Domingo 19° durante el año – Ciclo B - 2021
Jn 6, 41 – 51
«El que cree tiene Vida eterna»
Queridos hermanos y hermanas:
Continuamos
leyendo el Capítulo VI del Evangelio
según san Juan, conocido como “el discurso del Pan de Vida”. La Liturgia de nuestra fe nos propone
meditar durante varios domingos a partir de este texto evangélico, y ello se
debe a que necesitamos profundizar en sus palabras para comprender plenamente a
Jesús cuando dice: «Yo soy el pan de
Vida» (Jn 6, 48).
«Yo soy el pan bajado del cielo»
Al
inicio de la perícopa evangélica leemos que «los
judíos murmuraban de Jesús» (Jn
6, 41), es decir, hablaban entre sí con desconfianza y a escondidas. ¿Por qué
lo hacen? Porque están sorprendidos por lo que acaba de declarar Jesús: «Yo soy el pan bajado del cielo» (Jn 6, 41).
La desconfiada sorpresa de los judíos expresa en
realidad su incredulidad ante la pretensión de Jesús de remontar su
proveniencia a Dios mismo. ¿Cómo puede Jesús decir que Él ha bajado del «cielo»? Nos encontramos aquí ante “la
pregunta por el origen de Jesús, como interrogante acerca de su origen más
íntimo, y por tanto sobre su verdadera naturaleza.”[1]
La desconfianza de los judíos se debe a que
ellos han comprendido muy bien el alcance de las palabras de Jesús. Que el
Señor declare que Él es «el pan bajado
del Cielo», significa que el origen último de Jesús, su proveniencia
interior está enraizada en el Padre. El verdadero e íntimo origen de Jesús no
está en José –su padre en la tierra-, sino en el Padre, en Dios.
Jesús
es el enviado de Dios y el enviado por Dios; es decir, él pertenece
completamente al Padre y por lo tanto testimonia esta pertenencia con su
obediencia filial a Él.
Sin
embargo los judíos no creen en esto e insisten: «¿Acaso este no es Jesús, el hijo de José? Nosotros
conocemos a su padre y a su madre. ¿Cómo puede decir ahora: “Yo he bajado del
cielo”?» (Jn 6, 42). Como los judíos
pretenden conocer el origen de Jesús, murmuran, y con ello se hacen sordos a
las palabras de Jesús ya que se escuchan solamente a sí mismos, a sus propias
ideas, a sus propios preconceptos y prejuicios.
Mirándolos a ellos, vale la pena que
nos preguntemos a nosotros mismos: ¿murmuramos o creemos? ¿Murmuramos o
escuchamos con apertura y fe las palabras de Jesús?
«El que cree tiene Vida eterna. Yo soy el pan de Vida»
A
pesar de la incredulidad de los judíos, Jesús da un paso más en su
auto-revelación en este discurso del pan de Vida. Él mismo declara: «Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el
Padre que me envió; y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6, 44).
La
primera prueba de que Jesús es el enviado del Padre consiste en que hay un
anhelo, una inquietud interior en cada uno de nosotros. Un anhelo que nos
impulsa hacia Él; una inquietud que nos mueve a buscarlo. Anhelo e inquietud
que el mismo Padre ha puesto en nuestros corazones. Anhelo que se saciará, e
inquietud que se serenará, cuando nos hayamos encontrado verdaderamente con
Jesús.
Como
bellamente lo expresa san Agustín: “Nos
has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti.”[2]
Prestemos atención a ese anhelo de
nuestro corazón, estemos atentos a esa inquietud interior y no tratemos de huir
de ella. Es el mismo Padre del Cielo que nos atrae hacia Jesús.
La segunda prueba de que Jesús es el
enviado del Padre es su promesa de resucitarnos: «Yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6, 44). Sólo quien tiene una íntima comunión con el Padre puede
prometer la resurrección, la vida plena, la Vida eterna. Por esta razón Jesús
puede decir: «El que cree, tiene Vida
eterna. Yo soy el pan de Vida» (Jn 6,
47 – 48).
Creer auténtica y verdaderamente en
Jesús es ya el inicio de la Vida eterna en nosotros. En este sentido es
interesante que el texto se exprese en tiempo presente, «el que cree, tiene Vida eterna», la tiene ahora, no en un futuro
indeterminado. El que cree que Jesús proviene de Dios; el que cree en Jesús,
tiene ya en sí la Vida eterna, la Vida plena.
Y el creyente posee este don porque
la fe es relación y comunión con Cristo Jesús es “ser con Cristo”[3].
Y esa relación, esa “feliz amistad”[4],
es la que ya ahora nos da Vida eterna. Esa relación es Vida plena y verdadera.
De hecho, en otro pasaje evangélico,
Jesús nos explica en qué consiste la Vida eterna: «Esta es la Vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero,
y a tu Enviado, Jesucristo» (Jn
17, 3).
Y a partir de este versículo
evangélico, dice Benedicto XVI: “La vida en su verdadero sentido no la tiene
uno solamente para sí, ni tampoco sólo por sí mismo: es una relación. Y la vida
eterna es relación con quien es fuente de la vida. Si estamos en relación con
Aquel que no muere, que es la Vida misma y el Amor mismo, entonces estamos en
la vida. Entonces “vivimos”.”[5]
«El pan que yo daré es mi carne»
¿Cómo accedemos a esta Vida? ¿Dónde la encontramos? En la humanidad del Hijo de Dios, en la humanidad del Enviado del Padre, en la carne de Jesús de Nazaret. Esa carne crucificada y resucitada. Esa carne humillada y glorificada, presente para nosotros en la Eucaristía y en el Evangelio.
¿Creemos
verdaderamente en la presencia del Señor en su Palabra y en su Eucaristía
o murmuramos distraídamente en cada Misa?
Es
como si el Señor nos dijese hoy: “Yo soy el pan de Vida en la Eucaristía”.
¿Creemos verdaderamente esto? ¿Cómo tratamos la Eucaristía? ¿Cómo celebramos y
vivimos la Eucaristía? ¿Cómo me preparo para la Eucaristía?
“Yo
soy el pan de Vida en la Palabra”. ¿Creemos esto? ¿Cómo trato la Palabra de
Dios? ¿La leo con fe y reverencia? ¿La escucho y medito? ¿Me nutro de ella? ¿La
comparto?
Como discípulos de Jesús queremos aprender a creer
verdaderamente en Jesús; queremos aprender a abrir nuestros corazones a su
palabra y a su vida. Queremos aprender a alimentarnos y nutrirnos del «pan bajado del cielo» que se nos ofrece
en cada Eucaristía, de modo que ya
desde ahora vivamos la Vida eterna, vivamos en relación con Jesús.
Por
ello, a Santa María, Madre de Dios y Madre de los discípulos, le pedimos que
nos enseñe a creer, que nos enseñe a entrar en una auténtica relación con su
Hijo, pan de Vida, y que a lo largo de nuestra vida Ella camine con nosotros
hasta la prometida resurrección del último día (cf. Jn 6, 44). Amén.