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Domingo del tiempo durante el año – Ciclo A
Mt 18, 21 – 35
El
perdón cristiano
Queridos hermanos y hermanas:
El evangelio de hoy (Mt
18, 21-35) está íntimamente unido al del domingo anterior (Mt 18, 15-20). Así como el domingo anterior reflexionábamos sobre
la “corrección fraterna”; hoy reflexionaremos sobre el “perdón cristiano”.
¿Dónde tiene su origen este perdón? ¿Qué lo caracteriza?
«¿Cuántas
veces tendré que perdonar a mi hermano?»
El evangelio inicia cuando Pedro pregunta: «Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a
mi hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta siete veces?» (Mt 18,21). Al mencionar la frase «hasta siete veces», Pedro quiere
indicar su capacidad de ofrecer generosamente el perdón al hermano que lo ha
ofendido.
Sin
embargo, esta es una generosidad meramente aparente; pues, en el fondo nace de
la pretensión de que son los otros los únicos que se equivocan y pecan contra
nosotros. Por lo tanto nosotros simplemente perdonamos o disculpamos esas
faltas desde una posición de superioridad moral.
En el fondo, Pedro olvida que él mismo ha sido perdonado
una y otra vez por parte de Aquel que en verdad es generoso en conceder el
perdón. Esa auténtica generosidad en conceder el perdón por parte de Dios, está
expresada bellamente en el salmo que dice:
«Bendice al Señor, alma mía,
que todo mi ser bendiga a su santo
Nombre;
bendice al Señor, alma mía, y nunca
olvides sus beneficios.
El perdona todas tus culpas y
cura todas tus dolencias.
No nos trata según nuestros pecados
ni nos paga conforme a nuestras
culpas.» (Salmo 103,
3. 10).
Por
lo tanto, una vez más Jesús necesita educar a sus discípulos y corregir su
visión del perdón. Entonces el Señor relata la parábola conocida como “la parábola
del servidor sin entrañas de misericordia” (Mt
18, 23 – 34).
«Señor, dame un plazo y te
pagaré todo»
La parábola nos presenta la situación de un servidor que
ante el requerimiento de su señor, se encuentra incapaz de devolver lo que en justicia
debe:
«El Reino de los Cielos se parece a un
rey que quiso arreglar las cuentas con sus servidores. Comenzada la tarea, le
presentaron a uno que debía diez mil talentos. Como no podía pagar, el rey mandó
que fuera vendido junto con su mujer, sus hijos y todo lo que tenía, para
saldar la deuda. El servidor se arrojó a sus pies, diciéndole: "Señor,
dame un plazo y te pagaré todo". El rey se compadeció, lo dejó ir y,
además, le perdonó la deuda.» (Mt 18, 23-26).
El desvalimiento del servidor
ante su señor es evidente; la deuda es tal que no puede pagarla y es condenado
a ser vendido junto con su familia y todas sus posesiones. El servidor pide un
plazo para pagar la deuda. Ante esta petición, su señor le responde con una
generosidad inesperada: el rey no le concede un plazo para pagar la deuda –sabe
que no posee los medios para hacerlo-, sino que le concede el perdón de su
deuda, la cancela totalmente. «Cuanto
dista el oriente del occidente, así aparta
de nosotros nuestros pecados»
(Salmo 103,12).
¡Cuánta
alegría y cuánto alivio habrá experimentado este hombre en su corazón! Sin embargo,
pareciera ser que pronto olvida esta alegría que brota del perdón
misericordioso de su señor y no de su propio esfuerzo o mérito.
En
la segunda parte de la parábola vemos con sorpresa y dolor que este mismo
servidor es incapaz de misericordia con un compañero suyo –«No tiene piedad de un hombre semejante a él» (Eclesiástico 28,4)-; y, lo que es peor, no es capaz de perdonar una
deuda mucho menor a la que le han perdonado a él:
«Al salir, este servidor encontró a
uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, tomándolo del cuello hasta
ahogarlo, le dijo: "Págame lo que me debes". El otro se arrojó a sus
pies y le suplicó: "Dame un plazo y te pagaré la deuda". Pero él no
quiso, sino que lo hizo poner en la cárcel hasta que pagara lo que debía.»
(Mt 18, 28 – 30).
«¿No
debías también tú tener compasión de tu compañero?»
Con razón, «los
demás servidores, al ver lo que había sucedido, se apenaron mucho y fueron a
contarlo a su señor» (Mt 18,31);
y la
reacción del rey es clara y aleccionadora: «¿No
debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecí de ti? E
indignado, el rey lo entregó en manos de los verdugos hasta que pagara todo lo
que debía» (Mt 18,33-34). El
Señor Jesús agrega: «Lo mismo hará
también mi Padre celestial con ustedes, si no perdonan de corazón a sus
hermanos.» (Mt 18,35).
La enseñanza es clara:
«Perdona el agravio a tu prójimo y entonces, cuando ores, serán absueltos tus
pecados» (Eclesiástico 28,2). Sin
embargo vale la pena que nos detengamos a reflexionar en la misma. ¿Por qué se
nos pide esta compasión, esta misericordia con nuestros hermanos?
Se
nos pide misericordia simple y profundamente por dos razones. En primer lugar
porque nosotros mismos hemos recibido misericordia. Y en segundo lugar porque
día a día experimentamos nuestra propia miseria y necesidad de misericordia.
Y
aquí es importante tomar conciencia del
sentido de nuestras propias faltas y pecados. Muchas veces, sobre todo para las
personas religiosas o idealistas, es doloroso experimentar el propio pecado y
la propia miseria. Sin embargo, Dios en su sabiduría y misericordia permite que
experimentemos cuán pequeños somos para que lleguemos a ser verdaderamente humildes;
para que aprendamos a ser mansos de corazón y comprensivos con nuestros
hermanos; para que seamos ágiles espiritualmente; y para que lo busquemos a Él de
todo corazón.
Sin
negar la realidad moral del pecado –que consiste en actuar libre y conscientemente
en contra de lo que Dios nos propone en nuestra vida de alianza con Él-;
debemos ver la dimensión pedagógica del mismo. Es decir, podemos aprender a ser
más humanos y sinceramente religiosos si miramos nuestras faltas y pecados con sinceridad
y en presencia de Dios. Las lecturas de hoy nos indican ese camino.
El
pecado y la propia debilidad, cuando son reconocidos y asumidos, nos ayudan a
ser compasivos con los demás; nos ayudan a ser mansos de corazón en el trato
con los otros y nos ayudan a tener una mirada comprensiva. Con razón dice el
papa Francisco que la “misericordia es la ley fundamental que habita en el
corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra
en el camino de la vida.”[1]
Porque
experimentamos con dolor nuestros propios límites y nuestros pecados; porque
experimentamos con dolor que no vivimos plenamente según el ideal al que
aspiramos; miramos la ofensa del hermano no con ira y venganza, sino con dolor
y compasión. La debilidad de mi hermano me duele porque me causa sufrimiento,
pero también porque él sufre con la cruz de su pecado, al igual que yo sufro
con mi pecado.
Comprendemos
entonces que el perdón cristiano tiene su origen no en nuestras propias fuerzas
y méritos; sino en la misericordia que hemos recibido de Dios como un don para
compartir. Por lo tanto, lo característico del perdón cristiano es la fuerza y
la alegría de perdonar de todo corazón, porque nosotros hemos sido perdonados
de todo corazón. Y esa experiencia de misericordia nos concede ser mansos, gentiles
y tiernos con los demás. Anhelamos ternura, por eso regalamos la ternura que hemos
recibido de Cristo.
Dirijámonos
a María, Mater Misericordiae – Madre de la
Misericordia; y pidámosle que sus “ojos misericordiosos (…) estén siempre
vueltos hacia nosotros”[2]
y que nos enseñe a recibir confiadamente el perdón de su Hijo para regalarlo humilde
y generosamente a nuestros hermanos. Amén.
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