Santísimo Cuerpo y Sangre
de Cristo – Ciclo A – 2023
Jn
6, 51 – 58
«El pan que yo daré es mi
carne para la vida del mundo»
Queridos hermanos y
hermanas:
La Liturgia de la
Palabra de este día nos presenta una parte del capítulo 6 del Evangelio según san Juan; capítulo
conocido como el “discurso del pan”. En la perícopa que hoy leemos y meditamos
(Jn 6, 51 – 58), los estudiosos de la
Sagrada Escritura nos dicen que se da
un movimiento en el texto.
Se
pasa del “discurso del pan”, que se refiere a la persona misma de Jesús, al
“discurso eucarístico”. Así se produce un cambio de acentuación en relación con
los versículos anteriores de este capítulo. “Aquí ya no se habla del pan que es
el propio Jesús, sino del pan que «él dará», y ese pan «es mi carne para la
vida del mundo».[1]
De
a poco se nos vuelve a manifestar que «el
pan vivo bajado del cielo» en la Eucaristía
es verdaderamente la «carne» de
Jesucristo entregada «para la vida del
mundo».
Por
eso en esta celebración litúrgica queremos verdaderamente «glorificar al Señor» (Salmo
147, 12); glorificar al Señor por su Palabra; glorificar al Señor por su Cuerpo
y Sangre eucarísticos; glorificar al Señor por su presencia en medio de
nosotros y en nosotros.
«El
pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo»
Al inicio del texto evangélico, Jesús vuelve a
presentarse como «el pan vivo bajado del cielo».
Es decir, se trata del pan que viene de Dios mismo. Jesús vuelve a presentarse
a sí mismo como el auténtico enviado de Dios. Por esta razón afirma que «el que coma de este pan vivirá eternamente».
Él es “el alimento que contiene la vida misma de Dios y es capaz de comunicarla
a quien come de él, el verdadero alimento que da la vida, que nutre realmente
en profundidad.”[2]
Seguidamente
el Señor precisa que este pan que Él ofrece es su «carne para la vida del mundo». Es importante notar aquí que a esta
altura del discurso en la sinagoga de Cafarnaúm, ya no se trata de aceptar con fe
que Jesús es «el pan bajado del cielo»
(Jn 6, 41), pan que es ofrecido por
el Padre que «da el verdadero pan del
cielo» (Jn 6, 32). Se trata de
dar un paso más en el seguimiento de Jesús.
Además
de esa fe, unida a esa fe y como expresión de esa fe, se trata ahora de aceptar
que el «pan vivo bajado del cielo»
que Jesús ofrece es su misma carne. Y que si queremos vivir en plenitud, debemos
alimentarnos con fe de su carne.
La
insistencia en la expresión “carne”, en lugar de la expresión “cuerpo”, en el Evangelio según san Juan, se explica por
la concepción realista de la Encarnación
del Hijo de Dios y por lo tanto de la Eucaristía.
Si
es verdad que la Palabra Eterna (cf. Jn
1,1) se encarnó en el hombre Jesús y «habitó
entre nosotros» (Jn 1,14), viviendo
una vida humana; si es verdad que verdaderamente el Hijo de Dios padeció, murió
y resucitó para nuestra salvación. Entonces también es verdad y real la Eucaristía del Señor.
Comprendiendo
así nuestra fe, la celebración eucarística no se trata de un símbolo
desprovisto de realidad; no se trata solamente de un recuerdo o de una representación
teatral; se trata de la realidad de la Eucaristía
y de la realidad de la Encarnación.
Y
porque la Eucaristía es real tiene la
fuerza, tiene la virtud de comunicar Vida Eterna ya ahora y de ser semilla de
la resurrección: «El que come mi carne y
bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6, 54). Precisamente porque la Eucaristía es real, porque es verdadera,
el alimentarnos de esta «verdadera comida»
y de esta «verdadera bebida» (cf. Jn 6, 55) otorga la potencialidad de la
resurrección al creyente. En el fondo, en cada Eucaristía el Señor realiza el proceso misterioso de asimilar
nuestro cuerpo mortal a su cuerpo glorioso, a su cuerpo resucitado. «¡Glorifica al Señor, Jerusalén!».
«¿Cómo este hombre puede
darnos a comer su carne?»
Para
glorificar y alabar al Señor en la Eucaristía,
necesitamos la fe. La fe en Dios y en su Hijo, Jesucristo; esa fe por la cual
“el hombre se confía libre y totalmente a Dios”[3];
esa fe por la cual creemos como niños y así nos abrimos al don que Dios nos
quiere hacer en Cristo.
Y
precisamente necesitamos renovar nuestra fe y nuestro asombro ante la Eucaristía, ante la celebración misma y
ante el don eucarístico. Sin esa fe sincera ante el don de Dios en Cristo,
puede ocurrirnos lo mismo que a los oyentes de Jesús: «Los judíos discutían entre sí diciendo: “¿Cómo este hombre puede
darnos a comer su carne”» (Jn 6, 52).
Por
un lado, el comentario y la resistencia de algunos de los judíos expresa un mal
entendido. ¿Invita Jesús a la antropofagia, es decir, a comer simplemente carne
humana? Ciertamente no. Jesús entrega como alimento salvador su carne y su
sangre en la cruz. Y este alimento salvador se hace accesible a los creyentes
en el cuerpo y sangre eucarísticos.
El alimento eucarístico no es carne humana sin más, es ya “la carne de nuestro
redentor Jesucristo, carne que padeció por nuestros pecados y que el Padre
resucitó en su bondad.”[4]
Por
ello, la resistencia de los oyentes en la sinagoga de Cafarnaúm también puede
expresar la resistencia a creer en el Misterio
Pascual de Jesucristo y en el misterio de la Encarnación. Por la Encarnación
el Hijo de Dios toma la carne humana y la asume plena y verdaderamente. Por
el Misterio Pascual esa carne humana
es resucitada y glorificada, haciéndose así accesible en la Eucaristía.
Por
eso, vale la pena que nos preguntemos con sinceridad: ¿Somos conscientes del
gran don que Dios nos ha hecho en la Encarnación
de su Hijo? ¿Creemos verdaderamente en la eficacia y fuerza salvadora de la
Muerte y Resurrección de Jesucristo?
¿Creemos que esa fuerza salvadora puede tocarnos hoy a través de los sacramentos? ¿Creemos verdaderamente en
la presencia real de Jesucristo en los dones eucarísticos? ¿Nos abrimos con fe
al don de la Eucaristía? ¿Nos
preparamos para recibirla y dejar que obre en nosotros? ¿La anhelamos con todo
el corazón? «¡Glorifica al Señor,
Jerusalén!».
«El que come mi carne y
bebe mi sangre permanece en mí y yo en él»
Abrirnos
con fe al don que nos hace Cristo en la Eucaristía,
el don de su «carne para la vida del
mundo», nos concede el inicio de la Vida eterna en nosotros y la esperanza
de la resurrección. Y todo esto cimentado en la íntima comunión con Cristo
Jesús: «El que come mi carne y bebe mi
sangre permanece en mí y yo en él» (Jn
6, 56).
Precisamente
la comunión con Cristo Jesús, la amistad con Cristo Jesús, amistad que se
realiza en la Eucaristía y por la Eucaristía[5],
es el fundamento para el inicio de la Vida eterna en nosotros y es el
fundamento de nuestra esperanza en la resurrección. Por un lado, porque al
alimentarnos del Señor vivimos por Él (cf. Jn
6, 57) que vive por el Padre; y por otro lado, porque aquel que ha sido acogido
en la amistad de Jesús ya no nunca más estará solo, ni siquiera en el paso a
través de la muerte hacia la nueva Vida. Su amistad nos sostiene y no permite
que caigamos en el vacío y la nada. Corpus Christi 2023
Santuario de Tuparenda - Schoenstatt
Así
la comunión que Jesús nos ofrece en su Cuerpo
y Sangre es en primer lugar un gran y hermoso don: «¡Glorifica al Señor, Jerusalén!» Y en segundo lugar, es una tarea
cotidiana: la tarea cotidiana de creer en Jesús y en su amor y abrirnos con fe
a su don para recibirlo y vivirlo en el día a día hasta que lleguemos al
banquete de la Vida eterna.
A
María, Mater Eucharistiae - Madre de la
Eucaristía, de quien el Hijo de Dios tomó carne para entregarla «para la Vida del mundo», le pedimos que
nos eduque para que con un corazón creyente nos alimentemos de Jesucristo, Pan
de Vida eterna, y así experimentemos ya en la tierra su íntima cercanía y el inicio
de la Vida plena en nosotros. Amén.
P. Oscar Iván
Saldívar, P.Sch.
Rector
del Santuario de Tupãrenda – Schoenstatt
Corpus
Christi 2023
[1] J. BLANK, El Evangelio según san Juan. Tomo 1a (Editorial Herder, Barcelona 1991), 406.
[2] BENEDICTO XVI, Ángelus, domingo 16 de agosto de 2009 [en línea]. [fecha de consulta: 7 de junio de 2023]. Disponible en: <http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/angelus/2009/documents/hf_ben-xvi_ang_20090816.html>
[3] CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática Dei Verbum sobre la divina revelación, 5.
[4]
Ignacio de Antioquía, citado por J. BLANK, El
Evangelio según san Juan. Tomo 1a (Editorial Herder, Barcelona 1991), 410.
[5] Cf. J. BLANK, El Evangelio según san Juan…, 412.