Queridos amigos y amigas:
Quisiera compartir con
ustedes una breve reflexión en torno a la pobreza
cristiana. Lo hago como estudiante de Teología y como un creyente que
reflexiona sobre su fe. Desde ya les advierto que esta reflexión está todavía muy
en sus inicios y muy abierta… Abierta a otras opiniones y sobre todo a
experiencias.
¿Qué entiendo por pobreza
cristiana?
Me parece importante hacer
una aclaración inicial con respecto al término pobreza, sobre todo cuando este término va calificado por lo
cristiano.
No hay que confundir la
pobreza cristiana con la miseria material. Incluso me parece necesario señalar
que no siempre la pobreza como categoría sociológica es equiparable a la
pobreza cristiana.
Dicho esto, quiero dejar
muy en claro que lo anterior no nos dispensa a los cristianos de la renuncia a
los bienes materiales superfluos y a veces, incluso, a los necesarios. Tampoco
nos dispensa de la búsqueda de cercanía y de amistad con los más pobres, ni de
la búsqueda de un corazón más pobre, es decir, humilde y agradecido.
La distinción que quiero
hacer entre la pobreza sociológica y
la cristiana puede expresarse también
de la siguiente manera: muchas veces la pobreza
sociológica adviene a las personas como una situación socio-económica no
deseada ni buscada, sino más bien forzada –y muchas veces, esta situación es
fruto de injusticias sociales que los cristianos estamos llamados a remediar
por amor-. Por otro lado la pobreza
cristiana es una invitación que se enmarca en el
seguimiento de Jesús: “Si quieres ser
perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro
en los cielos; luego sígueme” (Mt 19,21).
La pobreza cristiana: una
invitación
Para comprender esta invitación les propongo que acudamos al
Evangelio:
“«El Reino de los Cielos es semejante
a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a
esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el
campo aquel.
«También es semejante el Reino de los
Cielos a un mercader que anda buscando perlas finas, y que, al encontrar una
perla de gran valor, va, vende todo lo que tiene y la compra.»” (Mt 13,44-46).
Si leemos con atención
estas parábolas, y sobre todo, si nos dejamos tocas por las imágenes que el
Señor usa en ellas, pienso que podemos comprender algo de esta invitación a la pobreza cristiana. Sobre
todo porque lograremos comprender que esta invitación, esta renuncia, tiene su
raíz en el gran tesoro, en el gran don que se nos hace: el Reino de los
Cielos, es decir, la vida con Cristo, en Cristo y desde Cristo.
La parábola habla de “tesoro
escondido” y de una “perla de gran valor”. Ambas son imágenes que describen el
Reino de los Cielos, y los describen como algo verdaderamente valioso, al punto
que aquél que lo encuentra experimenta una “alegría” que le impulsa a “vender”
todo lo que tiene – a renunciar- con tal de quedarse con ese tesoro que ha
encontrado. Así, el Reino de los Cielos se nos presenta como un tesoro que es fuente de alegría.
La imagen del tesoro nos
habla de que la vida cristiana, la vida con Cristo, es algo muy valioso. Es un
tesoro escondido por el cual vale la pena abandonar otros “tesoros”, otros
bienes… Cuando encuentro el tesoro que me hace realmente rico, entonces puedo animarme a ser pobre, puedo animarme a renunciar a
bienes, al prestigio social, a la autosuficiencia y a todo aquello que antes
era para mí un tesoro. Entonces cuando me hago pobre me vuelvo rico. San Pablo
lo expresa maravillosamente en su carta a los Filipenses: “Pero lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de
Cristo. Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del
conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las
tengo por basura para ganar a Cristo” (Flp
3,7-8).
El contraste entre los
bienes terrenos y el Bien con
mayúsculas –Dios mismo- se manifiesta dramáticamente en la parábola del joven
rico (Mt 19,16-22). “«Si quieres ser perfecto, anda, vende lo
que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego sígueme.»
Al oír estas palabras, el joven se marchó entristecido, porque tenía muchos
bienes.” (Mt 19,21-22). Así,
frente a las palabras de Jesús “Uno solo
es el bueno” (Mt 19,17),
referidas a Dios, se contraponen los “muchos
bienes” (Mt 19,22) que poseía el
joven rico, o que lo poseían a él y le quitaban libertad. ¿Es para nosotros
nuestro mayor bien, nuestro único bien, la vida con Dios, con Cristo y con
María?
Una invitación enraizada en
la Cristología y en la infancia espiritual
La invitación a la pobreza
cristiana, enmarcada en el seguimiento de Jesús, tiene su raíz más profunda en
Cristo mismo, en la Cristología.
Nuevamente San Pablo nos puede ayudar a comprender esto. A los cristianos de
Corinto les dice: “Pues conocéis la
generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se
hizo pobre a fin de enriqueceros con su pobreza.” (2 Co 8,9). ¿Cómo se hizo pobre Jesucristo? En el mismo hecho de su Encarnación, es decir, en el hacerse
hombre el Hijo de Dios se ha hecho pobre.
Es conocido el “himno
cristológico” de la carta a los Filipenses (Flp
2,5-11) que expresa este hacerse pobre de Cristo:
“Tened entre vosotros los mismos
sentimientos que Cristo:
El cual, siendo de condición divina,
no codició el ser igual a Dios
sino que se despojó de sí mismo
tomando condición de esclavo.
Asumiendo semejanza humana
y apareciendo en su porte como hombre,
se
rebajó a sí mismo,
haciéndose obediente hasta la muerte
y una muerte de cruz.
Por eso Dios lo exaltó
y le otorgó el Nombre,
que está sobre todo nombre.
Para que al nombre de Jesús
toda rodilla se doble
en los cielos, en la tierra y en los
abismos,
y toda lengua confiese
que Cristo Jesús es el Señor
para gloria de Dios Padre.”
Es por ello que la Iglesia
enseña –y se esfuerza por vivir- que la pobreza y “la opción preferencial por
los pobres está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho
pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza. Esta opción nace de
nuestra fe en Jesucristo, el Dios hecho hombre, que se ha hecho nuestro hermano
(cf. Hb 2,11-12). Ella, sin embargo,
no es ni exclusiva, ni excluyente.” (Aparecida
392).
Me parece importante
señalar que si Jesucristo se hizo pobre por nosotros para hacernos ricos, lo
hizo dándose Él mismo. Es decir, el don
que nos hace Cristo no es en primer lugar objetos, bienes o conocimiento, sino,
que Él mismo es el don que nos
entrega y ofrece. Pensemos en la Eucaristía. Allí Él se hace pan y vino para
darse a nosotros, se hace pobre, se vacía de sí para que nos alimentemos de Él.
Finalmente, me parece a
mí, hay un vínculo –escondido al principio, pero que de a poco se revela más y
más- entre infancia espiritual y pobreza
cristiana. Jesucristo mismo nos dice: “Yo
os aseguro: el que no reciba el Reino de Dios como niño, no entrará en él.” (Mc 10,15).
Así, recibir el Reino de Dios tiene como condición
hacerse niños. “¿Qué significa «ser niño»? Significa, ante todo, dependencia,
necesidad de ayuda, tener que recurrir a los demás. Jesús, en cuanto niño, no
sólo proviene de Dios, sino también de otros hombres. Ha vivido en el seno de
una mujer, de la que ha recibido su carne y su sangre, los latidos de su
corazón, su comportamiento y su palabra. Ha recibido la vida de la vida de otro
ser humano. El que provenga de otro aquello que es propio de uno no es un hecho
puramente biológico. (…) Según Jesús, por tanto, ser niño no es una etapa
puramente transitoria en la vida del hombre, una etapa que procede de su
condición biológica y que se cierra por completo en un momento dado; la
realidad original del hombre se realiza de tal modo en la infancia que quien ha
perdido la esencia de la infancia se ha perdido a sí mismo.”[1]
Así el hacerse niño está
íntima relacionado con comprender vitalmente, que lo más propio nuestro en el
fondo no es propio, es un don. Y si
ser niño significa vivir la vida como un don,
se comprende entonces el vínculo entre infancia
espiritual y pobreza, pues, “en la condición del pobre se manifiesta con
bastante claridad qué quiere decir ser niños: el niño no posee nada por sí
mismo. Todo lo que necesita para vivir lo recibe de los otros, y precisamente
en esta su impotencia y desnudez es libre.”[2]
Finalmente ser niño es ser hijo, se trata del gran don
del Bautismo, ser hijos en el Hijo. Y
si somos hijos nuestra gran riqueza es el Padre. Entonces, al renunciar
voluntariamente a los bienes y seguridades propias, nos hacemos más niños, más
hijos –y por ello más hermanos de todos los hombres-, nos hacemos más
semejantes a Cristo Jesús. Y por ello, la pobreza
cristiana no es en primer lugar un esfuerzo ético ni ascético, sino encuentro con Cristo, pues “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una
gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da
un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva.” (Deus caritas est 1).