La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

lunes, 18 de febrero de 2019

«¡Felices ustedes!»


Domingo 6° del tiempo durante el año – Ciclo C

Lc 6, 12-13. 17. 20-26

«¡Felices ustedes!»

Queridos hermanos y hermanas:

            El evangelio de hoy (Lc 6, 12-13. 17. 20-26) nos permite tomar consciencia de la relación entre Jesús, los discípulos y los apóstoles. En los primeros versículos de la perícopa proclamada hoy se nos dice que «Jesús se retiró a una montaña para orar, y pasó la noche en oración con Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y eligió a doce de ellos, a los que dio el nombre de Apóstoles» (Lc 6, 12-13).

            Me gustaría resaltar en primer lugar que Jesús elige a sus apóstoles de entre sus discípulos. En el origen etimológico de la palabra discípulo se encuentra la expresión “joven o niño, que se encuentra bajo la palabra de un maestro”. Por lo tanto, antes de ser apóstoles, antes de ser “enviados como testigos”, los apóstoles han sido discípulos, han sido como niños bajo la palabra del Maestro.

            Un punto relevante es también el hecho que los apóstoles fueron elegidos por Jesús en oración. Pero volvamos a la relación entre discípulos y apóstoles. Esta relación nos enseña que hay un proceso de formación, un proceso de maduración para llegar a ser apóstoles. Nadie puede ser apóstol sin antes ser discípulos, nadie puede ser enviado como testigo si antes no estuvo bajo la palabra del Maestro.

            El camino del discípulo hacia la misión de apóstol nos habla de la necesidad de madurar en la fe; de la necesidad de crecer en nuestra experiencia cristiana, en nuestra experiencia de Cristo. También nosotros debemos llegar a ser auténticos apóstoles desde nuestra vocación de discípulos de Jesús.

«¡Felices ustedes!»

            ¿Y en qué consiste esta maduración cristiana? ¿En qué consiste este crecer en la fe y en la experiencia de Cristo? El Evangelio nos da la respuesta. Consiste en asumir libre y conscientemente el estilo de vida de Jesús, la propuesta de vida de Jesús: las Bienaventuranzas.

           
El sermón de la montaña, 1895 - 1897.
James Tissot.
Acuarela opaca sobre grafito en papel vitela gris.
Museo de Brooklyn, Nueva York, Estados Unidos.
Wikimedia Commons. 
La Liturgia de la Palabra nos presenta hoy la versión de las Bienaventuranzas contenida en el Evangelio según san Lucas (Lc 6, 20-23). Probablemente estemos más familiarizados con la versión que se encuentra en el Evangelio según san Mateo (Mt 5, 1-12), sin embargo, esta versión sintetizada de Lucas nos permite meditar en torno a los puntos centrales del estilo de vida que nos propone Jesús.

            El texto dice que «Jesús, fijando la mirada en sus discípulos» (Lc 6, 20a) comenzó a proclamar como bienaventurados, como felices, a los pobres, a los que tienen hambre, a los que ahora lloran y a los excluidos por causa de su nombre (cf. Lc 6, 20b-22).

            Si escuchamos con atención las palabras de Jesús y dejamos que ellas calen en nuestro interior nos daremos cuenta que esta propuesta va contracorriente de la cultura y sociedad actuales; incluso, si somos sinceros, diremos que esta propuesta va contracorriente de nuestros propios deseos, ideas y caprichos.

            Todo esto nos lleva a preguntarnos: ¿qué es lo que nos propone Jesús cuando proclama las Bienaventuranzas? Cuando Jesús proclama la felicidad de la pobreza (cf. Lc 6, 20b), proclama en el fondo la felicidad que otorga la libertad interior. Un corazón libre de ataduras a bienes, al prestigio y al poder, es un corazón “donde puede entrar el Señor con su constante novedad”.[1] Es un corazón abierto a Dios porque es capaz de vivir sereno tanto en la abundancia como en la austeridad sabiendo que la providencia de Dios nunca lo abandonará. Vivir de esta manera la pobreza evangélica –por elección y siguiendo a Cristo- nos hace disponibles para Dios y para los demás, y por ellos nos hace verdaderamente felices.

            Cuando Jesús proclama felices a «los que ahora tiene hambre» (Lc 6, 21), dirige su mirada “a las personas que no se conforman con la realidad existente ni sofocan la inquietud del corazón, esa inquietud que remite al hombre a algo más grande y lo impulsa a emprender un camino interior”[2] de búsqueda y superación. Se trata, no primeramente del hambre de alimento sino del hambre de sentido, de verdad, de amor. Un hambre que no se sacia con la rutina y la opinión dominante, sino que mueve a la búsqueda del Dios vivo y por eso –paradojalmente- es un hambre dichosa.

            La felicidad de «los que ahora lloran» (Lc 6, 21b) radica en que han renunciado a los aparentes consuelos que ofrecen el egoísmo y la comodidad mundanas que huyen del dolor y del sufrimiento de los demás. Los que ahora lloran son personas que en su corazón están abiertas al consuelo de Jesús y por eso se atreven a “compartir el sufrimiento ajeno y dejan de huir de situaciones dolorosas. De ese modo encuentran que la vida tiene sentido socorriendo al otro en su dolor, comprendiendo la angustia ajena, aliviando a los demás.”[3] Y así, en el camino de maduración que ofrece el dolor asumido, encuentran la auténtica felicidad.

            Finalmente los excluidos por causa de Jesús (cf. Lc 6, 22) son aquellos cristianos –hombres y mujeres, sacerdotes, consagrados y laicos- que por su fidelidad al Señor y al Evangelio experimentan en el día a día la cruz en  la incomprensión y el rechazo de los demás. Muchas veces las opciones radicales del cristiano son incomprendidas, incluso por los de su propia casa y familia. Muchas veces la coherencia de vida acarrea burlas y exclusión. Esto nos recuerda que “las Bienaventuranzas son la trasposición de la cruz y la resurrección a la existencia del discípulo”[4]; es decir, parte integral de nuestro camino de maduración en Cristo es morir y resucitar cada día hasta llegar a la bienaventuranza plena y eterna.

¿Qué significa ser cristiano?

            Habiendo recorrido sucintamente el camino de maduración cristiana que nos propone Jesús en las Bienaventuranzas, podemos preguntarnos ahora: ¿qué significa ser cristianos? ¿En qué consiste existencialmente seguir a Jesús como discípulo y apóstol?

            Dice el Papa Francisco: “Jesús explicó con toda sencillez qué es ser santos, y lo hizo cuando nos dejó las bienaventuranzas (cf. Mt 5, 3-12; Lc 6, 20-23). Son como el carnet de identidad del cristiano. Así, si alguno se pregunta: «¿Cómo se hace para llegar a ser un buen cristiano?», la respuesta es sencilla: es necesario hacer, cada uno a su modo, lo que dice Jesús en el sermón de las bienaventuranzas.”[5]

            Cada uno a su modo; cada uno según su estado de vida, según su realidad y circunstancias. Cada uno según su vocación en Cristo, según su misión en Cristo, según su ideal en Cristo. Ahí radica la riqueza, belleza y exigencia del ideal cristiano. Cada uno en oración debe preguntarle a Jesús: “¿cómo quieres que viva la pobreza para que se feliz?”; “¿cómo quieres que acompañe a mis hermanos para compartir con ellos tu consuelo?”; “¿de qué mediocridades debo liberarme para saciarme auténticamente de tu felicidad, Señor?”.

            Lo contrapuesto a las Bienaventuranzas es la mediocridad. Por eso, ser cristiano hoy –ya sea como adulto o como joven- es seguir a Jesús y realizar su vida en nosotros de modo auténtico y original. Es aspirar a más, es no conformarse con la mediocridad o con lo que ofrecen la moda y la masa. Es tener la capacidad de volver a empezar siempre de nuevo. Es volver a encender en el corazón el fuego del amor de Cristo.

            Con el anhelo de ser auténticos cristianos, con el anhelo de ser plenamente felices, le pedimos a María, quien “vivió como nadie las bienaventuranzas de Jesús”[6], que nos enseñe el camino de la madurez cristiana y que nos acompañe, motive y guíe hacia la felicidad plena. Amén.


[1] PAPA FRANCISCO, Gaudete et Exsultate, 68.
[2] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración (Editorial Planeta Chilena S.A., Santiago 2007) ,120.
[3] Cf. PAPA FRANCISCO, Gaudete et Exsultate, 76.
[4] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración (Editorial Planeta Chilena S.A., Santiago 2007) ,101.
[5] PAPA FRANCISCO, Gaudete et Exsultate, 63.
[6] PAPA FRANCISCO, Gaudete et Exsultate, 176.