¿En qué medida la gracia[1] responde a los deseos más profundos del ser humano en el mundo y el pecado los destruye?[2]
La presenta pregunta implica en sí misma al menos tres perspectivas: la gracia como respuesta a los deseos más profundos del ser humano; el ser humano como ser humano en el mundo; y el tema del pecado.
El ser humano en el mundo
Quisiera partir reflexionando en torno al hombre como ser-humano-en-el-mundo. No es menor la precisión sobre quién es el objeto de reflexión de la Antropología Teológica. Se trata del hombre, pero del hombre real, en concreto; es decir, no de una idea de hombre, sino del hombre como ser humano en el mundo. La precisión en el mundo no es mera adjetivación, sino descripción de la situación real del hombre
Al estar inserto en el mundo el hombre participa al menos de dos principios que articulan su realidad concreta: la corporeidad y la historicidad[3]. La corporeidad implica por un lado que el hombre, que es espíritu en cuerpo[4], se encuentra separado de los demás, se encuentra delimitado por los límites de su propio cuerpo, se encuentra así individualizado. Si embargo, por otro lado, la corporeidad implica también un participar de la historia y de la comunidad; es decir la corporeidad no sólo nos individualiza, sino que al mismo tiempo nos señala que no provenimos de nosotros mismos –no somos puro espíritu-, hay otros que nos han precedido. Así nuestra historia personal es parte de una historia más grande, de la historia de otros –de nuestra familia, comunidad, nación, Iglesia, humanidad-; y sólo en esa gran historia encuentra su sentido. Así “todo el hombre está marcado profundamente por la pertenencia a toda la humanidad, es decir, al «Adán»”.[5]
Este espíritu en cuerpo que es el hombre experimenta en sí mismo una serie de tensiones que constituyen su siempre desbordante realidad en el mundo: se experimenta como espíritu/cuerpo, como individuo/colectividad, y como varón/mujer; es decir, el mismo hombre es una realidad compleja y mistérica, en el sentido de que al ir ganando en comprensión de sí mismo, se adentra en un misterio que lo rodea –su propio ser humano en el mundo- y que no se agota en la mera manifestación positivista y mensurable de la racionalidad moderna[6].
Si bien el hombre se encuentra en el mundo e interiormente movido por sus propias tensiones existenciales, el hombre es un espíritu libre. Es decir, se posee a sí mismo, es capaz de tomar decisiones desde su propia interioridad y no sólo condicionado por el medio ambiente –por el mundo- . La libertad implica por un la lado, la capacidad de respuesta, y por otro lado, la capacidad de pregunta, de apertura ante la realidad. Es esta “capacidad de apertura” ante la realidad lo que diferencia al hombre de otros seres vivos, que se presentan como “circuitos cerrados” en tanto que responden invariablemente a estímulos exteriores. El hombre, desde su interioridad, desde su ser espíritu libre, puede discernir y luego responder[7]; y puede así mismo, preguntar y así abrir su horizonte hacia la trascendencia, hacia el Dios Trino que le sale al encuentro.
El pecado
El hombre así considerado –como ser humano en el mundo-, es un proyecto por realizar, un proyecto por realizarse. El hombre por su misma libertad debe buscar su propia autorrealización, su propia plenitud. No puede descansar sobre sí mismo –como mero objeto-, esperando de alguna manera que una supuesta entelequia, lo lleva a plenitud sin su propia participación. La pregunta es aquí, ¿cómo lleva adelante esta plenitud, esta autorrealización? ¿Qué responde más adecuadamente a sus anhelos más profundos, el mérito o el don, el individualismo o el ser-en-relación?
La consideración sobre la realidad del pecado –y en particular de la realidad del pecado de los orígenes- creo que puede ayudarnos a ganar claridad con miras a responder a esta pregunta.
El relato de Gn 3, trata de ilustrar la situación de la humanidad libre, siempre en peligro de utilizar mal su libertad, siempre en peligro de elegir caminos equivocados en la búsqueda de su plenitud, en la búsqueda de responder a sus deseos más profundos. Precisamente el dogma del pecado original nos enseña que el pecado no es tanto –o al menos no puede ser reducido solamente a eso- un mal moral como la negación de la relación fundamental entre el hombre y Dios. El pecado de los orígenes no es otra cosa que la negación de la relación originaria entre el hombre y Dios. Se trata de la negación de esta relación que es originaria no sólo por ser Dios el origen del hombre, sino porque esta relación es el origen de toda otra relación, es la posibilidad de todo otro encuentro.
El pecado así entendido es entonces la vana búsqueda de responder a los deseos más profundos del hombre, pero alejado de Dios y de toda relacionalidad. Se trata de la negación de la relación original y de la propia finitud. Así las cosas, al hombre que va por este camino, no le queda otra opción que acentuar el individualismo y el mérito para entrar en relación con otros, con Dios y consigo mismo. Pero aquí se presenta la gran paradoja del hombre. El hombre necesita de la relación con Dios, necesita de Dios para ser él mismo[8], y sin embargo sólo puede recibirlo como don. “Esta capacidad para el Dios del amor personal, que se entrega a sí mismo, es el existencial central y permanente del hombre en su realidad concreta.”[9]
La gracia como respuesta a los deseos más profundos del ser humano
Si la capacidad para recibir al Dios del amor personal –al Dios revelado en Jesucristo- como don es lo más propio del ser humano en el mundo –es el existencial permanente del hombre en su realidad concreta, al decir de Rahner-, entonces la gracia responde a los deseos más profundos del ser humano. Pero, ¿por qué lo hace? Porque estos deseos no son otros que deseos de amor, de relación personal y de “personeidad”[10]. Y el amor, la relación personal y el ser persona, sólo pueden darse en la medida en que cada hombre libremente se reconozca como limitado y finito –renunciando así al afán del propio mérito y abriéndose al don-, y en ese reconocerse limitado y finito se abra a la relación personal con Dios en Jesucristo. Jesucristo es la posibilidad de relación personal con Dios, una relación donde se valora positivamente la finitud y donde se recibe como don la propia aceptación, el propio fundamento existencial, pues “la vida en su verdadero sentido no la tiene uno solamente para sí, ni tampoco sólo por sí mismo: es una relación. Y la vida entera es relación con quien es la fuente de la vida. Si estamos en relación con Aquel que no muere, que es la Vida misma y el Amor mismo, entonces estamos en la vida. Entonces «vivimos».”[11] Y vivimos no ya por nosotros mismos, sino de la gracia de Dios que no es otra que Cristo mismo, el Dios-con-nosotros (cf. Mt 1, 22-23).
[1] Por gracia hay que entender aquí el don que Dios hace de sí mismo al hombre en Jesucristo. Jesucristo mismo es la gracia que Dios nos ofrece.
[2] El presente escrito es parte de una reflexión personal para una prueba de “Antropología Teológica”.
[3] Cf. RATZINGER J., Introducción al Cristianismo (Sígueme, Salamanca 21971), Págs. 210-216.
[4] RATZINGER J., Op. Cit., Pág. 211.
[5] Ibídem
[6] De ahí la importancia para la Antropología Teológica de la pregunta por una racionalidad teológica capaz de pensar dignamente la paradoja del hombre.
[7] Esta interioridad es lo que la antropología bíblica denomina corazón. Cf. Nota b al versículo Gn 8, 21 en “Biblia de Jerusalén. Nueva edición revisada y aumentada”, DESCLÉE DE BROUWER, Bilbao 1998.
[8] Se trata según K. Rahner del existencial sobrenatural. Cf. K. Rahner, Sobre la relación entre la naturaleza y la gracia, Escritos de Teología I, (Taurus, Madrid 1963), Pág. 330.
[9] RAHNER K., Sobre la relación entre la naturaleza y la gracia, Escritos de Teología I, (Taurus, Madrid 1963), Pág. 341.
[10] Por personeidad entiendo el fundamento ontológico del hombre en cuento persona, es el fundamento de su ser persona que se manifiesta en la capacidad de interioridad y de relacionalidad.
[11] Benedicto XVI, Spe Salvi 27.