Domingo 10° durante el año
– Ciclo B
Mc
3, 20 – 35
«¿Quién es mi madre y
quiénes son mis hermanos?»
Queridos hermanos y
hermanas:
En el Evangelio
de hoy (Mc 3, 20 – 35) vemos que ya
desde el inicio de su ministerio público Jesús experimenta la incomprensión e
incluso la oposición de sus parientes y de los referentes religiosos de su
pueblo. Sus familiares dicen: «Es un
exaltado» (Mc 3, 21), y los
escribas de Jerusalén: «Está poseído por
Belzebul y expulsa a los demonios por el poder del Príncipe de los demonios»
(Mc 3, 22).
¿De dónde nace esta incomprensión que puede llegar
incluso a ser oposición?
«El que blasfeme contra el
Espíritu Santo, no tendrá perdón»
Si seguimos el diálogo entre Jesús y los escribas veremos
que el Señor responde a la acusación de estar poseído por el Príncipe de los
demonios con una comparación y luego expone una conclusión a partir de la misma.
En la comparación dice: «¿Cómo Satanás va a expulsar a Satanás? Un reino donde hay luchas
internas no puede subsistir. Y una familia dividida tampoco puede subsistir.
Por lo tanto, si Satanás se dividió, levantándose contra sí mismo, ya no puede
subsistir, sino que ha llegado a su fin.» (Mc
3, 23 – 26).
Sin embargo, en
aquel tiempo –al igual que en el nuestro-, abundaban signos de la presencia del
espíritu maligno: el pecado, el egoísmo, la indiferencia, el rencor, la
búsqueda enfermiza de placer y de poder, y la cerrazón del corazón a Dios y al
prójimo. Satanás no se dividió, ni se levantó contra sí mismo llegando a su
fin.
Lo que pone fin al Maligno, a su obra e influencia, es la
presencia y acción del Espíritu de Dios en Jesucristo. Porque Jesús es el
Ungido de Dios, el Cristo. Tal como lo señala el mismo Jesús en el pasaje de la
predicación en la sinagoga de Nazaret. Luego de leer las palabras del profeta
Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre
mí, porque me ha consagrado por la unción. Él me envió a llevar la Buena
Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los
ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del
Señor» (Lc 4, 18 – 19); Jesús
dijo a los presentes: «Hoy se ha cumplido
este pasaje de la Escritura que acaban de oír» (Lc 4, 21).
En Jesús se cumplen plenamente las Escrituras. El Espíritu de Dios está en Él y por eso anuncia la
Buena Noticia, libera a los cautivos, da la vista a los ciegos, redime a los
oprimidos y proclama la gracia de Dios a todos. Sin embargo, los escribas –estudiosos
y conocedores de la Sagrada Escritura-
no logran ver este cumplimiento en Jesús, no reconocer la acción del Espíritu a
través de Él. De allí la dura conclusión y advertencia de Jesús: «El que blasfeme contra el Espíritu Santo,
no tendrá perdón jamás: es culpable de pecado para siempre» (Mc 3, 29).
Discernir la presencia y
acción del Espíritu
En este
contexto blasfemar contra el Espíritu Santo equivale a no reconocer su presencia
y acción en la vida cotidiana. Y al no reconocer su presencia y acción en el
día a día nos cerramos a su actuar en nosotros y en los demás. Por esa razón el
que blasfema contra el Espíritu no tiene perdón, pues él mismo se cierra a la
acción divina.
Podríamos decir que los escribas de aquel tiempo no
supieron discernir la presencia y acción del Espíritu de Dios en Jesús y por
eso se negaron a reconocer las obras que Dios hacía a través de Él
atribuyéndolas al Maligno.
Lo mismo nos puede pasar a nosotros. También nosotros
podemos caer en la tentación de no reconocer la acción de Jesucristo en los
demás y pretender apropiarnos de la gracia de Dios y encerrar al Espíritu Santo
en nuestras ideas y criterios. Cuando actuamos así pretendemos mover y orientar
nosotros al Espíritu de Dios. Pero en realidad el Espíritu Santo es el alma de
nuestra alma[1]
y no al revés.
¿Cómo evitar caer en esta tentación? ¡Qué pregunta!
Trataré de esbozar el inicio de una respuesta. En primer lugar debemos tener la
convicción de base de que Dios actúa y guía la historia humana y la vida de las
personas. A través de Cristo Dios está presente y actúa en nuestro mundo. Por
lo tanto se trata de discernir con humildad y con fe la presencia y acción del
Espíritu en nuestra vida y la vida de los demás.
La fe consiste no sólo en creer en Jesús, sino también en
“creer que es verdad que nos ama, que vive, que es capaz de intervenir
misteriosamente, que no nos abandona, que saca bien del mal con su poder y con su
infinita creatividad.”[2]
¿Está viva en mí esta dimensión de la fe? ¿Creo que
Cristo Resucitado sigue vivo y actuante hoy?
Y junto con la convicción de la presencia y acción de
Cristo, debemos aprender a discernir si nuestras acciones y las de los demás
son inspiradas por su Espíritu o por el espíritu mundano. Ante eso podemos
preguntarnos en oración: ¿Lo que voy a realizar o he realizado, es acorde a la
integridad de mi personalidad? ¿Es acorde a las normas éticas? ¿Concuerda con
una imagen sana y auténtica de Dios? Y finalmente, ¿en lo que voy a realizar o
he realizado, puedo creer que obra la gracia de Dios?[3]
Todo esto es fruto de la humildad y la perseverancia en
la oración, en el diálogo sincero con Dios. Se trata de un camino. Si queremos
seguir a Jesús tenemos que aprender a “percibir y discernir la voz divina en
medio de nuestras voces interiores.”[4]
«¿Quién
es mi madre y quiénes son mis hermanos?»
Pentecostés. Detalle. Capilla en la sede del Obispado. Tenerife, España. 2010. |
Discernir la presencia y acción del Espíritu Santo nos
fortalece y «por eso, no nos desanimamos:
aunque nuestro hombre exterior se vaya destruyendo, nuestro hombre interior se
va renovando día a día» (2 Cor 4,
16).
Finalmente, discernir la presencia y acción del Espíritu
Santo nos lleva a dejarnos guiar por Él, seguir sus mociones –internas y
externas- y así cumplir en nuestra vida la voluntad de Dios, lo cual nos une
íntimamente a Jesús, ya que Él mismo, mirando a sus discípulos –su nueva
familia que es la Iglesia-, dijo: «el que
hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mc 3, 35).
A María, Madre de
Jesús y de los discípulos, le pedimos que nos eduque con paciencia y
ternura para que aprendamos a discernir la presencia y acción del Espíritu
Santo en nuestra vida para que nuestra existencia se transforme en “un
continuado y perpetuo sí a los deseos y al querer del eterno Padre Dios. Amén.”[5]
[1]
Cf. P. JOSÉ KENTENICH, Hacia el Padre,
639.
[2]
PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium,
278.
[3]
Cf. H. KING, El Dios de la vida. Huellas
religiosas en los procesos psíquicos (Editorial Patris Argentina, Córdoba –
Argentina 2003), 56s.
[4] H.
KING, El Dios de la vida…, 56.
[5] P.
JOSÉ KENTENICH, Hacia el Padre, 639.
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