Elegir el amor para ser
elegidos por el Amor
Queridos hermanos y
hermanas:
Una
vez más, en la Liturgia de la Palabra de hoy[1]
nos encontramos ante una parábola de Jesús. “Las parábolas son indudablemente
el corazón de la predicación de Jesús. (…) En las parábolas (…) sentimos
inmediatamente la cercanía de Jesús, cómo vivía y enseñaba. Pero al mismo
tiempo nos ocurre lo mismo que a sus contemporáneos y a sus discípulos: debemos
preguntarle una y otra vez qué nos quiere decir con cada una de las parábolas
(cf. Mc 4,10).”[2]
Sí,
también nosotros debemos preguntarle al Señor: “¿Qué nos quieres decir con esta
parábola? ¿Qué significa esta palabra tuya para nosotros? ¿Hacia dónde quieres
guiarnos?”
Para
poder percibir en nuestro corazón la respuesta de Jesús debemos volver a
escuchar en nuestro interior la Palabra de Dios, contemplar lo que ella nos
propone.
Mi banquete está preparado…Vengan
a las bodas
Al contemplar los textos que hemos escuchado hoy, tomamos
conciencia de que la imagen que domina la Liturgia de la Palabra de hoy es la
imagen del “banquete”. Tanto la primera lectura –tomada del profeta Isaías-
como el Evangelio giran en torno a esta imagen. Incluso el salmo dice: “Tú preparas ante mí una mesa… mi copa
rebosa” (Sal 22, 5).
El profeta Isaías nos ofrece una imagen atrayente de este
banquete:
“El Señor de los
ejércitos ofrecerá a todos los pueblos sobre esta montaña un banquete de
manjares suculentos, un banquete de vinos añejados, de manjares suculentos,
medulosos, de vinos añejados, decantados.” (Is 25,6).
Les invito a cerrar los ojos, y permitir que nuestra
imaginación nos vaya mostrando lo que el profeta nos anuncia. En primer lugar,
resuena la generosa oferta de Dios: “El
Señor ofrecerá a todos los pueblos un banquete de manjares suculentos”. El
mismo Dios prepara ante nosotros una mesa hermosa, la podemos imaginar cubierta
con delicados manteles, y sobre ella manjares suculentos, alimentos atractivos
a la vista, al olfato y al paladar. ¡Quién no se alegraría ante la vista de tan
hermosa mesa!
“Manjares
suculentos, vinos añejados”. Todos estos deliciosos alimentos están regados
con finos vinos añejados, cuyo aroma y sabor alegran el corazón.
Y en el Evangelio se nos vuelve a insistir: “«Mi banquete está preparado; ya han sido
matados mis terneros y mis mejores animales, y todo está a punto: Vengan a las
bodas»” (Mt 22,4).
La imagen del banquete, presente a lo largo de las
Sagradas Escrituras, simboliza la alegría festiva de la comunión con Dios, la
alegría de compartir la mesa con Dios y con los hombres. Se trata de una imagen
del Reino de los Cielos en su cumplimiento escatológico. Se nos invita a un
banquete, a una fiesta gozosa donde todos compartirán los alimentos preparados
por el mismo Dios.
Pero este anuncio profético no sólo anuncia una realidad
por venir, sino que anuncia también una realidad presente ya en nuestras vidas.
Dios, en Cristo Jesús, nos invita ya ahora a participar de este hermoso
banquete. Se trata de la alegría de la vida en comunión con los demás, se trata
de la celebración eucarística que vivimos cada domingo. En cada Eucaristía, es
Jesús quien prepara ante nosotros su mesa, y el manjar suculento que nos ofrece
es su propio Cuerpo, y el vino decantado su propia sangre. ¡Nos alimenta con su
propio ser! ¡Qué hermoso lo que nos ofrece el Señor!
Pero ellos no tuvieron en
cuenta la invitación
Sí, el banquete que el Señor ofrece es la vida en comunión
con todos los hombres y mujeres, la vida que nos transforma en hermanos. El
banquete que el Señor ofrece es su Eucaristía.
Sí, es un ofrecimiento, un don, un regalo. Pero todo
ofrecimiento es un llamado a nuestra libertad y todo llamado espera una
respuesta. Es lo que dramáticamente se nos describe en el Evangelio:
“Envió entonces a
sus servidores para avisar a los invitados, pero éstos se negaron a ir.” (Mt 22, 3).
“«Mi banquete está preparado;
ya han sido matados mis terneros y mis mejores animales, y todo está a punto:
Vengan a las bodas». Pero ellos no tuvieron en cuenta la invitación, y se
fueron, uno a su campo, otro a su negocio; y los demás se apoderaron de los
servidores, los maltrataron y los mataron.” (Mt 22,4-6).
El amor de Cristo Jesús es siempre un regalo, es siempre
un don, y, “por su naturaleza, el don supera el mérito, su norma es
sobreabundar”.[3]
Sin embargo, es don que se nos hace y exige de nosotros una respuesta. Si se nos
ha de regalar algo, debemos aceptarlo, recibirlo.
¿Cómo recibir un don tan sobreabundante? No se trata de
merecerlo, sino de acogerlo. Y acogerlo significa no solamente decir “sí”,
significa elegir libremente y con responsabilidad aceptar la invitación de Jesús.
Todos los días Jesús nos invita a su banquete, todos los
días Jesús nos invita a dejar de lado el egoísmo y el pecado, y alimentar
nuestra alma con la generosidad y el amor. Y si todos los días Jesús nos invita
a compartir su vida festiva, todos los días debemos responderle. Porque el amor
es elegir cada día de nuevo al que amo.
A veces queremos justificar nuestros egoísmos y pecados,
queremos convencernos a nosotros mismos de que nuestros defectos y malos hábitos
son más fuertes que nuestra voluntad. Nos entregamos al fatalismo del pecado: “yo
soy así, y no puedo cambiar”. Y al hacerlo renunciamos a nuestra libertad.
Es cierto que experimentamos la fuerza del pecado en
nuestras vidas –a veces hasta la padecemos-, pero siempre queda en nosotros la
libertad del arrepentimiento y del volver a empezar, siempre queda en nosotros
la libertad de luchar por el bien, la verdad, la belleza y el amor. Siempre de
nuevo podemos tomarnos de la mano de Jesús y experimentar lo que San Pablo
dice: “Yo lo puedo todo en Aquél que me
conforta.” (Flp 4,13).
Muchos son llamados, pero
pocos son elegidos
La libertad humana implica responsabilidad, la
responsabilidad sobre nuestras decisiones, sobre lo que hacemos o evitamos. Y
esta libertad humana está llamada a convertirse en la libertad de los hijos de
Dios (cf. Ga 5,1). No nos excusemos más
en las circunstancias que nos rodean, en nuestros estados de ánimo o en los demás.
Asumamos nuestra responsabilidad, asumamos nuestra libertad y entonces, con
ayuda de la gracia de Cristo, volveremos a ser conscientes de que podemos –y queremos-
elegir el bien.
Sí, “muchos son llamados, pero pocos son elegidos” (Mt 22,14). Todos y cada uno de nosotros ha sido llamado, invitado al banquete del amor de Jesús, y para ser elegidos, lo único que debemos hacer es confiar y volver a elegir el amor, volver a elegir a Jesús. Si elegimos el amor, el Amor nos elegirá a nosotros. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario