Meditación en el Sábado
Santo 2020 – Monte Sion, Schönstatt
P.
Oscar Iván Saldívar F.
Queridos hermanos y hermanas:
El fragmento de la “antigua
Homilía sobre el santo y grandioso Sábado” que acabamos de escuchar inicia
diciendo:
“¿Qué
es lo que pasa? Un gran silencio se cierne hoy sobre la tierra; un gran
silencio y una gran soledad.”
Los gestos y las acciones litúrgicas que hemos vivido
desde el inicio del Triduo Pascual
quieren comunicarnos de alguna manera esa experiencia, esa vivencia. “Un gran
silencio y una gran soledad.”
Podríamos decir que el “gran silencio” ha iniciado al
final de la celebración de la Misa
vespertina de la Cena del Señor. Luego de recordar el lavatorio de los pies
y de celebrar la Eucaristía del Señor,
nos retiramos en silencio, para luego, en silencio nuevamente, reunirnos para
la Celebración de la Pasión del Señor.
Es cierto que múltiples situaciones globales, familiares
y personales han querido irrumpir en este gran silencio. Pero aún en medio de
estos múltiples sonidos y ruidos permanece el gran silencio. Aquel que el
prólogo del Evangelio según san Juan
designa como la Palabra que existía al principio, que estaba junto a Dios y que
era Dios (cf. Jn 1,1), ha callado. La
Palabra entró en el silencio de la muerte. Y entrando en ese silencio, solicita
también nuestro propio silencio.
Como hombres consagrados sabemos que la práctica del
silencio exterior quiere favorecer ese silencio interior. Como hombres consagrados,
a inicios del siglo XXI, sabemos cuánto cuesta precisamente ese silencio
interior. Nuestro corazón, solicitado por tantas cosas, por tantos estímulos,
por tantas informaciones, por tantas imágenes, sonidos y conexiones, ya no
conoce el camino hacia el silencio. Y sin embargo lo anhela.
En estos días del Triduo
Pascual; en estos días de vida familiar poco habitual; en estos días de
cuarentena; la Palabra nos invita a adentrarnos en el gran silencio.
Si observamos –con mirada retrospectiva- los
acontecimientos globales, familiares y personales del último tiempo, sin duda
que nos sentiremos interpelados a adentrarnos en el gran silencio de la Palabra
encarnada que padeció y murió.
La sobreabundancia de estímulos y ruidos, el
desvalimiento del propio corazón y el anhelo de sentido, nos puede llevar a “recuperar
el valor del silencio”[1]
para meditar lo que en su elocuente silencio nos dice la Palabra.
Un gran silencio se cierne hoy sobre la tierra; un gran
silencio se cierne hoy sobre nosotros. ¿Qué descubro en ese silencio al que me
introduce hoy la Palabra que “se ha dormido y ha despertado a
los que dormían hace siglos”? ¿Qué cosas, qué realidades –que
sentimientos, pensamientos y recuerdos- se despiertan en medio del gran
silencio?
“¿Qué
es lo que pasa? Un gran silencio se cierne hoy sobre la tierra; un gran
silencio y una gran soledad.”
También
la experiencia de soledad quiere ser comunicada por la Liturgia. En especial con el gesto de cubrir las imágenes sagradas
en los templos y con la acción de retirar el Santísimo Sacramento del sagrario. Ante las puertas abiertas del
sagrario vacio el creyente experimenta la gran soledad. Si no está en el
sagrario, ¿dónde encontrar a aquel que nos dijo «yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20)? ¿Acaso tendremos que preguntarnos
con el salmista: «¿Se ha agotado ya su
misericordia, se ha terminado para siempre su promesa?» (Salmo 76[77], 9).
“¿Qué
es lo que pasa? Un gran silencio se cierne hoy sobre la tierra; un gran
silencio y una gran soledad.”
Este maravilloso texto continúa hablándonos con imágenes
y con ellas describe lo que confesamos en el Símbolo de los Apóstoles sobre Jesucristo, Nuestro Señor:
“descendió a los infiernos”. Es decir, descendió –por decirlo de alguna manera-
al sheol, nombre “con el que los
hebreos designaban el estado de ultratumba”[2].
Por lo tanto, la frase en su sentido originario significa simple y
profundamente que Jesús murió.[3]
Así, con las imágenes de la antigua homilía y la palabra
del Símbolo de los Apóstoles, se nos
presenta el desafío de hablar sobre una realidad de la cual no tenemos
experiencia directa: la muerte. Y sin embargo, intuimos con docta ignorancia
que la muerte es silencio y soledad. El lugar, el estado, donde aparentemente
ya no puede llegar el sonido de las palabras humanas ni la calidez de la
compañía.
Lo comprendemos ahora. La Liturgia quiere ayudarnos a pre-gustar la muerte a través del
silencio y la soledad. Pero, ¿por qué quiere la Liturgia que pre-gustemos la
muerte? ¿Hay acaso algo extraño o enfermizo en todo esto?
En realidad la Liturgia,
antes que pre-gustar nuestra propia muerte -parte inherente de nuestra
condición humana- quiere que hagamos memoria de que hay alguien que ha gustado
la muerte antes que nosotros y en favor de nosotros y de los hombres de todo
tiempo y lugar: Jesucristo.
Jesucristo se nos presenta hoy como aquel que ha entrado
en el silencio y la soledad de la muerte para realizar como buen Pastor el
camino que todos nosotros realizaremos alguna vez. “La liturgia aplica las
palabras del Salmo 23 [24] a la bajada de Jesús en la noche de la muerte:
“¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas.” Las
puertas de la muerte están cerradas, nadie puede volver atrás desde allí. No
hay una llave para estas puertas de hierro. Cristo, en cambio, tiene esta
llave. Su Cruz abre las puertas de la muerte, las puertas irrevocables. Éstas
ahora ya no son insuperables. Su Cruz, la radicalidad de su amor es la llave
que abre estas puertas. El amor de Cristo que, siendo Dios, se ha hecho hombre
para poder morir; este amor tiene la fuerza para abrir las puertas. Este amor
es más fuerte que la muerte.”[4]
Sí, Jesucristo ha descendido al gran silencio y la gran
soledad que es la muerte. Y desde que él descendió a los infiernos, todo gran
silencio está en realidad habitado por una Palabra de amor y toda soledad es
Presencia de amor y consolación.
Verdaderamente Jesucristo ha recorrido todo el camino
humano. Y también nosotros debemos recorrerlo. Volvamos a la dimensión
pedagógica y existencial de la Liturgia.
Mater Dolorosa, Madre del silencio y la soledad. |
Y
en esa no satisfacción, en ese no saciarse, se abre el espacio, se abre la
puerta luminosa por la que entra el Señor que ha descendido a nuestro silencio
y soledad para tomarnos de la mano y decirnos: “Despierta, tú
que duermes; porque yo no te he creado para que estuvieras preso en la región
de los muertos. Levántate de entre los muertos; yo soy la vida de los que han
muerto. Levántate obra de mis manos; levántate, mi efigie, tú que has sido
creado a imagen mía. Levántate, salgamos de aquí; porque tú en mí y yo en ti
somos una sola cosa.”
Sólo
aceptando el descenso al silencio y la soledad podremos ser rescatados y
salvados por Jesús; sólo entonces su Pascua
se habrá hecho Pascua en nuestra existencia; y entonces, ante cada situación de
silencio y soledad podremos renovar nuestra esperanza –y con ello nuestra fe y
amor- diciendo: «Me enseñarás el sendero
de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu
derecha» (Salmo 15 [16], 11).
Con María, Madre del silencio y la soledad, nos
adentramos en este santo y grandioso Sábado, nos adentramos en nuestros
silencios y soledades, esperando anhelantes a Aquel que desciende hasta
nosotros para hacerse hermano y llevarnos al Monte luminoso de la vida plena.
Amén.
[1]
PAPA FRANCISCO, Misericordiae Vultus,
13.
[3]
Cf. Ibídem
[4]
BENEDICTO XVI, Vigilia Pascual en la
Noche Santa, sábado 7 de abril de 2007.
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