La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

sábado, 16 de septiembre de 2017

El perdón cristiano

24° Domingo del tiempo durante el año – Ciclo A

Mt 18, 21 – 35

El perdón cristiano

Queridos hermanos y hermanas:

            El evangelio de hoy (Mt 18, 21-35) está íntimamente unido al del domingo anterior (Mt 18, 15-20). Así como el domingo anterior reflexionábamos sobre la “corrección fraterna”; hoy reflexionaremos sobre el “perdón cristiano”. ¿Dónde tiene su origen este perdón? ¿Qué lo caracteriza?

«¿Cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano?»

            El evangelio inicia cuando Pedro pregunta: «Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta siete veces?» (Mt 18,21). Al mencionar la frase «hasta siete veces», Pedro quiere indicar su capacidad de ofrecer generosamente el perdón al hermano que lo ha ofendido.

Sin embargo, esta es una generosidad meramente aparente; pues, en el fondo nace de la pretensión de que son los otros los únicos que se equivocan y pecan contra nosotros. Por lo tanto nosotros simplemente perdonamos o disculpamos esas faltas desde una posición de superioridad moral.

            En el fondo, Pedro olvida que él mismo ha sido perdonado una y otra vez por parte de Aquel que en verdad es generoso en conceder el perdón. Esa auténtica generosidad en conceder el perdón por parte de Dios, está expresada bellamente en el salmo que dice:

«Bendice al Señor, alma mía, 

que todo mi ser bendiga a su santo Nombre;

bendice al Señor, alma mía, y nunca olvides sus beneficios.

El perdona todas tus culpas y cura todas tus dolencias.

No nos trata según nuestros pecados

ni nos paga conforme a nuestras culpas.» (Salmo 103, 3. 10).

Por lo tanto, una vez más Jesús necesita educar a sus discípulos y corregir su visión del perdón. Entonces el Señor relata la parábola conocida como “la parábola del servidor sin entrañas de misericordia” (Mt 18, 23 – 34).

«Señor, dame un plazo y te pagaré todo»

            La parábola nos presenta la situación de un servidor que ante el requerimiento de su señor, se encuentra incapaz de devolver lo que en justicia debe:

«El Reino de los Cielos se parece a un rey que quiso arreglar las cuentas con sus servidores. Comenzada la tarea, le presentaron a uno que debía diez mil talentos. Como no podía pagar, el rey mandó que fuera vendido junto con su mujer, sus hijos y todo lo que tenía, para saldar la deuda. El servidor se arrojó a sus pies, diciéndole: "Señor, dame un plazo y te pagaré todo". El rey se compadeció, lo dejó ir y, además, le perdonó la deuda.» (Mt 18, 23-26).

El desvalimiento del servidor ante su señor es evidente; la deuda es tal que no puede pagarla y es condenado a ser vendido junto con su familia y todas sus posesiones. El servidor pide un plazo para pagar la deuda. Ante esta petición, su señor le responde con una generosidad inesperada: el rey no le concede un plazo para pagar la deuda –sabe que no posee los medios para hacerlo-, sino que le concede el perdón de su deuda, la cancela totalmente. «Cuanto dista el oriente del occidente, así aparta de nosotros nuestros pecados» (Salmo 103,12).

¡Cuánta alegría y cuánto alivio habrá experimentado este hombre en su corazón! Sin embargo, pareciera ser que pronto olvida esta alegría que brota del perdón misericordioso de su señor y no de su propio esfuerzo o mérito.

En la segunda parte de la parábola vemos con sorpresa y dolor que este mismo servidor es incapaz de misericordia con un compañero suyo –«No tiene piedad de un hombre semejante a él» (Eclesiástico 28,4)-; y, lo que es peor, no es capaz de perdonar una deuda mucho menor a la que le han perdonado a él:

«Al salir, este servidor encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, tomándolo del cuello hasta ahogarlo, le dijo: "Págame lo que me debes". El otro se arrojó a sus pies y le suplicó: "Dame un plazo y te pagaré la deuda". Pero él no quiso, sino que lo hizo poner en la cárcel hasta que pagara lo que debía.» (Mt 18, 28 – 30).

«¿No debías también tú tener compasión de tu compañero?»

            Con razón, «los demás servidores, al ver lo que había sucedido, se apenaron mucho y fueron a contarlo a su señor» (Mt 18,31); y la reacción del rey es clara y aleccionadora: «¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecí de ti? E indignado, el rey lo entregó en manos de los verdugos hasta que pagara todo lo que debía» (Mt 18,33-34). El Señor Jesús agrega: «Lo mismo hará también mi Padre celestial con ustedes, si no perdonan de corazón a sus hermanos.» (Mt 18,35).

            La enseñanza es clara: «Perdona el agravio a tu prójimo y entonces, cuando ores, serán absueltos tus pecados» (Eclesiástico 28,2). Sin embargo vale la pena que nos detengamos a reflexionar en la misma. ¿Por qué se nos pide esta compasión, esta misericordia con nuestros hermanos?

Se nos pide misericordia simple y profundamente por dos razones. En primer lugar porque nosotros mismos hemos recibido misericordia. Y en segundo lugar porque día a día experimentamos nuestra propia miseria y necesidad de misericordia.

 Y aquí  es importante tomar conciencia del sentido de nuestras propias faltas y pecados. Muchas veces, sobre todo para las personas religiosas o idealistas, es doloroso experimentar el propio pecado y la propia miseria. Sin embargo, Dios en su sabiduría y misericordia permite que experimentemos cuán pequeños somos para que lleguemos a ser verdaderamente humildes; para que aprendamos a ser mansos de corazón y comprensivos con nuestros hermanos; para que seamos ágiles espiritualmente; y para que lo busquemos a Él de todo corazón.

Sin negar la realidad moral del pecado –que consiste en actuar libre y conscientemente en contra de lo que Dios nos propone en nuestra vida de alianza con Él-; debemos ver la dimensión pedagógica del mismo. Es decir, podemos aprender a ser más humanos y sinceramente religiosos si miramos nuestras faltas y pecados con sinceridad y en presencia de Dios. Las lecturas de hoy nos indican ese camino.

El pecado y la propia debilidad, cuando son reconocidos y asumidos, nos ayudan a ser compasivos con los demás; nos ayudan a ser mansos de corazón en el trato con los otros y nos ayudan a tener una mirada comprensiva. Con razón dice el papa Francisco que la “misericordia es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida.”[1]

Porque experimentamos con dolor nuestros propios límites y nuestros pecados; porque experimentamos con dolor que no vivimos plenamente según el ideal al que aspiramos; miramos la ofensa del hermano no con ira y venganza, sino con dolor y compasión. La debilidad de mi hermano me duele porque me causa sufrimiento, pero también porque él sufre con la cruz de su pecado, al igual que yo sufro con mi pecado.

Comprendemos entonces que el perdón cristiano tiene su origen no en nuestras propias fuerzas y méritos; sino en la misericordia que hemos recibido de Dios como un don para compartir. Por lo tanto, lo característico del perdón cristiano es la fuerza y la alegría de perdonar de todo corazón, porque nosotros hemos sido perdonados de todo corazón. Y esa experiencia de misericordia nos concede ser mansos, gentiles y tiernos con los demás. Anhelamos ternura, por eso regalamos la ternura que hemos recibido de Cristo.

Dirijámonos a María, Mater Misericordiae – Madre de la Misericordia; y pidámosle que sus “ojos misericordiosos (…) estén siempre vueltos hacia nosotros”[2] y que nos enseñe a recibir confiadamente el perdón de su Hijo para regalarlo humilde y generosamente a nuestros hermanos. Amén.



[1] PAPA FRANCISCO, Misericordiae Vultus, 1.
[2] PAPA FRANCISCO, Misericordia et misera, 22.

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