Solemnidad de la Santísima
Trinidad - Ciclo B
Medita en tu corazón que
el Señor es Dios
Queridos hermanos y
hermanas:
La Solemnidad de la
Santísima Trinidad nos invita hoy a meditar sobre el misterio del Dios
Trinitario. Es como si las palabras de Moisés en la primera lectura (Dt 4, 32-34. 39-40) estuvieran dirigidas
a nosotros: “Reconoce hoy y medita en tu corazón que el Señor es Dios –allá arriba,
en el cielo, y aquí abajo, en la tierra- y no hay otro.” (Dt 4,39).
“Medita en tu
corazón que el Señor es Dios.” La Palabra de Dios nos invita a poner en el
centro de nuestros pensamientos y sentimientos, en el centro de nuestra personalidad
y de nuestra vida la realidad de Dios. La realidad del Dios Trinitario que
Jesucristo nos ha revelado con sus palabras, con su vida y con su Misterio Pascual.
Se
trata del Dios que es amor (cf. 1Jn
4,16); del Dios Padre que ha revelado su rostro misericordioso al enviar al
mundo la Palabra de verdad y el Espíritu santificador.[1]
Con ello nos acercamos al “corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de
Dios y también la consiguiente imagen del hombre y su camino.”[2]
Llamamos a Dios: ¡Padre!
Jesucristo nos ha regalado el poder llamar a Dios como
Padre. ¡Qué regalo tan grande y tan hermoso! Llamar a Dios con la palabra
Padre: «Padre mío, Padre nuestro, Papá». Él comparte con nosotros su filiación,
su filialidad: su ser y su experimentarse hijo amado del Padre.
Esta
filiación de Jesús, y la consiguiente paternidad de Dios, no se trata sólo de
invocar a Dios con el nombre de Padre; sino, que consiste en entrar en la intimidad
amorosa del Padre y del Hijo, y vivir nuestra existencia humana desde allí,
desde ese vínculo divino. Vivir la vida en permanente relación con el Padre.
Así,
“la palabra Padre aplicada a Dios comporta un llamamiento para nosotros: a
vivir como «hijo» e «hija».” Llamar Padre a Dios es un don, pero también una
tarea. Implica vivir como hijos suyos y “ser hijos equivale a seguir a Jesús”.[3]
Por
eso el Señor Jesús nos regala su Espíritu, el cual nos capacita para seguir a
Jesús y vivir en relación con el Padre: “Todos
los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para
volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace
llamar a Dios «¡Abbá!», es decir, «¡Padre!».” (Rm 8,14-15).[4]
Padre nuestro
Sí, llamamos Padre a Dios. Y vamos aprendiendo
a ser hijos en el seguimiento de Jesús, “todavía no somos plenamente hijos de
Dios, sino que hemos de llegar a serlo más
y más mediante nuestra comunión cada vez más profunda con Cristo.”[5]
Pero el participar en la filiación de Jesucristo y el don
de la paternidad de Dios conllevan también una dimensión fraterna. Ser hijos de
Dios es también ser hermanos de Cristo y hermanos los unos de los otros. “Sólo
en el «nosotros» de los discípulos podemos llamar «Padre» a Dios, pues sólo en
la comunión con Cristo Jesús nos convertimos verdaderamente en «hijos de
Dios».”[6]
Por eso, cuando en la oración que Jesús nos enseñó,
invocamos a Dios como «Padre nuestro», debemos tomar conciencia de que “la
palabra «nuestro» resulta muy exigente: nos exige salir del recinto cerrado de
nuestro «yo». Nos exige entrar en la comunidad de los demás hijos de Dios. Nos
exige abandonar lo meramente propio, lo que separa. Nos exige aceptar al otro,
a los otros, abrirles nuestros oídos y nuestro corazón. Con la palabra «nosotros»
decimos «sí» a la Iglesia viva, en la que el Señor quiso reunir su nueva
familia.”[7]
Medita
en tu corazón que el Señor es Dios
“Medita en tu corazón que el Señor es Dios.” Poner
en nuestro corazón, en el centro de nuestra vida a Dios es llevar una
existencia cristiana y por eso trinitaria. Es bautizarnos, «sumergirnos» “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19), sumergirnos en esa vida de
Dios para vivir plenamente como humanos. Vinculados al Padre por Cristo en el
Espíritu, y vinculados a todos los hombres y mujeres en el «nosotros» de la
Iglesia. Poner en el centro de nuestra existencia a Dios es vivir con alegría y
confianza cada vínculo personal, sabiendo que el amor humano es camino, seguro
y expresión del amor de Dios.
Que María de la Trinidad nos tome de la mano, y con
paciencia y ternura nos eduque para vivir una existencia trinitaria, una
existencia en el amor y para el amor. Que así sea. Amén.
[1] Cf.
MISAL ROMANO, Solemnidad de La Santísima
Trinidad, Oración colecta.
[2]
BENEDICTO XVI, Carta encíclica Deus
caritas est sobre el amor cristiano, 1.
[3] J.
RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de
Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración (Planeta, Chile 2007), 172.
[4] La
palabra aramea Abbá, Padre, expresa
la familiaridad de Jesús con el Padre.
[5] J.
RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de
Nazaret…, 172.
[6] J.
RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de
Nazaret…, 175.
[7]
Ibídem