tiempo, intuyo que adventus proviene de ad venire, es decir, de la idea “ir hacia” –ad- y de la idea de “venir desde” –venire-. Así se trata tano del movimiento hacia un lugar, como del venir, llegar a un lugar. Dos movimientos: el de salir al encuentro, y el de llegar a ese encuentro.

Generalmente entendemos el Adviento sobre todo como el movimiento que hace el que viene, el que llega, Él es el que adviene. Pero también ad venire nos puede hablar del movimiento que nosotros hacemos –ad- hacia el que viene –venire-. El Adviento cristiano es, en ese sentido, no sólo una espera pasiva, sino más bien, una espera activa. El Adviento es nuestro movimiento hacia Aquél a quien esperamos. Por eso el Adviento es también anhelo.

Anhelo

El anhelo no es otra cosa que esa moción interior, ese movimiento del corazón hacia algo que nos llama –una meta, un sueño, un ideal, un proyecto-, pero el anhelo es sobre todo movimiento hacia alguien, hacia otro, hacia un , hacia una persona.

Todos experimentamos ese movimiento interior hacia un . Lo experimentamos cuando buscamos la cercanía y amistad de nuestros amigos y amigas, de nuestros hermanos y hermanas, de nuestros padres y seres queridos… Lo experimentamos en la nostalgia que sentimos por una persona, por un lugar o por tiempos eternos que siguen atesorados en nuestro corazón. Lo experimentamos cuando a pesar de todos nuestros esfuerzos consumistas, paradojalmente, nada nos llena, nada nos sacia.

Experimentamos esta moción hacia un , hacia el amor, también en el egoísmo –en nuestras debilidades y pecados-… Paradojalmente, el egoísmo, que se manifiesta como unilateral búsqueda del propio yo, no es sino una búsqueda equivocada de un … Incluso luego del más vergonzoso –y por eso más doloroso- de los pecados nos damos cuenta de nuestra soledad y nuestro vacío… Entonces comprendemos vivencialmente al salmista que dice: “los dioses y señores de la tierra no me satisfacen” (Salmo 15, Completas del día jueves).

Aprender con el corazón que nuestro anhelo no se sacia con el egoísmo lleva su tiempo –tiempo del corazón-. Y en realidad, el anhelo, cuando es anhelo de un , no se sacia, no desaparece. El –la persona amada- no hace sino aumentar nuestro anhelo. Y así tiene que ser, pues el anhelo nos hace tomar conciencia de que sólo somos cuando somos con otros. El anhelo nos abre a la búsqueda de otros, al éxtasis de salir de uno mismo y entrar en relación con otros. Allí comprendemos que la verdadera vida siempre es relación y no aislamiento autosuficiente (cf. Spe Salvi 27). Así el anhelo no se acaba, porque nuestra necesidad de ser complementados por otros es constante y constitutiva.

Adviento, tiempo de anhelo

Pero detrás de cada tú humano, en lo profundo anhelamos también el Tú divino, el de Dios, el de Jesucristo, el Dios-con-nosotros. Y no puede ser de otra manera, pues, Dios nos ha creado para Él, y nuestro corazón verdaderamente está inquieto hasta que descanse en Él (cf. Confesiones I, 1).

Por eso el Adviento es un tiempo de anhelo. Un tiempo para cultivar el anhelo que tenemos de Jesús, esa nostalgia de Él. Es un tiempo para experimentar cuánto nos duele su ausencia, pero también para experimentar cuán presente está en ese no estar. Si anhelamos a alguien es porque no está con nosotros físicamente; pero, al anhelarlo él está presente, está ya presente en nuestro corazón.

Adviento, tiempo de anhelo. Tiempo de cultivar ese movimiento interior hacia Jesús; tiempo de experimentar con gozo que no somos sin Él; tiempo de aprender a conducir todos nuestros anhelos hacia la espera de Aquél “que sacia bondadosamente mi anhelo” (Hacia el Padre, 157).


Adviento, tiempo de aprender a esperar anhelando… Tal vez, en este sentido podemos interpretar las palabras de Jesús en el Evangelio: “Velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor” (Mt 24,42). Velemos, sigamos anhelando y esperando, para que así se haga realidad lo que en la Eucaristía pedimos al Padre Dios para nosotros, para la Iglesia: “Que tu Iglesia sea un vivo testimonio de verdad y libertad, de paz y justicia, para que todos los hombres se animen con una nueva esperanza” (Plegaria Eucarística D4); para que todos los hombres nos animemos con un nuevo y más profundo anhelo de Dios.




[1] ALDAZÁBAL, J., Vocabulario básico de liturgia (Biblioteca Litúrgica 3; Centre de Pastoral Litúrgica, Barcelona 1994), 19s.

jueves, 22 de noviembre de 2012

Raíces de la pobreza cristiana

Queridos amigos y amigas:

Quisiera compartir con ustedes una breve reflexión en torno a la pobreza cristiana. Lo hago como estudiante de Teología y como un creyente que reflexiona sobre su fe. Desde ya les advierto que esta reflexión está todavía muy en sus inicios y muy abierta… Abierta a otras opiniones y sobre todo a experiencias.

¿Qué entiendo por pobreza cristiana?

Me parece importante hacer una aclaración inicial con respecto al término pobreza, sobre todo cuando este término va calificado por lo cristiano.

No hay que confundir la pobreza cristiana con la miseria material. Incluso me parece necesario señalar que no siempre la pobreza como categoría sociológica es equiparable a la pobreza cristiana.

Dicho esto, quiero dejar muy en claro que lo anterior no nos dispensa a los cristianos de la renuncia a los bienes materiales superfluos y a veces, incluso, a los necesarios. Tampoco nos dispensa de la búsqueda de cercanía y de amistad con los más pobres, ni de la búsqueda de un corazón más pobre, es decir, humilde y agradecido.

La distinción que quiero hacer entre la pobreza sociológica y la cristiana puede expresarse también de la siguiente manera: muchas veces la pobreza sociológica adviene a las personas como una situación socio-económica no deseada ni buscada, sino más bien forzada –y muchas veces, esta situación es fruto de injusticias sociales que los cristianos estamos llamados a remediar por amor-. Por otro lado la pobreza cristiana es una invitación que se enmarca en el seguimiento de Jesús: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego sígueme” (Mt 19,21).

La pobreza cristiana: una invitación

Para comprender esta invitación les propongo que acudamos al Evangelio:

“«El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel.

«También es semejante el Reino de los Cielos a un mercader que anda buscando perlas finas, y que, al encontrar una perla de gran valor, va, vende todo lo que tiene y la compra.»” (Mt 13,44-46).

Si leemos con atención estas parábolas, y sobre todo, si nos dejamos tocas por las imágenes que el Señor usa en ellas, pienso que podemos comprender algo de esta invitación a la pobreza cristiana. Sobre todo porque lograremos comprender que esta invitación, esta renuncia, tiene su raíz en el gran tesoro, en el gran don que se nos hace: el Reino de los Cielos, es decir, la vida con Cristo, en Cristo y desde Cristo.

La parábola habla de “tesoro escondido” y de una “perla de gran valor”. Ambas son imágenes que describen el Reino de los Cielos, y los describen como algo verdaderamente valioso, al punto que aquél que lo encuentra experimenta una “alegría” que le impulsa a “vender” todo lo que tiene – a renunciar- con tal de quedarse con ese tesoro que ha encontrado. Así, el Reino de los Cielos se nos presenta como un tesoro que es fuente de alegría.

La imagen del tesoro nos habla de que la vida cristiana, la vida con Cristo, es algo muy valioso. Es un tesoro escondido por el cual vale la pena abandonar otros “tesoros”, otros bienes… Cuando encuentro el tesoro que me hace realmente rico, entonces puedo animarme a ser pobre, puedo animarme a renunciar a bienes, al prestigio social, a la autosuficiencia y a todo aquello que antes era para mí un tesoro. Entonces cuando me hago pobre me vuelvo rico. San Pablo lo expresa maravillosamente en su carta a los Filipenses: “Pero lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo. Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo” (Flp 3,7-8).

El contraste entre los bienes terrenos y el Bien con mayúsculas –Dios mismo- se manifiesta dramáticamente en la parábola del joven rico (Mt 19,16-22). “«Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego sígueme.» Al oír estas palabras, el joven se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes.” (Mt 19,21-22). Así, frente a las palabras de Jesús “Uno solo es el bueno” (Mt 19,17), referidas a Dios, se contraponen los “muchos bienes” (Mt 19,22) que poseía el joven rico, o que lo poseían a él y le quitaban libertad. ¿Es para nosotros nuestro mayor bien, nuestro único bien, la vida con Dios, con Cristo y con María?

Una invitación enraizada en la Cristología y en la infancia espiritual

La invitación a la pobreza cristiana, enmarcada en el seguimiento de Jesús, tiene su raíz más profunda en Cristo mismo, en la Cristología. Nuevamente San Pablo nos puede ayudar a comprender esto. A los cristianos de Corinto les dice: “Pues conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de enriqueceros con su pobreza.” (2 Co 8,9). ¿Cómo se hizo pobre Jesucristo? En el mismo hecho de su Encarnación, es decir, en el hacerse hombre el Hijo de Dios se ha hecho pobre.

Es conocido el “himno cristológico” de la carta a los Filipenses (Flp 2,5-11) que expresa este hacerse pobre de Cristo:

“Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo:

El cual, siendo de condición divina,
no codició el ser igual a Dios
sino que se despojó de sí mismo
tomando condición de esclavo.

Asumiendo semejanza humana
y apareciendo en su porte como hombre,
se rebajó a sí mismo,
haciéndose obediente hasta la muerte
 y una muerte de cruz.

Por eso Dios lo exaltó
y le otorgó el Nombre,
que está sobre todo nombre.

Para que al nombre de Jesús
toda rodilla se doble
en los cielos, en la tierra y en los abismos,
y toda lengua confiese
que Cristo Jesús es el Señor
para gloria de Dios Padre.”

Es por ello que la Iglesia enseña –y se esfuerza por vivir- que la pobreza y “la opción preferencial por los pobres está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza. Esta opción nace de nuestra fe en Jesucristo, el Dios hecho hombre, que se ha hecho nuestro hermano (cf. Hb 2,11-12). Ella, sin embargo, no es ni exclusiva, ni excluyente.” (Aparecida 392).

Me parece importante señalar que si Jesucristo se hizo pobre por nosotros para hacernos ricos, lo hizo dándose Él mismo. Es decir, el don que nos hace Cristo no es en primer lugar objetos, bienes o conocimiento, sino, que Él mismo es el don que nos entrega y ofrece. Pensemos en la Eucaristía. Allí Él se hace pan y vino para darse a nosotros, se hace pobre, se vacía de sí para que nos alimentemos de Él.

Finalmente, me parece a mí, hay un vínculo –escondido al principio, pero que de a poco se revela más y más- entre infancia espiritual y pobreza cristiana. Jesucristo mismo nos dice: “Yo os aseguro: el que no reciba el Reino de Dios como niño, no entrará en él.” (Mc 10,15).

Así, recibir el Reino de Dios tiene como condición hacerse niños. “¿Qué significa «ser niño»? Significa, ante todo, dependencia, necesidad de ayuda, tener que recurrir a los demás. Jesús, en cuanto niño, no sólo proviene de Dios, sino también de otros hombres. Ha vivido en el seno de una mujer, de la que ha recibido su carne y su sangre, los latidos de su corazón, su comportamiento y su palabra. Ha recibido la vida de la vida de otro ser humano. El que provenga de otro aquello que es propio de uno no es un hecho puramente biológico. (…) Según Jesús, por tanto, ser niño no es una etapa puramente transitoria en la vida del hombre, una etapa que procede de su condición biológica y que se cierra por completo en un momento dado; la realidad original del hombre se realiza de tal modo en la infancia que quien ha perdido la esencia de la infancia se ha perdido a sí mismo.”[1]

Así el hacerse niño está íntima relacionado con comprender vitalmente, que lo más propio nuestro en el fondo no es propio, es un don. Y si ser niño significa vivir la vida como un don, se comprende entonces el vínculo entre infancia espiritual y pobreza, pues, “en la condición del pobre se manifiesta con bastante claridad qué quiere decir ser niños: el niño no posee nada por sí mismo. Todo lo que necesita para vivir lo recibe de los otros, y precisamente en esta su impotencia y desnudez es libre.”[2]

Finalmente ser niño es ser hijo, se trata del gran don del Bautismo, ser hijos en el Hijo. Y si somos hijos nuestra gran riqueza es el Padre. Entonces, al renunciar voluntariamente a los bienes y seguridades propias, nos hacemos más niños, más hijos –y por ello más hermanos de todos los hombres-, nos hacemos más semejantes a Cristo Jesús. Y por ello, la pobreza cristiana no es en primer lugar un esfuerzo ético ni ascético, sino encuentro con Cristo, pues “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva.” (Deus caritas est 1).


Oscar Iván Saldivar F., ISchP



[1] J. RATZINGER, El camino pascual, 81.
[2] J. RATZINGER, El camino…, 83.

domingo, 11 de noviembre de 2012

Darse con autenticidad

Decía también en su instrucción: «Guardaos de los escribas y fariseos, que gustan pasear con amplio ropaje, ser saludados en las plazas, ocupar los primeros asientos en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y que devoran la hacienda de las viudas so capa de largas oraciones. Éstos tendrán una sentencia más rigurosa.»

Jesús se sentó frente al arca del Tesoro y miraba cómo echaba la gente monedas en el arca del Tesoro: muchos ricos echaban mucho. Llegó también una viuda pobre y echó dos moneditas, o sea, una cuarta parte del as. Entonces, llamando a sus discípulos, les dijo: «Os digo de verdad que esta viuda pobre ha echado más que todos los que echan en el arca del Tesoro. Pues todos han echado de lo que les sobraba, ésta, en cambio, ha echado de lo que necesitaba, todo cuanto poseía, todo lo que tenía para vivir.» 

Mc 12,38-44


“Ha echado de lo que necesitaba, todo cuanto poseía…” Mc 12, 44b

Antes de iniciar la reflexión sobre este Evangelio, me parece importante que tomemos conciencia de que el Evangelio es una “escuela de vida”. Lo que Jesús quiere en el Evangelio es “enseñarnos a vivir”.

“Ha echado de lo que necesitaba, todo cuanto poseía…”. Ha entregado lo que tenía –cuanto soy y cuanto tengo (Hacia el Padre, 16)- , lo que era importante para ella. Ha entregado de lo suyo, y por eso, podríamos decir que ha sido auténtica. Y eso es lo que impacta a Jesús.

Cuando alguien se da auténticamente, de corazón, impacta, deja huella. No se trata tanto de la “cantidad” de lo que doy –sea esto un aporte económico o sea entregar nuestros dones a Dios y a nuestros hermanos-; no se trata tanto de que lo que yo dé o tenga para compartir con otros sea llamativo o ingenioso. Se trata de que sea auténtico, se trata de que mi corazón –y por eso mi riqueza y mi pobreza- vaya en aquello que doy.

En el fondo lo que nos sobra son nuestras “máscaras”, aquellas cosas que se nos pegan a nuestra personalidad, a nuestro yo más verdadero… Y a veces en nuestras relaciones personales –tanto naturales como sobrenaturales- no damos nuestro yo más auténtico, nuestro corazón –nuestra sustancia, el bien más preciado que tenemos- sino más bien damos lo que nos sobra… En vez de mostrarles a Dios y a mis hermanos mi verdadero rostro –mi mirada auténtica-, les muestro una “máscara”, una careta… En vez de entregar mi corazón, doy parte de mi persona, muestro aquellos aspectos en los que me siento más seguro y así me muestro autosuficiente… Y así no soy capaz ni de dar ni de recibir. No soy capaz de amar.

Pero hay un secreto para poder dar,  para poder amar. Si yo quiero dar, si quiero amar con generosidad, en realidad tengo que tomar conciencia de que soy amado.

Una de mis frases favoritas de la Sagrada Escritura expresa esta dinámica: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (1 Jn 4, 16). Tanto en los vínculos humanos como en la relación con Dios y con María lo primero es el amor. Cuando experimentamos el amor, el amor de Dios, el amor de una persona; este amor suscita la fe, es decir la confianza. Y cuando confío soy capaz de darme tal y cual soy, de darme auténticamente. Por eso la fe es fe en Dios, fe en las personas que nos rodean y fe en nosotros mismos. Y así el amor y la fe/confianza suscitan la esperanza… Y así lo que yo hago, lo que le entrego a Dios y a los demás se torna importante, por más pequeño que sea –dos moneditas-… Para el que ama y es amado todo lo da desde el corazón y por eso es importante, y por eso hace presente el Reino de Dios en medio nuestro.

Queridos hermanos y hermanas, queridos amigos, pidámosle a Jesús en la Eucaristía, y a María Santísima en su Santuario, que nos enseñen a amar, que nos enseñen a vivir, que nos enseñen a creer… Que nos enseñen a dar nuestro corazón, a darnos auténticamente. Amén.