Domingo 6° del tiempo
durante el año – Ciclo C
Lc
6, 12-13. 17. 20-26
«¡Felices ustedes!»
Queridos hermanos y
hermanas:
El evangelio de hoy (Lc
6, 12-13. 17. 20-26) nos permite tomar consciencia de la relación entre Jesús, los
discípulos y los apóstoles. En los primeros versículos de la perícopa
proclamada hoy se nos dice que «Jesús se
retiró a una montaña para orar, y pasó la noche en oración con Dios. Cuando se
hizo de día, llamó a sus discípulos y eligió a doce de ellos, a los que dio el
nombre de Apóstoles» (Lc 6, 12-13).
Me gustaría resaltar en primer lugar que Jesús elige a
sus apóstoles de entre sus discípulos. En el origen etimológico de la palabra
discípulo se encuentra la expresión “joven o niño, que se encuentra bajo la
palabra de un maestro”. Por lo tanto, antes de ser apóstoles, antes de ser “enviados
como testigos”, los apóstoles han sido discípulos, han sido como niños bajo la
palabra del Maestro.
Un punto relevante es también el hecho que los apóstoles
fueron elegidos por Jesús en oración. Pero volvamos a la relación entre
discípulos y apóstoles. Esta relación nos enseña que hay un proceso de
formación, un proceso de maduración para llegar a ser apóstoles. Nadie puede
ser apóstol sin antes ser discípulos, nadie puede ser enviado como testigo si
antes no estuvo bajo la palabra del Maestro.
El camino del discípulo hacia la misión de apóstol nos
habla de la necesidad de madurar en la fe; de la necesidad de crecer en nuestra
experiencia cristiana, en nuestra experiencia de Cristo. También nosotros
debemos llegar a ser auténticos apóstoles desde nuestra vocación de discípulos
de Jesús.
«¡Felices ustedes!»
¿Y en qué consiste esta maduración cristiana? ¿En qué
consiste este crecer en la fe y en la experiencia de Cristo? El Evangelio nos da la respuesta. Consiste
en asumir libre y conscientemente el estilo de vida de Jesús, la propuesta de
vida de Jesús: las Bienaventuranzas.
El sermón de la montaña, 1895 - 1897. James Tissot. Acuarela opaca sobre grafito en papel vitela gris. Museo de Brooklyn, Nueva York, Estados Unidos. Wikimedia Commons. |
El texto dice que «Jesús,
fijando la mirada en sus discípulos» (Lc
6, 20a) comenzó a proclamar como bienaventurados, como felices, a los pobres, a
los que tienen hambre, a los que ahora lloran y a los excluidos por causa de su
nombre (cf. Lc 6, 20b-22).
Si escuchamos con atención las palabras de Jesús y dejamos
que ellas calen en nuestro interior nos daremos cuenta que esta propuesta va contracorriente
de la cultura y sociedad actuales; incluso, si somos sinceros, diremos que esta
propuesta va contracorriente de nuestros propios deseos, ideas y caprichos.
Todo esto nos lleva a preguntarnos: ¿qué es lo que nos propone
Jesús cuando proclama las Bienaventuranzas?
Cuando Jesús proclama la felicidad de la pobreza (cf. Lc 6, 20b), proclama en el fondo la felicidad que otorga la libertad
interior. Un corazón libre de ataduras a bienes, al prestigio y al poder, es un
corazón “donde puede entrar el Señor con su constante novedad”.[1]
Es un corazón abierto a Dios porque es capaz de vivir sereno tanto en la abundancia
como en la austeridad sabiendo que la providencia de Dios nunca lo abandonará. Vivir
de esta manera la pobreza evangélica –por elección y siguiendo a Cristo- nos hace
disponibles para Dios y para los demás, y por ellos nos hace verdaderamente felices.
Cuando Jesús proclama felices a «los que ahora tiene hambre» (Lc
6, 21), dirige su mirada “a las personas que no se conforman con la realidad existente
ni sofocan la inquietud del corazón, esa inquietud que remite al hombre a algo más
grande y lo impulsa a emprender un camino interior”[2]
de búsqueda y superación. Se trata, no primeramente del hambre de alimento sino
del hambre de sentido, de verdad, de amor. Un hambre que no se sacia con la rutina
y la opinión dominante, sino que mueve a la búsqueda del Dios vivo y por eso –paradojalmente-
es un hambre dichosa.
La felicidad de «los
que ahora lloran» (Lc 6, 21b) radica
en que han renunciado a los aparentes consuelos que ofrecen el egoísmo y la comodidad
mundanas que huyen del dolor y del sufrimiento de los demás. Los que ahora lloran
son personas que en su corazón están abiertas al consuelo de Jesús y por eso se
atreven a “compartir el sufrimiento ajeno y dejan de huir de situaciones dolorosas.
De ese modo encuentran que la vida tiene sentido socorriendo al otro en su dolor,
comprendiendo la angustia ajena, aliviando a los demás.”[3]
Y así, en el camino de maduración que ofrece el dolor asumido, encuentran la auténtica
felicidad.
Finalmente los excluidos por causa de Jesús (cf. Lc 6, 22) son aquellos cristianos –hombres
y mujeres, sacerdotes, consagrados y laicos- que por su fidelidad al Señor y al
Evangelio experimentan en el día a día
la cruz en la incomprensión y el rechazo
de los demás. Muchas veces las opciones radicales del cristiano son incomprendidas,
incluso por los de su propia casa y familia. Muchas veces la coherencia de vida
acarrea burlas y exclusión. Esto nos recuerda que “las Bienaventuranzas son la trasposición
de la cruz y la resurrección a la existencia del discípulo”[4];
es decir, parte integral de nuestro camino de maduración en Cristo es morir y resucitar
cada día hasta llegar a la bienaventuranza plena y eterna.
¿Qué significa ser cristiano?
Habiendo recorrido sucintamente el camino de maduración cristiana
que nos propone Jesús en las Bienaventuranzas,
podemos preguntarnos ahora: ¿qué significa ser cristianos? ¿En qué consiste existencialmente
seguir a Jesús como discípulo y apóstol?
Dice el Papa Francisco: “Jesús explicó con toda sencillez
qué es ser santos, y lo hizo cuando nos dejó las bienaventuranzas (cf. Mt 5, 3-12; Lc 6, 20-23). Son como el carnet de identidad del cristiano. Así, si
alguno se pregunta: «¿Cómo se hace para llegar a ser un buen cristiano?», la respuesta
es sencilla: es necesario hacer, cada uno a su modo, lo que dice Jesús en el sermón
de las bienaventuranzas.”[5]
Cada uno a su modo; cada uno según su estado de vida, según
su realidad y circunstancias. Cada uno según su vocación en Cristo, según su misión
en Cristo, según su ideal en Cristo. Ahí radica la riqueza, belleza y exigencia
del ideal cristiano. Cada uno en oración debe preguntarle a Jesús: “¿cómo quieres
que viva la pobreza para que se feliz?”; “¿cómo quieres que acompañe a mis hermanos
para compartir con ellos tu consuelo?”; “¿de qué mediocridades debo liberarme para
saciarme auténticamente de tu felicidad, Señor?”.
Lo contrapuesto a las Bienaventuranzas
es la mediocridad. Por eso, ser cristiano hoy –ya sea como adulto o como joven-
es seguir a Jesús y realizar su vida en nosotros de modo auténtico y original. Es
aspirar a más, es no conformarse con la mediocridad o con lo que ofrecen la moda
y la masa. Es tener la capacidad de volver a empezar siempre de nuevo. Es volver
a encender en el corazón el fuego del amor de Cristo.
Con el anhelo de ser auténticos cristianos, con el anhelo
de ser plenamente felices, le pedimos a María, quien “vivió como nadie las bienaventuranzas
de Jesús”[6],
que nos enseñe el camino de la madurez cristiana y que nos acompañe, motive y guíe
hacia la felicidad plena. Amén.
[1] PAPA
FRANCISCO, Gaudete et Exsultate, 68.
[2] J.
RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret.
Desde el Bautismo a la Transfiguración (Editorial Planeta Chilena S.A., Santiago
2007) ,120.
[3] Cf.
PAPA FRANCISCO, Gaudete et Exsultate,
76.
[4] J.
RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret.
Desde el Bautismo a la Transfiguración (Editorial Planeta Chilena S.A., Santiago
2007) ,101.
[5] PAPA
FRANCISCO, Gaudete et Exsultate, 63.
[6] PAPA
FRANCISCO, Gaudete et Exsultate, 176.