La Natividad
del Señor – 2021
Misa de la
Noche
Lc 2, 1 – 14
«Belén de Judea, la ciudad
de David»
Hermanos
y hermanas:
“«En aquellos días salió un
decreto del emperador Augusto, ordenando hacer un censo del mundo entero»
(2, 1). Lucas introduce con estas palabras su relato sobre el nacimiento de
Jesús, y explica por qué ha tenido lugar en Belén. Un censo cuyo objeto era
determinar y recaudar los impuestos es la razón por la cual José, con María, su
esposa encinta, van de Nazaret a Belén. (…) Y así, aparentemente por
casualidad, el Niño Jesús nacerá en el lugar de la promesa.”[1]
«Belén de Judea, la ciudad
de David»
Belén de Judea era una pequeña
ciudad, aparentemente sin importancia ni relevancia política o religiosa. Es
cierto que era «la ciudad de David» (Lc 2, 4); pero para el
tiempo del nacimiento de Jesús ya no había un descendiente de David en el trono
de Israel, sino un rey idumeo, es decir, extranjero, sostenido por el poder
romano: Herodes.
Y en ese lugar signado por la
pequeñez, brota «una gran alegría para todo el pueblo: Hoy, en la ciudad de David,
les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor.» (Lc 2, 10 – 11). Una gran alegría brota en
un lugar pequeño, «una gran luz» (Is 9, 1) que serenamente se irá
difundiendo por todos los lugares y tiempos de la humanidad.
No debemos dejar de notar esta
paradoja: cómo lo grande brota de lo pequeño. Pareciera ser que se trata de una
constante del Reino de Dios; por lo tanto, esta paradoja debe
convertirse para nosotros en un criterio de orientación y de discernimiento. En
lo pequeño se ha manifestado la gracia de Dios (cf. Tit 2, 11).
Desde el inicio de su vida en medio
de nosotros, Jesús nos muestra que lo pequeño puede ser el inicio de lo
auténticamente grande. ¿Logramos comprender este mensaje? ¿Nos animamos a creer
en ello y vivir según este criterio?
«Acampaban unos pastores»
El nacimiento de Jesús no solamente
ocurre en un lugar pequeño, sino que es anunciado en primer lugar a los
pequeños: «En esa región acampaban unos pastores, que vigilaban por turno
sus rebaños durante la noche. De pronto, se les apareció el ángel del Señor y
la gloria del Señor los envolvió con su luz. El ángel les dijo: “No teman,
porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: Hoy,
en la ciudad de David, les ha nacido un salvador, que es el Mesías, el Señor”.»
(Lc 2, 8 – 11).
Los pastores “formaban parte de los
pobres, de las almas sencillas, a las que Jesús bendeciría, porque a ellos está
reservado el acceso al misterio de Dios (cf. Lc 10, 21s). Ellos
representan a los pobres de Israel, a los pobres en general: los predilectos
del amor de Dios.”[2]
Esta pequeñez, esta pobreza de los
pastores, nos recuerda además que “cuando el corazón se siente rico, está tan
satisfecho de sí mismo que no tiene espacio para la Palabra de Dios (…). Por
eso Jesús llama felices a los pobres de espíritu, que tienen el corazón pobre,
donde puede entrar el Señor con su constante novedad.”[3]
La pequeñez que está abierta al
anuncio de la salvación se manifiesta también como mansedumbre ya que esta “es
otra expresión de la pobreza interior, de quien deposita su confianza en Dios”[4] y
por ello “no necesita maltratar a otros para sentirse
importante”[5], al contrario, mira a los demás –y sus defectos- con ternura y sin
sentirse más que ellos, dispuesto a dar una mano, pues sabe, que también él
necesita de ayuda, de paciencia y ternura.[6]
No olvidemos que la palabra ternura
–en las enseñanzas del Papa Francisco- hace referencia al “modo para tocar lo
que es frágil en nosotros”[7]
y en los demás.
Sí, la pequeñez que es pobreza
espiritual, austeridad material y tierna mansedumbre ante la fragilidad humana,
es la pequeñez abierta a recibir el anuncio de la gran alegría, el anuncio del
nacimiento del Salvador.
Nuestra pequeñez
Por lo tanto, Jesús puede y quiere
nacer también en nuestra propia pequeñez: en nuestros límites y miserias; en
nuestras debilidades y defectos; en nuestras inseguridades y soledades; en
nuestro desvalimiento. La única condición que hace posible este nacimiento,
esta gran alegría, es el reconocimiento y aceptación de nuestra pequeñez.
Cuando le damos un sí sincero a
nuestra pequeñez, brota allí una gran alegría para cada uno de nosotros y para
todos los que nos rodean. Brota allí la paz que proviene de la certeza de ser
amados en nuestra pequeñez, en nuestra verdad. Se cumplen entonces la alabanza del
ejército celestial: «¡Gloria a Dios en
las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por él!» (Lc 2, 14).
Darle un sí sincero a la propia
pequeñez nos capacita también para reconocer todos los pequeños inicios del Reino de Dios en medio de nosotros; ¡cuántas
veces el Reino de Dios se ha
manifestado en pequeños inicios! En un gesto de ternura, en una mirada de
misericordia, en un perdón otorgado o recibido, en un diálogo esperanzador, en
una oración sincera, en un encuentro, en un abrazo, en un momento compartido,
en un sencillo gozo interior. Sí, en lo pequeño nace el Salvador, en lo pequeño
inicia el Reino de Dios, inicia la
alegría y la paz como en Belén.
Aún en medio de los desafíos y exigencias
del tiempo actual no dejemos de creer en la grandeza de la pequeñez entregada a
Dios. No dejemos de creer en los pequeños inicios del Reino de Dios en nuestra vida. No olvidemos que “con Jesucristo siempre
nace y renace la alegría.”[8]
Que María, Madre de los pequeños a quienes el Padre ha querido revelar los
misterios del Reino, nos conceda un
corazón pobre y manso para contemplar con los pastores al «al niño recién nacido envuelto en pañales» (Lc 2, 12) alegría para toda la humanidad. Amén.
P. Oscar Iván Saldívar, P.Sch.
Rector del Santuario de Tupãrenda – Schoenstatt
24/12/2021
[1] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, La Infancia de Jesús, 65.
[2] Ídem, 79.
[3] PAPA FRANCISCO, Gaudete et Exsultate, 68.
[4] Ídem, 74.
[5] PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium, 288.
[6] Cf. PAPA FRANCISCO, Gaudete et Exsultate, 72.
[7] PAPA FRANCISCO, Patris Corde, 2.
[8] PAPA
FRANCISCO, Evangelii Gaudium, 1.
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