Decía también en su
instrucción: «Guardaos de los escribas y fariseos, que gustan pasear con amplio
ropaje, ser saludados en las plazas, ocupar los primeros asientos en las
sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y que devoran la hacienda de
las viudas so capa de largas oraciones. Éstos tendrán una sentencia más
rigurosa.»
Jesús
se sentó frente al arca del Tesoro y miraba cómo echaba la gente monedas en el
arca del Tesoro: muchos ricos echaban mucho. Llegó también una viuda pobre y
echó dos moneditas, o sea, una cuarta parte del as. Entonces, llamando a sus
discípulos, les dijo: «Os digo de verdad que esta viuda pobre ha echado más que
todos los que echan en el arca del Tesoro. Pues todos han echado de lo que les
sobraba, ésta, en cambio, ha echado de lo que necesitaba, todo cuanto poseía,
todo lo que tenía para vivir.»
Mc 12,38-44
“Ha echado de lo que necesitaba, todo cuanto poseía…” Mc 12, 44b
Antes de iniciar la reflexión sobre este Evangelio, me
parece importante que tomemos conciencia de que el Evangelio es una “escuela de
vida”. Lo que Jesús quiere en el Evangelio es “enseñarnos a vivir”.
“Ha
echado de lo que necesitaba, todo cuanto poseía…”. Ha entregado lo que tenía –cuanto soy y cuanto tengo (Hacia el Padre, 16)- , lo que era importante
para ella. Ha entregado de lo suyo, y por eso, podríamos decir que ha sido auténtica. Y eso es lo que impacta a
Jesús.
Cuando alguien se da auténticamente, de corazón,
impacta, deja huella. No se trata tanto de la “cantidad” de lo que doy –sea
esto un aporte económico o sea entregar nuestros dones a Dios y a nuestros
hermanos-; no se trata tanto de que lo que yo dé o tenga para compartir con
otros sea llamativo o ingenioso. Se
trata de que sea auténtico, se trata de que mi corazón –y por eso mi
riqueza y mi pobreza- vaya en aquello que doy.
En el fondo lo que nos sobra son nuestras “máscaras”,
aquellas cosas que se nos pegan a nuestra personalidad, a nuestro yo más verdadero… Y a veces en nuestras
relaciones personales –tanto naturales como sobrenaturales- no damos nuestro yo
más auténtico, nuestro corazón –nuestra sustancia, el bien más preciado que
tenemos- sino más bien damos lo que nos sobra… En vez de mostrarles a Dios y a
mis hermanos mi verdadero rostro –mi mirada auténtica-, les muestro una “máscara”,
una careta… En vez de entregar mi corazón, doy parte de mi persona, muestro
aquellos aspectos en los que me siento más seguro y así me muestro autosuficiente… Y así no soy capaz ni
de dar ni de recibir. No soy capaz de amar.
Pero hay un secreto para poder dar, para poder amar. Si yo quiero dar, si quiero amar
con generosidad, en realidad tengo que tomar conciencia de que soy amado.
Una de mis frases favoritas de la Sagrada Escritura
expresa esta dinámica: “Nosotros hemos
conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (1 Jn 4, 16).
Tanto en los vínculos humanos como en la relación con Dios y con María lo
primero es el amor. Cuando experimentamos el amor, el amor de Dios, el amor de
una persona; este amor suscita la fe,
es decir la confianza. Y cuando confío soy capaz de darme tal y cual soy, de
darme auténticamente. Por eso la fe es fe en Dios, fe en las personas que nos
rodean y fe en nosotros mismos. Y así el amor y la fe/confianza suscitan la esperanza… Y así lo que yo hago, lo que
le entrego a Dios y a los demás se torna importante, por más pequeño que sea –dos moneditas-… Para el que ama y es
amado todo lo da desde el corazón y por eso es importante, y por eso hace
presente el Reino de Dios en medio nuestro.
Queridos hermanos y hermanas, queridos amigos, pidámosle a Jesús en la
Eucaristía, y a María Santísima en su Santuario, que nos enseñen a amar, que
nos enseñen a vivir, que nos enseñen a creer… Que nos enseñen a dar nuestro
corazón, a darnos auténticamente. Amén.
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