La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

sábado, 18 de junio de 2016

Discipulado: intimidad y seguimiento

Discipulado: intimidad y seguimiento

Domingo 12° durante el año – Ciclo C

Queridos hermanos y hermanas:

            En el evangelio de este domingo (Lc 9, 18-24) vemos un momento de intimidad entre Jesús y Dios; momento de intimidad del cual son testigos sus discípulos: «Jesús oraba a solas y sus discípulos estaban con él» (Lc 9,18a).

La intimidad con Jesús

            Jesús ora a solas con Dios: está en ese diálogo íntimo y personal con su Padre. Imaginemos la escena: tal vez está sentado en actitud orante, o de rodillas, entregado a la meditación, entregado completamente a esa intimidad con Dios. Dios es su ocupación predilecta y Él es ocupación predilecta de Dios.

            ¿Qué habrán experimentado sus discípulos al verlo orar? ¿Al sentir su oración, su intimidad con Dios? Sabemos, por otro pasaje del evangelio según san Lucas, que uno de sus discípulos en cierta ocasión le pidió: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1). Enséñanos esa intimidad con Dios, enséñanos esa intimidad contigo.

            De hecho, es en este momento de intimidad en que Jesús hace una pregunta fundamental a sus discípulos: «Pero ustedes –les preguntó-, ¿quién dicen que soy yo?» (Lc 9,20a). Esta pregunta fundamental va precedida por otra, similar pero totalmente distinta: «¿Quién dice la gente que soy yo?» (Lc 9,18b).

            El cuestionamiento es el mismo, pero el contexto es muy distinto. En el primer caso Jesús pregunta qué dice la “gente” sobre Él, aquellos que no conocen esta intimidad de Jesús; aquellos que lo siguen de lejos, tal vez más por los milagros que por convicción personal. Ellos responden: «Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los antiguos profetas que han resucitado» (Lc 9,19). La respuesta de la gente sitúa a Jesús en el plano de un personaje más en la historia religiosa judía.

            Sin embargo, Jesús insiste en el cuestionamiento, pero cambia el contexto, lo personaliza: «Pero ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy yo?» (Lc 9,20a). Ustedes, que participan de mi intimidad con el Padre: «¿quién dicen que soy yo?». Ustedes, a quienes llamo amigos y ya no siervos (cf. Jn 15,15): «¿quién dicen que soy yo?».

            Sí, el contexto de la pregunta ha cambiado, y por ello la respuesta también ha cambiado: «Pedro, tomando la palabra, respondió: “Tú eres el Mesías de Dios”» (Lc 9,20b). Pedro ya no ubica a Jesús en el plano de la historia religiosa judía como un profeta más. Da un paso más: lo reconoce como Mesías de Dios, como Ungido, como lleno del Espíritu del Señor. Lo reconoce como aquel que ha sido ungido «para anunciar a los pobres la Buena Nueva, para proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para darle la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19).

           
Y lo hace porque en esa intimidad con Jesús, en ese compartir cotidiano y personal con Jesús, él ha experimentado a Jesús como Mesías, él ha recibido esa Buena Nueva, esa liberación, esa nueva mirada y esa gracia.

            Solo quien vive en esa intimidad personal con Jesús puede reconocerlo y experimentarlo como Mesías de Dios y así dar testimonio de Él. Lo que nos hace cristianos, lo que nos hace discípulos de Jesús, no es el escuchar alguna vez algo sobre Él; no es el escuchar una charla o una homilía y luego dejarla pasar; sino, el encontrarnos con Él en nuestra vida cotidiana, el buscar su presencia en  nuestra vida personal y comunitaria, y descubrirla a la luz de la fe. El encuentro con Él y el experimentar su misericordia es lo que nos hace cristianos y por eso discípulos de Él.

El seguimiento de Jesús

            Sin embargo, esta intimidad con Jesús no debe volverse “intimismo egoísta” o “aislamiento cómodo”. “El aislamiento (…) puede encontrar en lo religioso una forma de consumismo espiritual a la medida de su individualismo enfermizo”.[1] Es decir, no debemos reducir el encuentro íntimo con Jesús a momentos de “consumismo espiritual” donde sólo nos ocupamos de nosotros mismos, de sentirnos bien sin comprometernos con los demás, sin compartir con los que nos rodean lo que Jesús nos ha regalado.

            Jesús es consciente de este peligro y por ello tiene que aclarar a Pedro en qué consiste su ser Mesías: «El Hijo del hombre debe sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muerte y resucitar al tercer día» (Lc 9,22).

            Encontrarnos con Jesús, es encontrarnos con su Misterio Pascual: con su pasión, muerte y resurrección. Allí lo encontramos como esa «fuente abierta para lavar el pecado y la impureza» (cf. Zac 13,1); allí lo encontramos como fuente que puede saciar nuestra sed de Dios (cf. Sal 62).

            Y por eso, ser discípulo de Jesús es compartir su intimidad pero también seguirlo en su camino pascual: «El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la salvará» (Lc 9,23-24).

            Sí, ambas cosas necesitamos cultivar para vivir como discípulos de Jesús: esa intimidad personal con Él que nos regala una experiencia desde la cual vivimos día a día; y ese seguirle a Él en nuestra vida cotidiana renunciando a nosotros mismos, a nuestros criterios e ideas, perdernos en Él para encontrarnos en Él.

            Al finalizar nuestra meditación a partir de este evangelio, podríamos preguntarnos:

            ¿Qué momentos de intimidad cultivo con Jesús?

            ¿Qué gestos de seguimiento he asumido por Jesús?

            Solo entonces, luego de esta experiencia plena –intimidad y seguimiento-, estaremos en condiciones de responder a Jesús de forma auténtica y personal quién es Él para cada uno de nosotros y así testimoniarlo con nuestra vida.

            Que María, Madre y Educadora de los discípulos de Jesús, nos regale un conocimiento vital de Cristo[2], un encuentro siempre nuevo con Él. Amén.    



[1] PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium 89.
[2] PIO X, Carta Encíclica Ad diem illum laetissimum del 2 de febrero de 1904 (AAS 36, 452). 

domingo, 12 de junio de 2016

Volver a despertar el amor

Volver a despertar el amor

Domingo XI del Tiempo Ordinario – Ciclo C

Queridos hermanos y hermanas:

            La primera lectura del día de hoy (2 Sam 12, 7-10. 13) nos muestra la seriedad del pecado; es decir, nos ayuda  a tomar conciencia de lo que es el pecado: «despreciar la palabra del Señor», «hacer lo que es malo a sus ojos». En el fondo se trata del desprecio a Dios, del desprecio de su amor por nosotros.

Conciencia de pecado

            Es interesante que cuando el profeta Natán denuncia a David su pecado, primero le hace tomar conciencia del gran amor que Dios le ha mostrado en su vida: «Así habla el Señor, el Dios de Israel: Yo te ungí rey de Israel y te libré de las manos de Saúl… …te di la casa de Israel y de Judá, y por si esto fuera poco, añadiría otro tanto y aún más» (2 Sam 12, 7-8).

            Ante el gran amor de Dios, manifestado en tantos dones, se nos muestra la seriedad del pecado: despreciar ese amor, despreciar esos dones, despreciar al Dador de esos dones.

            Pareciera ser que David necesita que vuelvan a despertar su conciencia. Sobre todo necesita volver a tomar conciencia del gran amor de Dios para tomar conciencia de su pecado. Muchas veces, también nosotros tenemos poca conciencia de pecado porque tenemos poca conciencia del amor que Dios nos tiene. Tenemos poco conciencia de que faltamos al amor de Dios, porque tenemos poca conciencia de su amor por nosotros.[1]

           
Ante el gran amor de Dios, David responde con sinceridad: «¡He pecado contra el Señor!» (2 Sam 12, 13a). Sí, David se da cuenta que al pecar contra su prójimo ha pecado contra el Señor, ha pecado contra su amor.

            Pero así también, este pasaje de la Sagrada Escritura nos muestra la grandeza del arrepentimiento. Tomar conciencia de nuestros actos, de nuestra responsabilidad, de nuestra libertad. Tomar conciencia de que hemos fallado al gran amor de Dios y por ello decidirnos a volver a responder a su amor. De eso se trata el arrepentimiento: volver a amar, volver a vivir en comunión con Dios, en alianza con Dios. Volver a encaminarnos hacia Dios.

            Ante el sincero arrepentimiento de David, el profeta Natán responde: «El Señor, por su parte ha borrado tu pecado; no morirás» (2 Sam 12, 13b). El sincero arrepentimiento y la confesión de nuestros pecados nos devuelve a la vida con Dios.

Arrepentimiento: sanación del alma

            El arrepentimiento tiene todavía una dimensión más, una fuerza sanadora para el alma. En palabras del P. José Kentenich, el arrepentimiento “es una regeneración del alma; un nuevo llegar a ser del hombre moral, del hombre de fe; significa un volver a encontrarse después de haber estado perdido espiritualmente; significa un volver a tomar en cuenta las fuerzas más profundas del alma; es un nuevo nacimiento.”[2]

            ¿Cómo nos sana el arrepentimiento? En primer lugar el arrepentimiento “desprende mi alma del apego a aquello carente de valor, me desprende de ese actuar que me desvaloriza”[3]; es decir, me libera, me desprende del apego a la acción mala que realicé, me desprende del anti-valor que abracé al pecar. En segundo lugar, “la fuerza santificante del arrepentimiento tiene un efecto hacia el futuro: el bien que yo he negado por mi acción carente de valor, nuevamente es reafirmado con todas las fuerzas de mi alma por el arrepentimiento.”[4] En tercer lugar “el arrepentimiento quita al mal la fuerza engendradora que tiene”, quita al mal la capacidad de engendrar nuevos pecados.[5]

            Finalmente el arrepentimiento despierta en nosotros esa conciencia filial que nos mueve a dirigirnos a Dios en oración para implorar su perdón y así restablecer la comunión de vida con Él. Desapego del mal. Afirmación del bien. Fuerza para obrar el bien. Filialidad ante Dios. He ahí el camino sanante de un arrepentimiento sincero.

Despertar del amor

            Por último, el evangelio (Lc 7,36 – 8,3) nos muestra que el arrepentimiento de nuestra alma y el perdón misericordioso de Jesús despiertan en nosotros el amor. Mirando a la mujer pecadora y arrepentida, Jesús dice al fariseo –quien nos sabe arrepentirse, no sabe reconocerse pecador y necesitado de misericordia-: «sus pecados, sus numerosos pecados, le han sido perdonados. Por eso demuestra mucho amor» (Lc 7, 47).

           
Sí, aquel que ha sido perdonado demuestra mucho amor. Aquel que ha sido perdonado despierta de la muerte del pecado, del egoísmo y de la indiferencia. Y ha sido despertado al amor, por eso, vuelve a amar, vuelve a responder al amor de Dios amando a sus hermanos.

            En el perdón es como si el alma arrepentida escuchase la voz de Jesús que le dice: «¡Levántate, amada mía, y ven, hermosa mía! Porque ya pasó el invierno, cesaron y se fueron las lluvias. Aparecieron las flores sobre la tierra… …¡Levántate, amada mía, y ven, hermosa mía!» (Cant 2, 10b-12a. 13b).

            En este Año Santo de la misericordia busquemos ese sincero arrepentimiento que sane nuestra alma y vuelva a despertar nuestro amor por Jesús y por los demás. Que María, Madre de Misericordia y Refugio de los pecadores, nos ayude a despertar en nuestra alma ese amor que es fruto del perdón. Amén.    




[1] Cf. JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica post-sinodal Reconciliatio et Paenitentia sobre la Reconciliación y la Penitencia en la misión de la Iglesia de hoy, 18: “El ofuscamiento o debilitamiento del sentido del pecado deriva (…), finalmente y sobre todo, del oscurecimiento de la idea de la paternidad de Dios y de su dominio sobre la vida del hombre”. 
[2] P. JOSÉ KENTENICH, «Culpa y Reconciliación» en Desafíos de nuestro tiempo. Textos escogidos del P. J. Kentenich, fundador de Schoenstatt (Editorial Patris S.A., Santiago de Chile 41998), 104s.
[3] P. JOSÉ KENTENICH, Desafíos de nuestro tiempo…, 106.
[4] Ibídem
[5] Cf. P. JOSÉ KENTENICH, Desafíos de nuestro tiempo…, 107. Cf. PAPA FRANCISCO, Misericordiae Vultus 22: “Mientras percibimos la potencia de la gracia que nos transforma, experimentamos también la fuerza del pecado que nos condiciona. No obstante el perdón, llevamos en nuestra vida las contradicciones que son consecuencia de nuestros pecados”.