La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

viernes, 28 de agosto de 2015

¿Qué es lo que hace puro el corazón humano?

Domingo 22° durante el año – Ciclo B

Mc 7, 1-8. 14-15. 21-23

¿Qué es lo que hace puro el corazón humano?

Queridos hermanos y hermanas:

En el evangelio que acabamos de escuchar (Mc 7, 1-8. 14-15. 21-23) somos testigos nuevamente de una confrontación entre Jesús y los fariseos y escribas. Esta confrontación en torno a las “abluciones”; es decir, en torno a los ritos de purificación religiosa por medio del agua, le da la oportunidad a Jesús de enseñarnos qué es lo que verdaderamente purifica el corazón humano.

«¿Por qué tus discípulos comen con las manos impuras?»

            Cuando los fariseos y escribas se acercan a Jesús y ven que sus discípulos comen con las manos impuras –es decir, sin haberse lavado antes-, entonces lo confrontan con la pregunta: «¿Por qué tus discípulos no proceden de acuerdo con la tradición de nuestros antepasados, sino que comen con las manos impuras?» (Mc 7,5). ¿Por qué no se purifican? ¿Por qué no siguen esta costumbre, esta enseñanza de nuestros antepasados?

Detrás de la pregunta y reproche de los fariseos subyace la pregunta por la pureza. Subyace el anhelo de la pureza. La pureza de la persona, la pureza del alma y del corazón que permite entrar en relación con Dios. Es lo que se pregunta el Salmo 14,1: «Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda y habitar en tu monte santo?». A este anhelo Jesús responde en el Evangelio de Mateo diciendo: «Felices los que tienen el corazón puro porque verán a Dios» (Mt 5,8).

Las abluciones rituales querían lograr eso, purificar al hombre, capacitarlo para vivir en la presencia de Dios, para “habitar en el monte santo”. Pero las abluciones y otras prácticas rituales sólo pueden purificar el exterior del hombre y no su interior. Y justamente la relación con Dios se vive desde el interior, desde nuestra interioridad, desde nuestro corazón: nuestro núcleo personal y auténtico.

Por eso no se puede sostener una relación con Dios desde la mera superficialidad; no se puede sostener una relación con el Dios vivo sólo desde la costumbre sin sentido, sin alma, sin compromiso personal. No se puede vivir la relación con Dios desde el mero cumplir exterior.

«Su corazón está lejos de mí»

            La respuesta de Jesús es impresionantemente dura y tajante: «¡Hipócritas! Bien profetizó de ustedes Isaías, en el pasaje de la Escritura que dice: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinde culto: las doctrinas que enseñan no son sino preceptos humanos. Ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios, por seguir la tradición de los hombres.”» (Mc 7, 6-8).

            Jesús denuncia la superficialidad y la mera exterioridad en la relación con Dios, denuncia el contentarse con el cumplir exterior y el pensar que la sola práctica exterior –sin alma, sin compromiso personal y social- nos hace capaces de la amistad con Dios.

            Y al hacerlo corrige también nuestra praxis religiosa. Al citar el pasaje del profeta Isaías (Isaías 29,13), Jesús nos muestra que hay una correspondencia entre el corazón humano y la palabra de Dios, entre interioridad humana y palabra de Dios. Así, Jesús responde a la pregunta de fondo: ¿qué es lo que hace puro el corazón humano? ¿Qué es lo que lo purifica y lo hace pleno?

            Lo que purifica nuestro corazón y lo plenifica es el contacto lleno de fe con la palabra de Dios, con la Sagrada Escritura, con los Evangelios. En la lectura atenta, buscante y orante de los Evangelios, nos encontramos con la vida, con los gestos y palabras de Jesús. Se trata del contacto con Jesús mismo, la palabra de Dios hecha hombre, hecha persona humana.

            Cuando Jesús nos advierte que no son las circunstancias externas las que nos hacen impuros, sino lo que brota de nuestra propia interioridad (cf. Mc 7, 20-23), nos ayuda a comprender que si abandonamos nuestro corazón a sus inclinaciones egoístas se pierde, nos perdemos. Por eso vale que nos preguntemos, ¿cuido yo mi corazón? ¿De qué lleno mi corazón, mi interioridad? ¿A quién o a qué entrego mi corazón?

«¡Oh Dios!, crea en mí un corazón puro»

              Si al mirar nuestro propio corazón nos damos cuenta que de él manan tantos malos deseos y acciones egoístas, no debemos desesperar. Con sinceridad debemos reconocer nuestra pequeñez y nuestra fragilidad ante Dios y rezar con fe: «¡Oh Dios!, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme» (Salmo 50,12).

Nuestra Señora del Sagrado Corazón
           Al reconocimiento de la propia pequeñez, debe seguir la oración y el anhelo. Y junto con el anhelo la decisión interior –el compromiso- de acercarnos a la palabra de Dios, de aprender a leerla, aprender a gustarla. Dejarnos tocar por ella, dejar que ella habite en nuestro interior y así llenar nuestro corazón con la palabra de Dios, con Jesús mismo. «Reciban con docilidad la Palabra sembrada en ustedes, que es capaz de salvarlos» (Sant 1,21) nos dice el apóstol Santiago en su carta.

            “La palabra de Jesús no es solamente palabra, sino  Él mismo. Y su palabra es la verdad y es el amor” que nos purifican porque nos regalan “el don del encuentro con Dios”[1]. Sí, lo que purifica nuestro corazón es el encuentro personal con Jesucristo, la relación con Él, la amistad con Él.

            Que María, quien guardaba todas las palabras y gestos de Jesús en su corazón (cf. Lc 2,19. 51), nos ayude y eduque nuestro interior para acoger con sinceridad y esperanza la Palabra de Dios que purifica nuestro corazón. Amén.
           





[1] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección (Ediciones Encuentro S.A., Madrid 2011), pág. 76s. 

martes, 4 de agosto de 2015

¿Por qué buscamos a Jesús?

¿Por qué buscamos a Jesús?

Domingo XVIII del Tiempo ordinario – Ciclo B

“Ustedes me buscan, no porque vieron signos…”

¿Por qué busco a Jesús? Seamos sinceros con nosotros mismos. A veces buscamos a Jesús porque no nos “sentimos” bien, porque estamos decaídos, desganados o bajoneados, y queremos que Él nos consuele y nos haga sentir mejor.

Otras veces buscamos a Jesús porque queremos que Él “resuelva” un problema nuestro. Queremos que Él nos quite un defecto, que nos ayude en una relación, que sane una enfermedad o que nos ayude a pasar un examen, o a conseguir trabajo o dinero.

Buscamos a Jesús para recibir sus favores, sus consuelos… Para saciar nuestros deseos, los deseos de nuestro propio yo: “Les aseguro que ustedes me buscan, no porque vieron signos, sino porque han comido hasta saciarse” (Jn 6,26).

Es cierto que necesitamos que Jesús nos levante el ánimo, necesitamos que nos ayude a resolver nuestros problemas personales, familiares y laborales. Necesitamos que Él nos acompañe. Pero muchas veces sucede que una vez que Jesús ha respondido a nuestras necesidades, tendemos a olvidarnos de Él, y, a pesar de que hemos saciado algunas necesidades básicas, seguimos sintiendo hambre de algo más.

En el texto evangélico que hemos escuchado (Jn 6, 24-35) “se contraponen el «comer pan hasta saciarse» y el «ver signos». Son dos puntos de partida radicalmente distintos para una búsqueda de Jesús, que señalan caminos divergentes, que conducen a muy diversos resultados. «Ver signos» significaría la recta comprensión del milagro del pan, en el que no hay que quedarse sino que, siguiendo su indicación, hay que llegar a la fe en Jesús. Por el contrario, «comer pan hasta saciarse» significa la permanencia superficial en la saciedad inmediata.”[1]

“Trabajen, no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna, el que les dará el Hijo del hombre…”

            Jesús nos invita a buscarlo –y en ese sentido a trabajar por un alimento que permanece- no para saciarnos con realidades o cosas perecederas… No nos quedemos en los consuelos y sentimientos momentáneos. No nos saciemos con lo superficial, con lo inmediato. El saciarnos, el contentarnos con lo superficial puede apagar nuestra hambre de amor y de sentido para nuestra vida.[2]

           
        Jesús nos invita a buscarlo para recibir de Él el alimento que permanece hasta la Vida eterna.

            ¿Y cómo buscarlo? ¿En qué consiste el “trabajo” de buscarlo, el “trabajo” que debemos realizar? ¿Cuál es la “obra de Dios”? “La obra de Dios es que ustedes crean en Aquél que Él ha enviado” (Jn 6,29). Se trata de entrar en relación con Él, en amistad con Jesús; se trata de creer en Él y en su amor incondicionado por cada uno de nosotros.[3]

            Comprendemos entonces por qué Jesús se presenta a sí mismo como “pan de la vida” (Jn 6,35), porque es Él quien nos regala vida verdadera, porque “la vida en su verdadero sentido no la tiene uno solamente para sí, ni tampoco por sí mismo: es una relación.”[4]  

            Lo que realmente nos alimenta y permanece hasta la Vida eterna es la relación con Jesús, la amistad con Jesús. Es más, la amistad con Jesús en esta vida es inicio de la Vida eterna. Cuando vivimos con Él y como Él, entonces saciamos nuestra hambre de amor y nuestra sed de sentido; y esta relación sustenta nuestra vida.

            Que María, Madre de la ternura, nos ayude a buscar a Jesús para entrar en una relación viva y cálida con Él, una relación que nos regala vida en abundancia (cf. Jn 10,10). Amén.



[1] J. BLANK, El Evangelio según San Juan. Tomo 1a (Editorial Herder, Barcelona 1991), 383.
[2] Cf. PAPA FRANCISCO, Discurso en el encuentro con los jóvenes en la Costanera, domingo 12 de julio de 2015: “Jesús no dice felices los que lo pasan bien sino que dice felices los que tienen capacidad de afligirse por el dolor de los demás.”
[3] Cf. BENEDICTO XVI, Carta encíclica Spe Salvi sobre la Esperanza cristiana, 26: “No es la ciencia la que redime al hombre. El hombre es redimido por el amor. (…) El ser humano necesita un amor incondiciondo. (…) Si existe este amor absoluto con su certeza absoluta, entonces –sólo entonces- el hombre es “redimido”, suceda lo que suceda en su caso particular.”
[4] BENEDICTO XVI, Carta encíclica Spe Salvi sobre la Esperanza cristiana, 27.