La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

domingo, 28 de agosto de 2016

Encontrar nuestro lugar

22° Domingo del tiempo durante el año – Ciclo C
Encontrar nuestro lugar


Queridos hermanos y hermanas:

            La Liturgia de la Palabra hoy nos lleva a meditar en torno a la humildad. En la primera lectura, tomada del Libro del Eclesiástico, el sabio nos dice: «Cuanto más grande seas, más humilde debes ser» (Ecli 3,18). Y siguiendo la lógica interna de este texto, nosotros a su vez podríamos decir: “cuanto más soberbios somos, más pequeños nos hacemos”.

 El corazón humilde

           
El Sirácida[1] continua sus palabras dándonos así una descripción del corazón humilde al decirnos: «El corazón inteligente medita los proverbios y el sabio desea tener un oído atento» (Ecli 3,29). Así, son al menos tres las características del corazón humilde: su grandeza de corazón no es altanería; es un corazón que medita, que reflexiona sobre sus acciones y las consecuencias que tendrán para los demás; y, es un corazón capaz de escuchar la voz de los otros, se deja aconsejar, por eso «desea tener un oído atento».

            Y a partir de estas características del corazón humilde podríamos a contrario sensu conocer las características del corazón soberbio. En la persona en la cual el orgullo se arraiga como «planta maligna» (Ecli 3,28) el corazón se vuelve soberbio y así se envanece, mostrándose más grande de los que en realidad es. El corazón soberbio no medita, no reflexiona sobre sus acciones, ya que está convencido de que lo que hace está bien sin importar las consecuencias para los demás. El corazón soberbio no escucha. No es capaz de prestar atención al consejo, corrección o ayuda que se le quiere prestar.

En el fondo, el corazón soberbio, pretende bastarse a sí mismo. Por eso se encierra en sí mismo, se clausura en sus propios intereses, pensamientos y opiniones y con ello se cierra a los demás y a Dios mismo. Como dice el Papa Francisco: “Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien.”[2]

Encontrar nuestro lugar

            Lo que el Sirácida nos ha dicho con palabras de sabiduría, Jesús nos lo enseña en el evangelio de hoy (Lc 14, 1. 7-14) con la parábola de la “elección de los asientos” (Lc 14, 7-11).

            Al ser invitado a un banquete, Jesús, que es un buen observador de la vida, nota «cómo los invitados buscaban los primeros puestos» (Lc 14,7), y al observar esto, Él pronuncia estas palabras: «no te coloques en el primer lugar, porque puede suceder que haya sido invitada otra persona más importante que tú, y cuando llegue el que los invitó a los dos, tenga que decirte: “Déjale el sitio”, y así lleno de vergüenza, tengas que ponerte en el último lugar» (Lc 14, 8-9).

             Si somos sinceros y observamos nuestra propia vida, nos daremos cuenta de que también nosotros tendemos siempre a buscar los “primeros puestos”, es decir, buscamos llamar la atención, buscamos ser tenidos en cuenta y ser tratados con importancia y preferencia; y cuando no conseguimos esto, llenos de frustración e irritación nos retiramos al «último lugar», no con humildad sino con resentimiento.

           
Normalmente es el corazón soberbio el que siempre busca el “primer lugar”, el que siempre pretende ser el centro de atención y sentirse el más importante. En ese sentido, la soberbia no nos deja encontrar nuestro lugar auténtico en la vida, pues siempre pretende llevarnos a donde en realidad no nos corresponde. Mientras nos dejemos llevar por la pretensión de la soberbia nunca encontraremos nuestro lugar en la vida.

            Es la humildad, el corazón humilde, el que nos ayuda a encontrar nuestro lugar en la vida. Pues la humildad, que es verdad, nos ayuda a ubicarnos con sinceridad y autenticidad ante nuestros hermanos, ante Dios y ante nosotros mismo. La humildad nos permite encontrar nuestro auténtico lugar.

Por eso, qué bien nos hace recordar las palabras de Jesús contenidas en el Evangelio según san Mateo: «Aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón» (Mt 11,29).

Un milagro de humildad

            Cuando se trata de reconocer humilde y sinceramente nuestros límites, defectos y debilidades, el P. José Kentenich nos invita a convertirnos en un “milagro de humildad”.[3]

            Así “el ‘complacerse’ o ‘gloriarse’ de sus debilidades y limitaciones (sean del tipo que fueren) presenta tres grados que significan, a su vez, igual cantidad de grados de grandeza ante Dios y de liberación de interferencias perturbadoras y obsesiones.”[4]

            Los tres pasos de la humildad son: “1. Complacerse en sus debilidades. 2. Complacerse en que otros las descubran. 3. Complacerse y gloriarse de ser tratados por los demás de la manera correspondiente.”[5]

            Se nos invita a alegrarnos –complacernos- no de la debilidad en sí, de tal o cual defecto o pecado, sino del hecho de que en esa debilidad se manifiesta nuestra necesidad de misericordia y nuestra posibilidad de crecer.

Alegrarnos en nuestra propia debilidad nos permite liberarnos de la pretensión de apariencia y de la frustración de no lograr lo que deseamos aparentar. Alegrarnos de que otros descubran nuestra debilidad nos abre a recibir su ayuda, a dejarnos complementar y nos da la libertad interior de mostrarnos tal cual somos. Finalmente alegrarnos de que los demás nos traten de acuerdo a nuestra debilidad nos permite ubicarnos con sinceridad en nuestro lugar en la vida y así se nos da la posibilidad de crecer. Es desde la humildad que podemos llegar a crecer, a madurar, a ser plenos.

Comprendemos ahora por qué Jesús nos invita a ponernos en el último sitio (cf. Lc 14,10), y cómo se pueden cumplir en nuestras vidas sus palabras: «todo el que se eleva será humillado, y el que se humilla será elevado» (Lc 14,11). Sí, solamente haciéndonos pequeños, reconociendo nuestras debilidades con sinceridad, lograremos crecer y así encontrar nuestro auténtico lugar en la vida.

A María, la humilde mujer de Nazaret que en el Magníficat (Lc 1, 46-55) cantó con alegría que el Señor había mirado su pequeñez (cf. Lc 1,48), le pedimos que día a día nos eduque para llegar a poseer un corazón humilde, un corazón que sepa encontrar su lugar ante Dios y ante los hermanos. Amén.



[1] El autor de este escrito deja constancia de su nombre en los versículos  50,27 y 51,30: «Sabiduría de Jesús, hijo de Sirá» (Ecli 51,30); y es conocido como Ben Sirá, Sirácida o Sirac.
[2] PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium 2.
[3] Cf. P. JOSE KENTENICH, Desafíos de nuestro tiempo, 128-129.
[4] P. José Kentenich, citado en H. KING, El Dios de la vida. Huellas religiosas en los procesos psíquicos (Editorial Patris Argentina, Córdoba 2003), 91.
[5] Ibídem

jueves, 18 de agosto de 2016

La puerta estrecha

21° Domingo durante el año –Ciclo C

La puerta estrecha

Queridos hermanos y hermanas:

            El evangelio de este domingo (Lc 13, 22-30) nos presenta la imagen de la «puerta estrecha» en el contexto de un diálogo del todo singular entre una persona y Jesús. Dice el texto referido: «Una persona le preguntó: “Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?”. Él respondió: “Traten de entrar por la puerta estrecha, porque les aseguro que muchos querrán entrar y no lo conseguirán.”» (Lc 13, 23-24).

            ¿Cómo comprender esta imagen utilizada por Jesús? ¿Cómo interpretar sus palabras? “¿Qué significa esta “puerta estrecha”? ¿Por qué muchos no logran entrar por ella? ¿Acaso se trata de un paso reservado sólo a algunos elegidos?”.[1]

La salvación es un don ofrecido a todos

            Pienso que para comprender mejor las palabras de Jesús en este evangelio debemos iniciar la reflexión de este domingo a partir de la primera lectura tomada del libro del profeta Isaías (Is 66, 18-21). Volvamos a escuchar lo que nos dice Dios por boca del profeta: «Yo mismo vendré a reunir a todos las naciones y a todas las lenguas, y ellas vendrán y verán mi gloria» (Is 66,18).

            Isaías nos anuncia que Dios mismo vendrá y reunirá a todas las naciones, a todos los pueblos, a todas las personas, para que vean su gloria, su amor. Esto significa que la salvación de Dios se ofrece a todos, sin exclusión; por lo tanto, no está reservada a unos pocos elegidos, porque, como dice el salmo, «es inquebrantable su amor por nosotros, y su fidelidad permanece para siempre» (Sal 116,2).

            Sin embargo, esta salvación que se ofrece “gratuitamente” debe ser aceptada, debe ser recibida y asumida. El don ofrecido debe convertirse en don aceptado y asumido.

            Esta necesidad de recibir y acoger el don de Dios la vemos ilustrada en varias páginas del Evangelio. Numerosas parábolas expresan cómo la iniciativa salvífica de Dios puede ser rechazada por los hombres. Pensemos en la parábola de los “viñadores homicidas” (Mt 21, 33-43): en ella vemos cómo los viñadores –a quienes se confió la viña de la cual no eran propietarios- se negaron a entregar los frutos al dueño e incluso mataron al heredero para quedarse con ella (cf. Mt 21, 34-35. 38). De modo similar en la parábola “del banquete de bodas” (Mt 22, 1-14), los invitados a la boda no quisieron venir y se excusaron con distintas razones despreciando así todos los preparativos previos (cf. Mt 22,3-6). Incluso entre los que sí llegaron al banquete uno fue expulsado por no estar debidamente preparado para la fiesta (cf. Mt 22, 11-13). Todavía en la conocida parábola “del padres y sus dos hijos” (Lc 15, 11-32), vemos cómo el hijo mayor se resiste a entrar en la casa para unirse a la fiesta por su hermano a pesar de los ruegos de su padre (cf. Lc 15, 25-30).

           
           
        Sí, nuestra libertad puede rechazar el don de la salvación, el don de la amistad con Dios. O a veces sucede que nuestra voluntad no está lo suficientemente preparada para acoger este don en toda su plenitud. Por eso necesitamos educar nuestra libertad y nuestra voluntad para abrirnos al don de Dios y así asumir plenamente la salvación que Él nos ofrece.

            Comprendemos ahora las palabras de Jesús en el evangelio de hoy: «Traten de entrar por la puerta estrecha» (Lc 13,24). Otras versiones del mismo texto evangélico dicen «Esforzaos por entrar por la puerta estrecha»[2] e incluso «Pelead para entrar por la puerta estrecha».[3]

¿Misericordia divina o esfuerzo humano?

            Si debemos esforzarnos e incluso pelear para ingresar por la «puerta estrecha», esto podría llevar a preguntarnos: ¿no se anula así la gratuidad de la salvación? ¿No reemplazamos la misericordia de Dios con el esfuerzo humano?

            Aquí conviene recordar que desde sus inicios la espiritualidad cristiana conoce la práctica de la vida ascética; es decir, la práctica disciplinada y metódica de ciertos ejercicios físicos y espirituales para la maduración moral y el progreso en la vida espiritual. Se trata de la autoeducación.

Y en referencia al tema que hoy estamos meditando debemos decir que la vida ascética está al servicio de la vida mística; es decir, nuestros esfuerzos concretos de autoeducación están al servicio de nuestra vida de comunión con Dios. La autoeducación no reemplaza la gracia, el don de Dios, simplemente la anhela y prepara el corazón para recibirla y asumirla plenamente. Como dice san Pablo: «Mas, por la gracia de Dios, soy lo que soy; y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí» (1Co 15,10a).

Por eso, no despreciemos «la corrección del Señor» (Hb 12,5) que hoy nos invita a entrar por la «puerta estrecha», a educarnos a nosotros mismos, a luchar contra nosotros mismos: contra nuestros egoísmos, contra nuestra indiferencia, contra nuestro afán de comodidad, contra la búsqueda enfermiza de placer sin sentido; contra todo aquello que insufla nuestra soberbia a tal punto que ya no nos permite entrar por la puerta del amor a Dios y al prójimo.

Ahora comprendemos que el «entrar por la puerta estrecha» no implica un negar la misericordia de Dios, sino un anhelarla y predisponerse a recibirla para asumirla como estilo de vida[4], pues, “ser cristiano es ante todo un don, pero que luego se desarrolla en la dinámica del vivir y poner en práctica este don.”[5]

María, puerta del cielo

           
Al finalizar nuestra reflexión, dirigimos nuestra mirada y nuestro corazón hacia la Santísima Virgen María. Ella, Madre de Jesús y madre nuestra, fue la primera que siguió a su Hijo recorriendo el camino de la humildad, de la abnegación y de la entrega generosa, por eso fue asunta a la gloria celestial y se convirtió para todos sus hijos en Puerta del cielo. Pidámosle que en el día a día Ella nos ayude a entrar por la «puerta estrecha» para que un día podamos atravesar el umbral de la puerta del cielo. Amén.



[1] BENEDICTO XVI, Ángelus, domingo 26 de agosto de 2007 [en línea]. [fecha de consulta: 17 de agosto de 2016]. Disponible en: <http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/angelus/2007/documents/hf_ben-xvi_ang_20070826.html>
[2] Lc 13,24 en la Biblia de Jerusalén (DESCLÉE DE BROUWER, Bruselas 1967).
[3] Lc 13,24 en Biblia del Peregrino (EGA-MENSAJERO, Bilbao 1995).
[4] Cf. PAPA FRANCISCO, Misericordiae Vultus 13.
[5] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección (Ediciones Encuentro, Madrid 2011), 83.

martes, 16 de agosto de 2016

La Asunción de María, signo de misericordia

Solemnidad de la Asunción de la Virgen María – 2016

Lc 1, 39 - 56
Apoc 11, 19a; 12, 1-6a. 10ab

La Asunción de María, signo de misericordia


Queridos hermanos y hermanas:

            Al celebrar hoy la Solemnidad de la Asunción de la Virgen María les invito a meditar sobre este misterio mariano a partir de la Sagrada Escritura. En particular a partir de la primera lectura de esta solemnidad que se toma del libro del Apocalipsis (Apoc 11,19a; 12, 1-6a. 10ab).

Un gran signo

            El capítulo 12 del libro del Apocalipsis confronta dos signos, dos señales:

            «Un gran signo: una mujer revestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas en su cabeza» (Apoc 12,1).

            En la interpretación de la Iglesia, María es el «gran signo» que aparece en el cielo, en el horizonte de la historia de la salvación. María es sobre todo signo de la acción de Dios. Ella es el signo de lo que Dios quiere y puede realizar en la vida de aquellos que ponen ante Dios su pequeñez y se dejan mirar por Él con bondad (cf. Lc 1,48). Es signo de lo que Dios quiere y puede realizar en aquellos que creen en su misericordia que se «extiende de generación en generación» (Lc 1,50).

           
             Así, María es signo de la humanidad redimida por la misericordia de Dios: una humanidad revestida de Cristo, Sol de justicia y salvación; una humanidad con la luna bajo sus pies, es decir, una humanidad que unida a Dios domina la noche, la oscuridad de la muerte; una humanidad coronada de dignidad. La acción salvífica de Cristo reviste al hombre, le confiere dominio sobre la muerte y le otorga dignidad.

            Todo esto, Dios lo ha realizado ya plenamente en María, la Madre y compañera de Jesús. Y lo realizará en la Iglesia a lo largo de la historia de salvación. Es por eso que María es “garantía de consuelo y esperanza” para la Iglesia.[1]

            El Apocalipsis nos presente todavía otro signo en el horizonte de la historia humana:

«Y apareció en el cielo otro signo: un enorme Dragón rojo como el fuego…» (Apoc 12,3).

            Aunque impresionante, este otro signo que aparece en el cielo, no es descrito como “gran signo”. Y ello se debe a que el mal, el pecado y el egoísmo impresionan, incluso atemorizan, pero nunca son un signo mayor que la misericordia de Dios.

            María, asunta en cuerpo y alma al cielo, es un gran signo de la misericordia de Dios. Un signo mayor que el mal, el pecado y el egoísmo.

            Y este misterio de María –profundamente ligado al misterio de Cristo y de su Iglesia- es signo de la misericordia de Dios porque nos muestra que al final del tiempo toda la realidad humana será asumida por Dios.

            Justamente de eso se trata la Asunción de María en cuerpo y alma al cielo. Se trata de que la totalidad de lo humano puede entrar –y entrará- en comunión con la vida de Dios. Tanto el alma, es decir, la dimensión espiritual de la persona humana –intelecto, voluntad y sentimientos-, como el cuerpo, nuestra dimensión corpórea y todo lo que ello implica, pueden entrar en comunión con Dios a través de Cristo Jesús.

            Sí, toda la realidad humana tiene lugar en el corazón de Dios. Nada humano le es ajeno. Y esa es nuestra gran esperanza y nuestra gran alegría. Por eso, la Asunción de María es signo de misericordia; signo de esa misericordia divina que abraza, comprende y asume todo lo humano.

Signos de misericordia en nuestra vida

            Tratemos de aplicar esta meditación a nuestra propia vida. Si somos sinceros y miramos con atención, reconoceremos que en nuestra propia vida encontramos también signos del mal, el pecado y el egoísmo.

En algunas ocasiones incluso experimentamos que el mal es como ese «Dragón [que] se puso delante de la Mujer que iba a dar a luz, para devorar a su hijo cuando naciera» (Apoc 12,4b); es decir, muchas veces sentimos que el mal y el pecado en nuestra vida devoran nuestra esperanza, devoran nuestra alegría.

Sin embargo, en nuestra vida también encontramos signos de misericordia; momentos donde experimentamos que Dios asume nuestra realidad, nuestra vida, y así la llena de sentido y de paz.

Por eso hoy nos haría bien recordar todos los signos de la misericordia de Dios en nuestras vidas: personas –familiares, amigos y seres queridos- que nos transmiten algo de la ternura y misericordia de Dios; situaciones personales o familiares donde hemos crecido y madurado; palabras de aliento y de perdón que hemos recibido o que hemos donado; momentos de oración e intimidad con Dios. Personas, situaciones, palabras y momentos, son muchas veces signos de la misericordia de Dios; signos que vuelven a llenarnos de esperanza.

Y en la medida en que tomamos conciencia de estos signos de misericordia en nuestras vidas, nos damos cuenta de que la asunción, el misterio por el cual Dios asume nuestra humanidad, va aconteciendo día a día. Sí, día a día el Señor va asumiendo nuestra vida, va haciendo suya nuestra vida, en la medida en que la compartimos sin temor con Él. Y lo seguirá haciendo hasta el momento final en que, como María, participaremos plenamente de la Resurrección de Cristo Jesús. La misericordia es nuestra esperanza. La misericordia es nuestra meta.


Por eso, hoy que contemplamos el camino de María hacia el cielo de manos de su hijo Jesús[2], queremos aprender a caminar como Ella aquí en la tierra, para que un día también nosotros hagamos ese camino de misericordia hacia el cielo:

“Aseméjanos a ti,
y enséñanos a caminar por la vida
tal como Tú lo hiciste:
fuerte y digna, sencilla y bondadosa,
repartiendo amor, paz y alegría.
En nosotros recorre nuestro tiempo
            preparándolo para Cristo Jesús.” [3] Amén.



[1] MISAL ROMANO, Prefacio de la Santísima Virgen María, La gloria de María elevada al cielo.
[2] Cf. PAPA FRANCISCO, La Asunción de María, misterio grande para nuestro futuro, Ángelus del 15 de agosto de 2016 [en línea]. [fecha de consulta: 15 de agosto de 2016]. Disponible en: <http://www.news.va/es/news/papa-la-asuncion-de-maria-misterio-grande-para-nue>
[3] P. JOSÉ KENTENICH, Hacia el Padre 609.

jueves, 11 de agosto de 2016

«Nuestra alma espera en el Señor»

19° Domingo durante el año – Ciclo C
«Nuestra alma espera en el Señor»

«Nuestra alma espera en el Señor…», así hemos rezado con el Salmo 32. De la misma manera la Carta a los Hebreos nos habla de la fe como «garantía de los bienes que se esperan, plena certeza de las realidades que no se ven» (cf. Hb 11,1). Esta “especie de definición de la fe une estrechamente esta virtud con la esperanza.”[1]

Esto significa que el hecho de creer en Jesucristo nos lleva a esperar en Jesucristo. Si creemos en Jesús, esperamos en Jesús: «Nuestra alma espera en el Señor». Más aún, la fe nos lleva a esperar al Señor. Así lo vemos en el evangelio que hemos escuchado hoy (Lc 12, 32-48): «¡Felices los servidores a quienes el Señor encuentre velando a su llegada!» (Lc 12,37a).

Esperando el Reino

            Volvamos a escuchar las palabras que Jesús dirige a sus discípulos: «No temas, pequeño rebaño, porque el Padre de ustedes ha querido darles el Reino» (Lc 12,32).

            Una vez más Jesús nos invita a no temer, a no angustiarnos, a no desesperarnos. Y la razón de ello, a pesar de que somos un «pequeño rebaño», radica en que el Padre del cielo ha querido darnos el Reino.

            Estas palabras del Evangelio según san Lucas nos recuerdan aquellas otras contenidas en el Evangelio según san Mateo: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque, habiendo ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes, las has revelado a los pequeños» (Mt 11,25; cf. Lc 10,21).

            Sí, el Padre quiere revelar a los pequeños el Evangelio del Hijo; el Padre quiere dar al pequeño rebaño el Reino de Dios.

            Y por eso Jesús invita a los suyos a desprenderse de sus bienes, a darlos como limosna –como misericordia-; y a que lo hagan sin temor porque el Padre les dará un bien más grande, una misericordia aún mayor: «Acumulen un tesoro inagotable en el cielo… …Porque allí donde tengan su tesoro, tendrán también su corazón» (Lc 12, 33-34).

            Así se nos muestra una dimensión del “esperar en el Señor”, se nos muestra cuáles son los bienes que la fe espera: el Reino de Dios, el Reinado de Dios. Pero esta esperanza no es actitud interior solamente o buen deseo expresado, sino acción concreta, pues, “toda actuación seria y recta del hombre es esperanza en acto.”[2]

            El discípulo es capaz de renunciar a sus bienes –sean estos bienes materiales o bienes espirituales como sus propias ideas o criterios- porque espera concretamente recibir el gran bien que la fe le promete: el Reinado de Dios en su vida.

           
           Es lo que nos dice la Carta a los Hebreos cuando nos recuerda que «por la fe, Abraham, obedeciendo el llamado de Dios, partió hacia el lugar que iba a recibir en herencia, sin saber a dónde iba» (Hb 11,8). La fe de Abraham fue concreta: renunció a la seguridad de su propia patria para ponerse en camino guiado por Dios. Renunció  al bien que supone la propia tierra, para recibir el bien de habitar en la amistad con Dios.

            ¿Cuán concreta es nuestra fe? ¿Cuán concreta es nuestra esperanza en el Señor? ¿Cuánto influye en nuestra vida cotidiana, en nuestras decisiones, la fe que profesamos?

            En realidad la fe y la esperanza son concretas y vivas en la medida en que el amor está vivo. Solamente aquel que vive una relación de amor con el Dios de la vida, se anima a tomar decisiones que conforman su vida según los planes de Dios.

Esperando al Señor

            Lo cual nos abre a una segunda dimensión del “esperar en el Señor”. Los cristianos no solo esperamos los bienes eternos sino que fundamentalmente esperamos al mismo Señor.

            «Estén preparados, ceñidas las vestiduras y con las lámparas encendidas. Sean como los hombres que esperan el regreso de su Señor, que fue a una boda, para abrirle apenas llegue y llame a la puerta» (Lc 12, 35-36).

            Esperar al Señor requiere vigilancia, requiere estar en vela. Los cristianos no podemos permitir que nuestra alma se duerma, «porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada» (Lc 12,40).

            «La hora menos pensada» no se refiere solamente al último día, al final de la historia; sino que se refiere también a los distintos momentos de gracia en los que Jesús sale a nuestro encuentro.

            En cada momento, en cada situación, en cada persona viene ese Jesús al cual esperamos. Pero muchas veces no lo reconocemos porque no estamos en vela… Muchas veces nuestra alma está dormida, como anestesiada por tanta dispersión, egoísmo y pecado. En el fondo es la situación del alma que «se pone a comer, a beber y a emborracharse» (Lc 12,45). Se encuentra tan llena de sí misma, tan atontada por la dispersión que ya no es capaz de esperar a Jesús y reconocer su presencia en el día a día.

            Queridos hermanos y hermanas, nosotros no queremos vivir una vida atontada y dispersa. Nosotros queremos esperar en el Señor. Nosotros queremos aprender a esperarlo en cada acontecimiento de nuestra vida. Por eso queremos entrar en la escuela de la fe práctica en la Divina Providencia y ante cada acontecimiento de nuestra vida preguntarnos en oración: “¿Qué quiere el Señor de mí? ¿Por dónde quiere que camine?”.

            Si llevamos nuestra vida a la oración entonces esperamos en el Señor, y desde la oración podremos conformar nuestra vida según el querer de Dios.

           
          A Santa María, Madre de la esperanza, le pedimos: “enséñanos a creer, esperar y amar contigo”[3]; enséñanos a esperar el Reino de Dios en nuestras vidas; enséñanos a esperar a tu hijo Jesús día a día, y no permitas que nuestras almas se adormezcan en el egoísmo sino que permanezcan velando en el amor. Amén.
           



[1] BENEDICTO XVI, Spe Salvi 7.
[2] BENEDICTO XVI, Spe Salvi 35.
[3] BENEDICTO XVI, Spe Salvi 49.