La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

sábado, 11 de abril de 2020

Meditación en el Sábado Santo 2020


Meditación en el Sábado Santo 2020 – Monte Sion, Schönstatt

P. Oscar Iván Saldívar F.

Queridos hermanos y hermanas:

            El fragmento de la “antigua Homilía sobre el santo y grandioso Sábado” que acabamos de escuchar inicia diciendo:

“¿Qué es lo que pasa? Un gran silencio se cierne hoy sobre la tierra; un gran silencio y una gran soledad.”

            Los gestos y las acciones litúrgicas que hemos vivido desde el inicio del Triduo Pascual quieren comunicarnos de alguna manera esa experiencia, esa vivencia. “Un gran silencio y una gran soledad.”

            Podríamos decir que el “gran silencio” ha iniciado al final de la celebración de la Misa vespertina de la Cena del Señor. Luego de recordar el lavatorio de los pies y de celebrar la Eucaristía del Señor, nos retiramos en silencio, para luego, en silencio nuevamente, reunirnos para la Celebración de la Pasión del Señor.

            Es cierto que múltiples situaciones globales, familiares y personales han querido irrumpir en este gran silencio. Pero aún en medio de estos múltiples sonidos y ruidos permanece el gran silencio. Aquel que el prólogo del Evangelio según san Juan designa como la Palabra que existía al principio, que estaba junto a Dios y que era Dios (cf. Jn 1,1), ha callado. La Palabra entró en el silencio de la muerte. Y entrando en ese silencio, solicita también nuestro propio silencio.

            Como hombres consagrados sabemos que la práctica del silencio exterior quiere favorecer ese silencio interior. Como hombres consagrados, a inicios del siglo XXI, sabemos cuánto cuesta precisamente ese silencio interior. Nuestro corazón, solicitado por tantas cosas, por tantos estímulos, por tantas informaciones, por tantas imágenes, sonidos y conexiones, ya no conoce el camino hacia el silencio. Y sin embargo lo anhela.

            En estos días del Triduo Pascual; en estos días de vida familiar poco habitual; en estos días de cuarentena; la Palabra nos invita a adentrarnos en el gran silencio.

            Si observamos –con mirada retrospectiva- los acontecimientos globales, familiares y personales del último tiempo, sin duda que nos sentiremos interpelados a adentrarnos en el gran silencio de la Palabra encarnada que padeció y murió.

            La sobreabundancia de estímulos y ruidos, el desvalimiento del propio corazón y el anhelo de sentido, nos puede llevar a “recuperar el valor del silencio”[1] para meditar lo que en su elocuente silencio nos dice la Palabra.

            Un gran silencio se cierne hoy sobre la tierra; un gran silencio se cierne hoy sobre nosotros. ¿Qué descubro en ese silencio al que me introduce hoy la Palabra que “se ha dormido y ha despertado a los que dormían hace siglos”? ¿Qué cosas, qué realidades –que sentimientos, pensamientos y recuerdos- se despiertan en medio del gran silencio?

“¿Qué es lo que pasa? Un gran silencio se cierne hoy sobre la tierra; un gran silencio y una gran soledad.”

También la experiencia de soledad quiere ser comunicada por la Liturgia. En especial con el gesto de cubrir las imágenes sagradas en los templos y con la acción de retirar el Santísimo Sacramento del sagrario. Ante las puertas abiertas del sagrario vacio el creyente experimenta la gran soledad. Si no está en el sagrario, ¿dónde encontrar a aquel que nos dijo «yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20)? ¿Acaso tendremos que preguntarnos con el salmista: «¿Se ha agotado ya su misericordia, se ha terminado para siempre su promesa?» (Salmo 76[77], 9).

“¿Qué es lo que pasa? Un gran silencio se cierne hoy sobre la tierra; un gran silencio y una gran soledad.”

            Este maravilloso texto continúa hablándonos con imágenes y con ellas describe lo que confesamos en el Símbolo de los Apóstoles sobre Jesucristo, Nuestro Señor: “descendió a los infiernos”. Es decir, descendió –por decirlo de alguna manera- al sheol, nombre “con el que los hebreos designaban el estado de ultratumba”[2]. Por lo tanto, la frase en su sentido originario significa simple y profundamente que Jesús murió.[3]

            Así, con las imágenes de la antigua homilía y la palabra del Símbolo de los Apóstoles, se nos presenta el desafío de hablar sobre una realidad de la cual no tenemos experiencia directa: la muerte. Y sin embargo, intuimos con docta ignorancia que la muerte es silencio y soledad. El lugar, el estado, donde aparentemente ya no puede llegar el sonido de las palabras humanas ni la calidez de la compañía.

            Lo comprendemos ahora. La Liturgia quiere ayudarnos a pre-gustar la muerte a través del silencio y la soledad. Pero, ¿por qué quiere la Liturgia  que pre-gustemos la muerte? ¿Hay acaso algo extraño o enfermizo en todo esto?

            En realidad la Liturgia, antes que pre-gustar nuestra propia muerte -parte inherente de nuestra condición humana- quiere que hagamos memoria de que hay alguien que ha gustado la muerte antes que nosotros y en favor de nosotros y de los hombres de todo tiempo y lugar: Jesucristo.

            Jesucristo se nos presenta hoy como aquel que ha entrado en el silencio y la soledad de la muerte para realizar como buen Pastor el camino que todos nosotros realizaremos alguna vez. “La liturgia aplica las palabras del Salmo 23 [24] a la bajada de Jesús en la noche de la muerte: “¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas.” Las puertas de la muerte están cerradas, nadie puede volver atrás desde allí. No hay una llave para estas puertas de hierro. Cristo, en cambio, tiene esta llave. Su Cruz abre las puertas de la muerte, las puertas irrevocables. Éstas ahora ya no son insuperables. Su Cruz, la radicalidad de su amor es la llave que abre estas puertas. El amor de Cristo que, siendo Dios, se ha hecho hombre para poder morir; este amor tiene la fuerza para abrir las puertas. Este amor es más fuerte que la muerte.”[4]

            Sí, Jesucristo ha descendido al gran silencio y la gran soledad que es la muerte. Y desde que él descendió a los infiernos, todo gran silencio está en realidad habitado por una Palabra de amor y toda soledad es Presencia de amor y consolación.

            Verdaderamente Jesucristo ha recorrido todo el camino humano. Y también nosotros debemos recorrerlo. Volvamos a la dimensión pedagógica y existencial de la Liturgia.

           
Mater Dolorosa,
Madre del silencio y la soledad.
Habiendo hecho memoria del descenso del Señor a los infiernos, debemos nosotros mismos animarnos descender a nuestros silencios y soledades. Debemos nosotros mismos animarnos a descender a los silencios y soledades de nuestros hermanos. Porque allí, donde la sola palabra humana no basta, donde la compañía no puede penetrar la íntima soledad de cada hombre, experimentamos que «los dioses y señores de la tierra no me satisfacen» (Salmo 15 [16], 3).

Y en esa no satisfacción, en ese no saciarse, se abre el espacio, se abre la puerta luminosa por la que entra el Señor que ha descendido a nuestro silencio y soledad para tomarnos de la mano y decirnos: “Despierta, tú que duermes; porque yo no te he creado para que estuvieras preso en la región de los muertos. Levántate de entre los muertos; yo soy la vida de los que han muerto. Levántate obra de mis manos; levántate, mi efigie, tú que has sido creado a imagen mía. Levántate, salgamos de aquí; porque tú en mí y yo en ti somos una sola cosa.”

Sólo aceptando el descenso al silencio y la soledad podremos ser rescatados y salvados por Jesús; sólo entonces su Pascua se habrá hecho Pascua en nuestra existencia; y entonces, ante cada situación de silencio y soledad podremos renovar nuestra esperanza –y con ello nuestra fe y amor- diciendo: «Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha» (Salmo 15 [16], 11).

       Con María, Madre del silencio y la soledad, nos adentramos en este santo y grandioso Sábado, nos adentramos en nuestros silencios y soledades, esperando anhelantes a Aquel que desciende hasta nosotros para hacerse hermano y llevarnos al Monte luminoso de la vida plena. Amén.


[1] PAPA FRANCISCO, Misericordiae Vultus, 13.
[2] J. RATZINGER, Introducción al Cristianismo, «Descendió a los infiernos».
[3] Cf. Ibídem
[4] BENEDICTO XVI, Vigilia Pascual en la Noche Santa, sábado 7 de abril de 2007.

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