Discipulado: intimidad y
seguimiento
Domingo 12° durante el año
– Ciclo C
Queridos hermanos y
hermanas:
En el evangelio de este domingo (Lc 9, 18-24) vemos un momento de intimidad entre Jesús y Dios; momento
de intimidad del cual son testigos sus discípulos: «Jesús oraba a solas y sus discípulos estaban con él» (Lc 9,18a).
La intimidad con Jesús
Jesús ora a solas con Dios: está en ese diálogo íntimo y
personal con su Padre. Imaginemos la escena: tal vez está sentado en actitud
orante, o de rodillas, entregado a la meditación, entregado completamente a esa
intimidad con Dios. Dios es su ocupación predilecta y Él es ocupación predilecta
de Dios.
¿Qué habrán experimentado sus discípulos al verlo orar?
¿Al sentir su oración, su intimidad con Dios? Sabemos, por otro pasaje del evangelio según san Lucas, que uno de
sus discípulos en cierta ocasión le pidió: «Señor,
enséñanos a orar» (Lc 11,1).
Enséñanos esa intimidad con Dios, enséñanos esa intimidad contigo.
De hecho, es en este momento de intimidad en que Jesús hace
una pregunta fundamental a sus discípulos: «Pero
ustedes –les preguntó-, ¿quién dicen que soy yo?» (Lc 9,20a). Esta pregunta fundamental va precedida por otra, similar
pero totalmente distinta: «¿Quién dice la
gente que soy yo?» (Lc 9,18b).
El cuestionamiento es el mismo, pero el contexto es muy distinto.
En el primer caso Jesús pregunta qué dice la “gente” sobre Él, aquellos que no
conocen esta intimidad de Jesús; aquellos que lo siguen de lejos, tal vez más
por los milagros que por convicción personal. Ellos responden: «Unos dicen que eres Juan el Bautista;
otros, Elías; y otros, alguno de los antiguos profetas que han resucitado» (Lc 9,19). La respuesta de la gente sitúa
a Jesús en el plano de un personaje más en la historia religiosa judía.
Sin embargo, Jesús insiste en el cuestionamiento, pero
cambia el contexto, lo personaliza: «Pero
ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy yo?» (Lc 9,20a). Ustedes, que participan de mi intimidad con el Padre: «¿quién dicen que soy yo?». Ustedes, a
quienes llamo amigos y ya no siervos (cf. Jn
15,15): «¿quién dicen que soy yo?».
Sí, el contexto de la pregunta ha cambiado, y por ello la
respuesta también ha cambiado: «Pedro,
tomando la palabra, respondió: “Tú eres el Mesías de Dios”» (Lc 9,20b). Pedro ya no ubica a Jesús en
el plano de la historia religiosa judía como un profeta más. Da un paso más: lo
reconoce como Mesías de Dios, como Ungido, como lleno del Espíritu del Señor.
Lo reconoce como aquel que ha sido ungido «para
anunciar a los pobres la Buena Nueva, para proclamar la liberación a los
cautivos y la vista a los ciegos, para darle la libertad a los oprimidos y
proclamar un año de gracia del Señor» (Lc
4, 18-19).
Solo quien vive en esa intimidad personal con Jesús puede
reconocerlo y experimentarlo como Mesías de Dios y así dar testimonio de Él. Lo
que nos hace cristianos, lo que nos hace discípulos de Jesús, no es el escuchar
alguna vez algo sobre Él; no es el escuchar una charla o una homilía y luego
dejarla pasar; sino, el encontrarnos con Él en nuestra vida cotidiana, el
buscar su presencia en nuestra vida
personal y comunitaria, y descubrirla a la luz de la fe. El encuentro con Él y
el experimentar su misericordia es lo que nos hace cristianos y por eso
discípulos de Él.
El seguimiento de Jesús
Sin embargo, esta intimidad con Jesús no debe volverse “intimismo
egoísta” o “aislamiento cómodo”. “El aislamiento (…) puede encontrar en lo
religioso una forma de consumismo espiritual a la medida de su individualismo
enfermizo”.[1]
Es decir, no debemos reducir el encuentro íntimo con Jesús a momentos de “consumismo
espiritual” donde sólo nos ocupamos de nosotros mismos, de sentirnos bien sin
comprometernos con los demás, sin compartir con los que nos rodean lo que Jesús
nos ha regalado.
Jesús es consciente de este peligro y por ello tiene que
aclarar a Pedro en qué consiste su ser Mesías: «El Hijo del hombre debe sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos,
los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muerte y resucitar al
tercer día» (Lc 9,22).
Encontrarnos con Jesús, es encontrarnos con su Misterio Pascual: con su pasión, muerte
y resurrección. Allí lo encontramos como esa «fuente abierta para lavar el pecado y la impureza» (cf. Zac 13,1); allí lo encontramos como
fuente que puede saciar nuestra sed de Dios (cf. Sal 62).
Y por eso, ser discípulo de Jesús es compartir su
intimidad pero también seguirlo en su camino pascual: «El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, que cargue con su
cruz cada día y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el
que pierda su vida por mí, la salvará» (Lc
9,23-24).
Sí, ambas cosas necesitamos cultivar para vivir como
discípulos de Jesús: esa intimidad personal con Él que nos regala una experiencia
desde la cual vivimos día a día; y ese seguirle a Él en nuestra vida cotidiana
renunciando a nosotros mismos, a nuestros criterios e ideas, perdernos en Él
para encontrarnos en Él.
Al finalizar nuestra meditación a partir de este
evangelio, podríamos preguntarnos:
¿Qué momentos de
intimidad cultivo con Jesús?
¿Qué gestos de
seguimiento he asumido por Jesús?
Solo entonces, luego de esta experiencia plena –intimidad
y seguimiento-, estaremos en condiciones de responder a Jesús de forma
auténtica y personal quién es Él para cada uno de nosotros y así testimoniarlo
con nuestra vida.
Que María, Madre y
Educadora de los discípulos de Jesús, nos regale un conocimiento vital de
Cristo[2],
un encuentro siempre nuevo con Él. Amén.