Santísima Trinidad
Contemplar, vivir y
celebrar el misterio trinitario
Luego
del Tiempo Pascual la liturgia nos
invita a contemplar, vivir y celebrar el misterio de la Santísima Trinidad. Misterio central de nuestra fe cristiana pues
se trata de la “imagen cristiana de Dios y también [de] la consiguiente imagen
cristiana del hombre y de su camino”.[1]
Contemplar el misterio
trinitario
La
imagen cristiana de Dios se nos revela en el Evangelio de Jesús. Si recorremos
las páginas del Evangelio, si escuchamos las palabras de Jesús y observamos su
vida, reconoceremos admirados el anuncio de la paternidad de Dios.
Reconoceremos la novedad de un Dios que es Padre bueno y misericordioso (cf. Lc 15,11-32) y que nos conoce y ama
personalmente (cf. Mt 6, 25-34).
Es
el mismo Jesús quien nos ha enseñado a invocar a Dios como Padre nuestro en la oración (Mt
6,9-13) y quien en el momento más difícil de su vida, cuando se enfrenta a
la cruz, no duda en dirigirse a Dios con la familiaridad de un hijo, de un
niño, llamándolo Abbá, Padre (cf. Mc 14,36). Sí, Jesús es el Hijo que siempre está en el Padre (cf. Jn 14,11).
Finalmente
es Jesús el que manifiesta la presencia del Espíritu
Santo en el mundo, el que lo dona a sus discípulos: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan
perdonados” (Jn 20, 22b-23a); “Id, pues, y haced discípulos a todas las
gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19).
Así, la fe cristiana se nos muestra como fe trinitaria,
pues el encuentro con Jesucristo nos transforma en hijos amados del Padre y nos
llena de la presencia interior del Espíritu Santo. Comprendemos entonces que la
Santísima Trinidad no es una singular
idea humana que trata de explicar la realidad de Dios, sino que su revelación es
un don para que nuestra vida sea más humana, más plena. Pero sobre todo al
contemplar el misterio trinitario caemos en la cuenta de que su riqueza para nosotros
no radica en comprenderlo sino en vivirlo.
Vivir el misterio
trinitario
Nos preguntamos entonces: ¿cómo hacer para vivir el
misterio trinitario, el misterio divino? Y la respuesta es paradojal. Para
vivir en plenitud el misterio divino, debemos vivir en plenitud el misterio
humano.
Se trata de vivir a fondo nuestra condición humana, lo
genuinamente humano. Y al contemplar nuestra condición humana reconocemos en
ella una necesidad y una capacidad: la necesidad de ser amados y la capacidad
de amar.
Si
somos sinceros y nos animamos a escuchar en nuestro interior reconoceremos que “todos
los hombres perciben el impulso interior de amar de manera auténtica”[2];
todos anhelamos amar y ser amados. Se hace patente entonces que el amor es el
instinto fundamental de nuestra alma. El amor es nuestra vocación más genuina.
Y
si el amor es nuestra vocación más genuina, entonces las relaciones humanas
sanas son la expresión más acabada de esa vocación. En las relaciones humanas,
en los vínculos personales, se realizan nuestros anhelos más profundos y a
través de esa humanidad en relación aprendemos a experimentar y comprender el
misterio de la Santísima Trinidad,
pues, la experiencia humana de amor es “expresión, camino y protección” de la
experiencia de Dios, del Dios Trinitario[3].
Celebrar el misterio
trinitario
Entonces vivir el amor humano es vivir el misterio
trinitario. Y vivir el misterio trinitario en nuestra vida cotidiana nos lleva
a celebrarlo. Ya por el Bautismo y
por la vida cristiana -misión, amor fraterno y celebración litúrgica- nos
adentramos en el misterio trinitario: somos hijos en el Hijo; hijos del Padre por
el don del Espíritu Santo que nos
abre a los demás.
Por eso todo el que
cree en el Hijo único de Dios tiene
Vida eterna (cf. Jn 3,16), porque este
creer significa entrar en una relación filial con Dios y fraternal con los
demás. Por eso el creer que nos lleva a entrar en este vínculo de amor nos
salva. ¡Cada vez que entramos en relación con los demás somos salvados! Y cada
vez que nos aislamos de los demás nos condenamos nosotros mismos a la soledad,
el egoísmo y la tristeza (cf. Jn
3,18), pues, “la vida en su verdadero sentido no la tiene uno solamente para
sí, ni tampoco por sí mismo: es una relación. Y la vida entera es relación con
quien es la fuente de la vida. Si estamos en relación con Aquel que no muere,
que es la Vida misma y el Amor mismo, entonces estamos en la vida. Entonces «vivimos».”[4]
Y si vivimos en el amor, la vida tiene sentido y se
transforma en alegría y celebración que nos lleva a decir con los labios y el corazón:
“El universo entero
con gozo glorifique al Padre,
le tribute honra y alabanza
por Cristo con María
en el Espíritu Santo,
ahora y por los siglos de los
siglos. Amén.”[5]
[1]BENEDICTO
XVI, Carta encíclica Deus Caritas est
sobre el amor cristiano, 1.
[2][2]
BENEDICTO XVI, Carta encíclica Caritas in
veritate sobre el desarrollo humano integral en la caridad y en la verdad,
1.
[3]
KENTENICH J., El Secreto de la vitalidad
de Schoenstatt. Segunda parte. Espiritualidad de Alianza (Nueva Patris,
Santiago, Chile, 22011), 134-135.
[4]
BENEDICTO XVI, Carta encíclica Spe Salvi
sobre la esperanza cristiana, 27.
[5] KENTENICH
J., Hacia el Padre, 185.