Solemnidad de la Natividad
del Señor – 2016
Misa del día de Navidad
Un niño nos ha nacido, un
hijo se nos ha dado
Queridos hermanos y
hermanas:
Con esta eucaristía dominical celebramos la Solemnidad de la Natividad del Señor;
celebramos el hecho de que «un niño nos
ha nacido, un hijo se nos ha dado» (Is
9,5). El niño que nos ha nacido es el niño de María, «un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre»
(Lc 2,12). El hijo que se nos ha dado
es el Hijo de Dios, «que está en el seno
del Padre» (Jn 1,18).
¿Qué celebramos en la
Navidad?
Al aplicar las palabras del profeta Isaías al nacimiento
de Jesús en Belén, tomamos conciencia de lo que celebramos en la Navidad: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha
dado».
Por un lado, «un
niño nos ha nacido»; es decir, Dios se nos regala en este pequeño, frágil y
necesitado niño recién nacido. “Precisamente así Dios se ha hecho realmente “Enmanuel”,
Dios-con-nosotros, de quien no nos separa ninguna barrera de excelencia o
lejanía: siendo niño se ha hecho tan cercano que podemos hablarle
tranquilamente de tú y acceder directamente a su corazón infantil”.[1]
Siendo niño se ha hecho tan cercano. Sí. La cercanía de
Dios en este Niño es lo que celebramos en la Navidad. Parte del gran misterio
de la Navidad consiste en que Dios, a quien «nadie
ha visto jamás» (Jn 1,18), se
muestra ahora como niño.
Pero debemos ahondar en nuestra meditación, en nuestra
oración y reflexión. ¿Qué significa que Dios se nos da como niño? No podemos
quedarnos en el sentimentalismo momentáneo. El sentimiento de ternura que nos
embarga en estos días de Navidad, debe volverse admiración y contemplación de
este Dios que se hace Niño y nace para nosotros.
Sin embargo, el nacimiento de Jesús en Belén, su
manifestarse como «un niño recién nacido
envuelto en pañales y acostado en un pesebre»; corrige nuestra imagen de
Dios. Sin dudas que Dios es un Dios todo poderoso y majestuoso. Dios es Dios, y
no hay otro Dios fuera de Él (cf. Is
45,5). Sin embargo, el misterio de la
Navidad nos muestra en qué consisten su poder y majestad.
El poder de Dios consiste en su capacidad de renunciar al
poder; en su capacidad de asumir la fragilidad, pequeñez y necesidad humanas.
La majestad de Dios consiste en su capacidad de sencillez y humildad. Como lo
expresa la Carta a los Hebreos, Jesús
«es el resplandor de su gloria», de
la gloria de Dios (Heb 1,3). Sí, en
el pequeño Niño resplandece la gloria de Dios.
Por lo tanto, podemos acercarnos con confianza a Dios. Él
se ha acercado a nosotros con entera confianza. Tanto confía Dios en nosotros,
en la humanidad, que como niño se pone en manos de dos humanos: María y José.
Tanto confía Dios en la humanidad, que como niño se pone en nuestras manos. Él
se hace pequeño, frágil y necesitado, para que nosotros podamos hacernos ante
Él, pequeños, frágiles y necesitados.
“En
el Niño Jesús se evidencia al máximo el amor indefenso de Dios: Él viene sin
armas, porque no pretende conquistar desde fuera sino ganar y transformar desde
dentro.”[2]
No en vano dice Jesús: «Les aseguro que
si ustedes no cambian y no se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los
Cielos» (Mt 18,3).
Un hijo se nos ha dado
Y este Niño recién nacido es «el Dios Hijo único, que está en el seno del Padre» (Jn 1,18). El misterio de la Navidad,
alcanza toda su plenitud cuando comprendemos que el Niño nacido en Belén es el
mismo del cual dice el evangelista Juan: «Al
principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra
era Dios» (Jn 1,1).
«Un hijo se nos ha
dado» para que aprendamos nosotros mismos a ser hijos de Dios. “No
olvidemos que el máximo título de Jesucristo es el de “Hijo”, Hijo de Dios. La
dignidad divina viene indicada con un término que presenta a Jesús como el niño
perenne. Su condición de niño corresponde de manera única a su divinidad, que
es la divinidad del “Hijo”. Por eso ahí hallamos una indicación de cómo llegar
hasta Dios, a ser divinizados.”[3]
De eso se trata la Navidad. Recibir al Niño para hacernos
niños y así llegar a ser hijos. Ambas cosas van unidas: la filialidad y la
filiación divina. Por eso, el hermoso y profundo prólogo del Evangelio según san Juan dice: «La Palabra era la luz verdadera que, al
venir a este mundo, ilumina a todo hombre… …a todos los que la recibieron, a
los que creen en su nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios.
Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del
hombre, sino que fueron engendrados por Dios» (Jn 1, 9. 12-13).
Cada vez que con Jesús nos hacemos niños, llegamos a ser
plenamente hijos de Dios con Cristo. Este es el misterio de la Navidad, este es
el camino del cristiano: hacerse niño para llegar a ser plenamente hijo. Este
es el corazón de la celebración navideña. No lo olvidemos.
Ante el pesebre volvamos a mirar con los ojos y el
corazón a este Niño que nos ha nacido, a este Hijo que se nos ha dado. Volvamos
a hacernos niños ante Él para llegar a ser hijos de Dios con Él. Entonces
habremos comprendido el misterio de la Navidad, entonces lo habremos celebrado
y vivido.
Ante María, Madre
del Niño, nos ponemos con nuestras propias pequeñeces, fragilidades y
necesidades, para que Ella nos eduque; para que Ella nos envuelva en los
pañales de la ternura y nos recueste en el pesebre de la misericordia de Dios.
Que por su intercesión nos transformemos desde dentro en niños e hijos. Amén.
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