La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

sábado, 15 de octubre de 2011

La Gracia, el pecado y el hombre

¿En qué medida la gracia[1] responde a los deseos más profundos del ser humano en el mundo y el pecado los destruye?[2]

            La presenta pregunta implica en sí misma al menos tres perspectivas: la gracia como respuesta a los deseos más profundos del ser humano; el ser humano como ser humano en el mundo; y el tema del pecado.
El ser humano en el mundo
            Quisiera partir reflexionando en torno al hombre como ser-humano-en-el-mundo. No es menor la precisión sobre quién es el objeto de reflexión de la Antropología Teológica. Se trata del hombre, pero del hombre real, en concreto; es decir, no de una idea de hombre, sino del hombre como ser humano en el mundo. La precisión en el mundo no es mera adjetivación, sino descripción de la situación real del hombre
            Al estar inserto en el mundo el hombre participa al menos de dos principios que articulan su realidad concreta: la corporeidad y la historicidad[3]. La corporeidad implica por un lado que el hombre, que es espíritu en cuerpo[4], se encuentra separado de los demás, se encuentra delimitado por los límites de su propio cuerpo, se encuentra así individualizado. Si embargo, por otro lado, la corporeidad implica también un  participar de la historia y de la comunidad; es decir la corporeidad no sólo nos individualiza, sino que al mismo tiempo nos señala que no provenimos de nosotros mismos –no somos puro espíritu-, hay otros que nos han precedido. Así nuestra historia personal es parte de una historia más grande, de la historia de otros –de nuestra familia, comunidad, nación, Iglesia, humanidad-; y sólo en esa gran historia encuentra su sentido. Así “todo el hombre está marcado profundamente por la pertenencia a toda la humanidad, es decir, al «Adán»”.[5]
            Este espíritu en cuerpo que es el hombre experimenta en sí mismo una serie de tensiones que constituyen su siempre desbordante realidad en el mundo: se experimenta como espíritu/cuerpo, como individuo/colectividad, y como varón/mujer; es decir, el mismo hombre es una realidad compleja y mistérica, en el sentido de que al ir ganando en comprensión de sí mismo, se adentra en un misterio que lo rodea –su propio ser humano en el mundo- y que no se agota en la mera manifestación positivista y mensurable de la racionalidad moderna[6].
            Si bien el hombre se encuentra en el mundo e interiormente movido por sus propias tensiones existenciales, el hombre es un espíritu libre. Es decir, se posee a sí  mismo, es capaz de tomar decisiones desde su propia interioridad y no sólo condicionado por el medio ambiente –por el mundo- . La libertad implica por un la lado, la capacidad de respuesta, y por otro lado, la capacidad de pregunta, de apertura ante la realidad. Es esta “capacidad de apertura” ante  la realidad lo que diferencia al hombre de otros seres vivos, que se presentan como “circuitos cerrados” en tanto que responden invariablemente a estímulos exteriores. El hombre, desde su interioridad, desde su ser espíritu libre, puede discernir y luego responder[7]; y puede así mismo, preguntar y así abrir su horizonte hacia la trascendencia, hacia el Dios Trino que le sale al encuentro.
El pecado
            El hombre así considerado –como ser humano en el mundo-, es un proyecto por realizar, un proyecto por realizarse. El hombre por su misma libertad debe buscar su propia autorrealización, su propia plenitud. No puede descansar sobre sí mismo –como mero objeto-, esperando de alguna manera que una supuesta entelequia, lo lleva a plenitud sin su propia participación. La pregunta es aquí, ¿cómo lleva adelante esta plenitud, esta autorrealización? ¿Qué responde más adecuadamente a sus anhelos más profundos, el mérito o el don, el individualismo o el ser-en-relación?
            La consideración sobre la realidad del pecado –y en particular de la realidad del pecado de los orígenes- creo que puede ayudarnos a ganar claridad con miras a responder a esta pregunta.
            El relato de Gn 3, trata de ilustrar la situación de la humanidad libre, siempre en peligro de utilizar mal su libertad, siempre en peligro de elegir caminos equivocados en la búsqueda de su plenitud, en la búsqueda de responder a sus deseos más profundos. Precisamente el dogma del pecado original nos enseña que el pecado no es tanto –o al menos no puede ser reducido solamente a eso- un mal moral como la negación de la relación fundamental entre el hombre y Dios. El pecado de los orígenes no es otra cosa que la negación de la relación originaria entre el hombre y Dios. Se trata de la negación de esta relación que es originaria no sólo por ser Dios el origen del hombre, sino porque esta relación es el origen de toda otra relación, es la posibilidad de todo otro encuentro.
            El pecado así entendido es entonces la vana búsqueda de responder a los deseos más profundos del hombre, pero alejado de Dios y de toda relacionalidad. Se trata de la negación de la relación original y de la propia finitud. Así las cosas, al hombre que va por este camino, no le queda otra opción que acentuar el individualismo y el mérito para entrar en relación con otros, con Dios y consigo mismo. Pero aquí se presenta la gran paradoja del hombre. El hombre necesita de la relación con Dios, necesita de Dios para ser él mismo[8], y sin embargo sólo puede recibirlo como don. “Esta capacidad para el Dios del amor personal, que se entrega a sí mismo, es el existencial central y permanente del hombre en su realidad concreta.”[9]
La gracia como respuesta a los deseos más profundos del ser humano

            Si la capacidad para recibir al Dios del amor personal –al Dios revelado en Jesucristo-  como don es lo más propio del ser humano en el mundo –es el existencial permanente del hombre en su realidad concreta, al decir de Rahner-, entonces la gracia responde a los deseos más profundos del ser humano. Pero, ¿por qué lo hace? Porque estos deseos no son otros que deseos de amor, de relación personal y de “personeidad”[10]. Y el amor, la relación personal y el ser persona, sólo pueden darse en la medida en que cada hombre libremente se reconozca como limitado y finito –renunciando así al afán del propio mérito y abriéndose al don-, y en ese reconocerse limitado y finito se abra a la relación personal con Dios en Jesucristo. Jesucristo es la posibilidad de relación personal con Dios, una relación donde se valora positivamente la finitud y donde se recibe como don la propia aceptación, el propio fundamento existencial, pues “la vida en su verdadero sentido no la tiene uno solamente para sí, ni tampoco sólo por sí mismo: es una relación. Y la vida entera es relación con quien es la fuente de la vida. Si estamos en relación con Aquel que no muere, que es la Vida misma y el Amor mismo, entonces estamos en la vida. Entonces «vivimos».”[11] Y vivimos no ya por nosotros mismos, sino de la gracia de Dios que no es otra que Cristo mismo, el Dios-con-nosotros (cf. Mt 1, 22-23).


[1] Por gracia hay que entender aquí el don que Dios hace de sí mismo al hombre en Jesucristo. Jesucristo mismo es la gracia que Dios nos ofrece.
[2] El presente escrito es parte de una reflexión personal para una prueba de “Antropología Teológica”.
[3] Cf. RATZINGER J., Introducción al Cristianismo (Sígueme, Salamanca 21971), Págs. 210-216.
[4] RATZINGER J., Op. Cit., Pág. 211.
[5] Ibídem
[6] De ahí la importancia para la Antropología Teológica de la pregunta por una racionalidad teológica capaz de pensar dignamente la paradoja del hombre.
[7] Esta interioridad es lo que la antropología bíblica denomina corazón. Cf. Nota b al versículo Gn 8, 21 en “Biblia de Jerusalén. Nueva edición revisada y aumentada”, DESCLÉE DE BROUWER, Bilbao 1998.
[8] Se trata según K. Rahner del existencial sobrenatural. Cf. K. Rahner, Sobre la relación entre la naturaleza y la gracia, Escritos de Teología I, (Taurus, Madrid 1963), Pág. 330.
[9] RAHNER K., Sobre la relación entre la naturaleza y la gracia, Escritos de Teología I, (Taurus, Madrid 1963), Pág. 341.
[10] Por personeidad entiendo el fundamento ontológico del hombre en cuento persona, es el fundamento de su ser persona que se manifiesta en la capacidad de interioridad y de relacionalidad.
[11] Benedicto XVI, Spe Salvi 27.

domingo, 9 de octubre de 2011

La pregunta por la racionalidad teológica

La racionalidad

Quisiera compartir con ustedes unas breves reflexiones sobre el pensar teológico, en concreto sobre la racionalidad teológica.

Pero ¿qué digo cuando digo racionalidad? Por racionalidad entiendo la forma mentis con la cual se piensa, se percibe y se comprende la realidad. Es decir se trata de las categorías que subyacen a nuestra manera de percibir la realidad, por así decir, se trata de las estructuras con las cuales pensamos la realidad.

Todos poseemos una manera determinada de percibir la realidad que nos rodea, todos, a veces sin ser conscientes de ello, asimilamos la realidad de una determinada manera y la vamos ordenando en nuestro interior. No es lo mismo percibir la realidad cotidiana desde un prisma filosófico que desde un prisma informativo o periodístico, por ejemplo. Percibir la realidad de una manera determinada es también comprenderla de una manera determinada, es decir, la manera cómo percibimos la realidad y las capacidades que en esta percepción utilizamos o enfatizamos, condiciona la manera en que comprendemos la realidad.

Así, cada ciencia posee su propia racionalidad. Por ejemplo las ciencias económicas poseen una racionalidad económica, las ciencias naturales, una racionalidad científica y así sucesivamente cada ciencia, cada saber, ha ido estructurando una manera de comprender la realidad y al hombre.

La pregunta por la racionalidad de la vida no es mera pregunta retórica, pues a todo acción subyace una manera determinada de pensar. Actuar y pensar no se encuentran tan separados como a veces creemos. Lo que sucede es que cuando actuamos lo hacemos de tal modo, que creemos que el pensar no es parte de la acción. Más bien se trata de que el pensar está tan imbuido en nosotros que ya no lo cuestionamos, y así el actuar pareciera brotar “espontáneamente”.

Normalmente es en tiempos de crisis cuando se cuestiona la manera de actuar de los hombres y con ello se pone en cuestión el pensar, la razón, la racionalidad.

La crisis de la razón humana

Creo que en las múltiples crisis económicas, sociales y de sentido que hoy se extienden por diversas partes del mundo podemos leer una “crisis de la razón humana”. Es decir ha entrado en crisis una determinada manera de comprender la realidad, de comprender al hombre y la sociedad. Es evidente que la racionalidad económica como racionalidad directiva de la sociedad está hoy en crisis[1]; pero con ella entra sobre todo en crisis algo que subyace a la misma racionalidad económica. Entra en crisis esa comprensión  de la realidad y del hombre que sólo acepta como real aquello que se puede palpar –materialismo-, aquello que se puede medir, cuantificar y utilizar. Se trata de la autolimitación de la razón humana[2], la autolimitación de la razón moderna a lo empírico y cuantificable.

Esta razón moderna, basada en la síntesis entre cartesianismo y empirismo, ratifica su éxito por medio de la técnica[3]. De alguna manera de este “éxito” participa también la racionalidad económica, y muchas veces también nosotros participamos de sus categorías de pensamiento, por ejemplo cuando buscamos sólo la utilidad, la practicidad y el éxito en las relaciones humanas. Así, la racionalidad económica se preocupa fundamentalmente de medir la realidad humana, de hacerla mensurable presentando la realidad como unidades a ser cuantificadas y organizadas a través de modelos matemáticos. ¿Pero puede la sola racionalidad económica dar cuenta de toda la realidad? ¿Se explica toda la realidad humana por medio de modelos matemáticos?

Allí donde la razón sólo se ocupa de mensurar y cuantificar la realidad ya no queda espacio para los interrogantes propiamente humanos: la pregunta por el sentido de la vida, por el amor y por la fe. Es la reducción de lo humano lo que hay que cuestionar.

Una propuesta, la racionalidad teológica

¿Cuál sería entonces la racionalidad adecuada para comprender, pensar y vivir la realidad? Creo que la Teología puede hacer un aporte aquí.

Al cuestionarse por la relación entre fe y razón, la Teología se pregunta por la razón humana. Se pregunta por su fundamento, su alcance y sus límites. En ese sentido, la pregunta por la razón desde la Teología no es una pregunta superflua o retórica. De acuerdo a la respuesta que se dé a esta pregunta la Teología podrá proponer su objeto: la fe. Y la fe, no puede renunciar a la razón, pues “la fe sin la razón no será humana”[4] .

La racionalidad teológica aspira a la comprensión de Dios, del hombre y de la realidad. Se trata por eso de una comprensión global, profunda y trascendente del hombre y de la realidad, pues se trata de una comprensión de lo humano desde el Dios revelado en Jesucristo. Aquí valen las palabras del Concilio Vaticano II: “En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. (…) Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación”[5].

Hoy más que nunca experimentamos la necesidad de una racionalidad que sea capaz de comprender en toda su riqueza el misterio del hombre. Una racionalidad –una forma de pensar, amar y vivir[6]- que den cuenta cabal de la “paradoja del hombre”[7].

¿Cómo pensar al hombre desde Dios? ¿Cómo comprender la singular situación humana? La situación de este ser-en-el-mundo, de este espíritu que es el hombre –que somos cada uno de nosotros-, dotado de capacidades para llevar adelante su vida; pero que, al ser dotado de esta “capacidad”, ha sido al mismo tiempo dotado de una “incapacidad”… Aquello que más necesita para su plenitud, para su vida –esto es Dios mismo, el Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, revelado en Jesucristo-, el hombre no puede alcanzarlo por sí mismo; sino recibiéndolo como don.

Paradojalmente la “capacidad de Dios” que tiene el hombre radica en su propia “incapacidad”. Porque somos incapaces de “conseguir” a Dios –incapaces de obligarlo a revelarse, a darse, incapaces de comprarlo, de obtenerlo-, somos capaces de “recibir” a Dios, de recibirlo como don[8].

A mi juicio el pensar esta paradoja –y sobretodo el experimentarla en la propia vida- requiere una nueva racionalidad, una racionalidad teológica. Se trata entonces de “ampliar nuestro concepto de razón y su uso”[9]. Junto a la razón científica y técnica, habría que ubicar a la razón teológica que es “razón relacional y orgánica”.

Racionalidad teológica: relacional y orgánica

Razón relacional. Se trata de una razón –una manera de comprender la realidad- relacionada con el Dios de Jesucristo, y por eso abierta a la dimensión trascendente del hombre, abierta a la pregunta ética y de sentido. Se trata aquí de la confianza fundamental en que el si el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,26-27), entonces el logos humano –la razón humana- es capaz de reflejar al Logos divino, Jesucristo.

No se trata de negar la distinción entre Creador y creatura[10]; pero aún con sus propios límites el logos humano es capaz de captar, de recibir la luz del Logos divino. La comunicación, que es amor, supone una semejanza desemejante, una “igualdad y una desigualdad en el sentido de una capacidad y necesidad de complemento”[11].

Bien lo señala Benedicto XVI al decir que la fe de la Iglesia se ha atenido siempre a la convicción de que entre Dios y nosotros, entre su eterno Espíritu creador y nuestra razón creada, existe una verdadera analogía, en la que ciertamente —como dice el IV concilio de Letrán en 1215— las diferencias son infinitamente más grandes que las semejanzas, pero sin llegar por ello a abolir la analogía y su lenguaje.”[12]

Cuando hablamos de razón hablamos siempre de persona. Por eso la razón teológica puede ser relacional en el sentido de abierta a lo social, a lo comunitario y a las relaciones interpersonales. No se puede comprender la realidad en solitario, sino vinculados personalmente unos con otros, vinculados personalmente con Jesucristo.

Se trata también de la confianza en que las realidades creadas son capaces de conducirnos o guiarnos hacia la realidad de Dios. Hay una “analogía proporcional” entre Dios y el hombre.

Razón orgánica. La razón teológica está llamada a ser orgánica en el sentido de que no es sólo ratio, conocimiento y saber científico, sino también amor. Amor entendido como el constante salir del propio yo hacia el encuentro del y la formación del nosotros[13]. Si la razón es también amor, entonces es humana, entonces da cuenta de la totalidad de lo humano. “Cristo es el Logos encarnado y es “el amor hasta el extremo””[14].

Ahora, si el logos humano es reflejo del Logos divino no podemos seguir concibiendo el logos humano como mera ratio, como mera razón analítica y ordenadora de  la realidad empírica. Se trata de una nueva concepción de la razón humana –y de la realidad que no se agota en la materialidad-, se trata de recuperar su totalidad orgánica, se trata de una razón relacional y orgánica, se trata de la fundamental unidad entre verdad[15] y amor[16]; unidad que puede dar cuenta cabalmente de la realidad del hombre y de su apertura a la trascendencia. Si Cristo es verdad y amor, también el hombre es verdad y amor.


Así, la racionalidad teológica nos señala que la razón humana es una razón en la cual se puede confiar, siempre y cuando reconozcamos sus límites. Precisamente por reconocerse limitada y creada, la racionalidad teológica es confiable, porque no pretende fundamentarse a sí misma, y ahí radica su relacionalidad. Una razón relacional es así una razón orgánica, un logos que es también amor; y porque es amor y procede del Logos-Amor, está abierta a la libertad y al don, a la vida y al amor, está abierta verdaderamente a la pregunta por el misterio y la paradoja del hombre.



[1] Más sobre este tema ver en este mismo blog la entrada: Crisis en la educación. Una mirada desde la Teología.
[2] Cf. Benedicto XVI, Fe, razón y universidad. Recuerdos y reflexiones [en línea]. [fecha de consulta: 23 de agosto de 2010]. Disponible en: <http://humanitas.cl/html/destacados/ratisbona/Ratisbona.html>
[3] Cf. Ibídem
[4] Ratzinger, J., «Situación actual de la fe y la teología», en Humanitas, Número Especial (2005), 30-43.
[5] Concilio Vaticano II Constitución pastoral Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el mundo actual, Nº 22.
[6] El P. José Kentenich constantemente hace referencia al “pensar, amar y vivir orgánicos” como respuesta a la situación espiritual del hombre actual. Esta manera de pensar está a la base de su espiritualidad y de la comprensión que el mismo tiene del hombre y del mundo. Para una elaboración científica sobre el “pensar orgánico” ver: King, H., Importancia perenne del pensar mítico. Tesis doctoral (La Plata-Argentina 1976).
[7] Cf. Meis, A., Antropología Teológica. Acercamientos a la paradoja del hombre (Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile 22001) 19-39.
[8] Cf. Benedicto XVI, Spe Salvi 23: “Pero tampoco cabe duda de que Dios entra realmente en las cosas humanas a condición de que no sólo lo pensemos nosotros, sino que Él mismo salga a nuestro encuentro y nos hable.”
[9] Benedicto XVI, Fe, razón y universidad. Recuerdos y reflexiones [en línea]. [fecha de consulta: 23 de agosto de 2010]. Disponible en: <http://humanitas.cl/html/destacados/ratisbona/Ratisbona.html>
[10] Cf. DS 806
[11] Cf. Kentenich J., Las Fuentes de la Alegría (Editorial Nueva Patris, Santiago de Chile 2006) 353s.
[12] Benedicto XVI, Fe, razón y universidad. Recuerdos y reflexiones [en línea]. [fecha de consulta: 23 de agosto de 2010]. Disponible en: <http://humanitas.cl/html/destacados/ratisbona/Ratisbona.html>
[13] Cfr. Benedicto XVI, Deus caritas est 6.
[14] Benedicto XVI, Discurso inaugural de la V Conferencia General del CELAM, 1 [en línea]. [fecha de consulta: 23 de agosto de 2010]. Disponible en: <http://www.celam.org/conferencias/Documento_Conclusivo_Aparecida.pdf >
[15] Cf. Benedicto XVI, Caritas in veritate 1: “Todos los hombres perciben el impulso interior de amar de manera auténtica; amor y verdad nunca los abandonan completamente, porque son la vocación que Dios ha puesto en el corazón y en la mente de cada ser humano. Jesucristo purifica y libera de nuestras limitaciones humanas la búsqueda del amor y de la verdad (…). En efecto, Él mismo es la Verdad (cf. Jn 14,6)”.   
[16] Cf. Benedicto XVI, Deus caritas est 6: “Ciertamente el amor es «éxtasis», pero no en el sentido de arrebato momentáneo, sino como camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación y la entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo”.