La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

domingo, 31 de mayo de 2015

Medita en tu corazón que el Señor es Dios - Trinidad 2015

Solemnidad de la Santísima Trinidad - Ciclo B

Medita en tu corazón que el Señor es Dios
Queridos hermanos y hermanas:

            La Solemnidad de la Santísima Trinidad nos invita hoy a meditar sobre el misterio del Dios Trinitario. Es como si las palabras de Moisés en la primera lectura (Dt 4, 32-34. 39-40) estuvieran dirigidas a  nosotros: “Reconoce hoy y medita en tu corazón que el Señor es Dios –allá arriba, en el cielo, y aquí abajo, en la tierra- y no hay otro.” (Dt 4,39).

            “Medita en tu corazón que el Señor es Dios.” La Palabra de Dios nos invita a poner en el centro de nuestros pensamientos y sentimientos, en el centro de nuestra personalidad y de nuestra vida la realidad de Dios. La realidad del Dios Trinitario que Jesucristo nos ha revelado con sus palabras, con su vida y con su Misterio Pascual.

Se trata del Dios que es amor (cf. 1Jn 4,16); del Dios Padre que ha revelado su rostro misericordioso al enviar al mundo la Palabra de verdad y el Espíritu santificador.[1] Con ello nos acercamos al “corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y su camino.”[2]

Llamamos a Dios: ¡Padre!

            Jesucristo nos ha regalado el poder llamar a Dios como Padre. ¡Qué regalo tan grande y tan hermoso! Llamar a Dios con la palabra Padre: «Padre mío, Padre nuestro, Papá». Él comparte con nosotros su filiación, su filialidad: su ser y su experimentarse hijo amado del Padre.

Esta filiación de Jesús, y la consiguiente paternidad de Dios, no se trata sólo de invocar a Dios con el nombre de Padre; sino, que consiste en entrar en la intimidad amorosa del Padre y del Hijo, y vivir nuestra existencia humana desde allí, desde ese vínculo divino. Vivir la vida en permanente relación con el Padre.

Así, “la palabra Padre aplicada a Dios comporta un llamamiento para nosotros: a vivir como «hijo» e «hija».” Llamar Padre a Dios es un don, pero también una tarea. Implica vivir como hijos suyos y “ser hijos equivale a seguir a Jesús”.[3]

Por eso el Señor Jesús nos regala su Espíritu, el cual nos capacita para seguir a Jesús y vivir en relación con el Padre: “Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y ustedes  no han recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios «¡Abbá!», es decir, «¡Padre!».” (Rm 8,14-15).[4]

Padre nuestro

            Sí, llamamos Padre a Dios. Y vamos aprendiendo a ser hijos en el seguimiento de Jesús, “todavía no somos plenamente hijos de Dios, sino que hemos de llegar a serlo más  y más mediante nuestra comunión cada vez más profunda con Cristo.”[5]

            Pero el participar en la filiación de Jesucristo y el don de la paternidad de Dios conllevan también una dimensión fraterna. Ser hijos de Dios es también ser hermanos de Cristo y hermanos los unos de los otros. “Sólo en el «nosotros» de los discípulos podemos llamar «Padre» a Dios, pues sólo en la comunión con Cristo Jesús nos convertimos verdaderamente en «hijos de Dios».”[6]

            Por eso, cuando en la oración que Jesús nos enseñó, invocamos a Dios como «Padre nuestro», debemos tomar conciencia de que “la palabra «nuestro» resulta muy exigente: nos exige salir del recinto cerrado de nuestro «yo». Nos exige entrar en la comunidad de los demás hijos de Dios. Nos exige abandonar lo meramente propio, lo que separa. Nos exige aceptar al otro, a los otros, abrirles nuestros oídos y nuestro corazón. Con la palabra «nosotros» decimos «sí» a la Iglesia viva, en la que el Señor quiso reunir su nueva familia.”[7]

Medita en tu corazón que el Señor es Dios

Medita en tu corazón que el Señor es Dios.” Poner en nuestro corazón, en el centro de nuestra vida a Dios es llevar una existencia cristiana y por eso trinitaria. Es bautizarnos, «sumergirnos» “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19), sumergirnos en esa vida de Dios para vivir plenamente como humanos. Vinculados al Padre por Cristo en el Espíritu, y vinculados a todos los hombres y mujeres en el «nosotros» de la Iglesia. Poner en el centro de nuestra existencia a Dios es vivir con alegría y confianza cada vínculo personal, sabiendo que el amor humano es camino, seguro y expresión del amor de Dios.

            Que María de la Trinidad nos tome de la mano, y con paciencia y ternura nos eduque para vivir una existencia trinitaria, una existencia en el amor y para el amor. Que así sea. Amén.            
           




[1] Cf. MISAL ROMANO, Solemnidad de La Santísima Trinidad, Oración colecta.
[2] BENEDICTO XVI, Carta encíclica Deus caritas est sobre el amor cristiano, 1.
[3] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración (Planeta, Chile 2007), 172.
[4] La palabra aramea Abbá, Padre, expresa la familiaridad de Jesús con el Padre.
[5] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret…, 172.
[6] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret…, 175.
[7] Ibídem

martes, 26 de mayo de 2015

La Trinidad y nuestros vínculos personales

La Trinidad y nuestros vínculos personales

Queridos amigos y amigas:

Les confieso que durante mis primeros años de estudios teológicos, el estudio del misterio de la Santísima Trinidad ha sido un tema favorito para mí. No sólo por las implicancias intelectuales de dicho tema, o por el esfuerzo racional que ha hecho la Iglesia a través de los siglos para tratar de comprender algo de este Dios que es uno y que se revela como Padre, Hijo y Espíritu Santo; sino también, por las implicancias afectivas que tiene el misterio trinitario para nosotros los hombres.
Un Dios trinitario es un Dios que nos habla de la importancia de los vínculos entre las personas, de lo importante de las relaciones, de lo importante –y hasta fundamentales- que son los otros en la constitución de nuestra personalidad. El misterio del Dios trinitario es el misterio del hombre, del hombre y sus vínculos, del hombre vinculado.

Algo que me llama la atención de nuestro calendario litúrgico es la ausencia de una fecha, de una fiesta que esté dedicada solamente a la persona de Dios Padre… Hace poco celebramos Pentecostés –la gran fiesta del Espíritu Santo-, y días en los cuales recordamos a Jesús, el Hijo, no nos faltan –pensemos en la Pascua y en la Navidad-. Sin embargo esto no se debe a un error o a una equivocación, sino, simplemente al hecho de que el rostro del Padre se nos revela, se nos muestra, no como un rostro solitario, sino como el rostro de una persona en comunión con el Hijo y el Espíritu Santo. Podríamos decir que el Padre necesita del Hijo y del Espíritu Santo para ser quien es. Su divinidad no consiste en autosuficiencia sino en su capacidad de relacionalidad.

Y de hecho lo vemos en las Sagradas Escrituras. Tanto el Hijo como el Espíritu dicen «Abbá, Padre» (Rm 8,14-17).Y porque el Hijo y el Espíritu Santo lo reconocen como Padre, el Padre sabe quién es, el Padre se sabe único y se sabe amado. Podríamos incluso decir, que por eso el Padre es una persona. Porque ser persona y estar vivo implican siempre relación con otros.

Si lo relacional es constitutivo en Dios, cuánto más en nosotros, que somos creados a su imagen y semejanza. De hecho, nosotros llegamos a ser personas en el contacto con los demás, en los vínculos con los que nos rodean, con nuestra tierra y con nosotros mismos. Necesitamos de los otros para descubrirnos a nosotros mismos y para regalarnos a los demás. Y los otros nos necesitan, cada uno es importante, único e irrepetible; siempre y cuando permanezcamos en el vínculo, en el amor. Cuando dejamos de vincularnos en verdad –desde dentro- dejamos de ser personas y nos transformamos en objetos, en cosas.

Cuando Jesús nos entrega el mandato misionero de ir a todo el mundo y bautizar a los pueblos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28,16-20), no hace referencia solamente a una fórmula ritual sino a una realidad más profunda. Se trata de aprender a vincularnos, aprender a ser personas, se trata de sumergirnos en la vida divina y participar de ella. Se trata de que cada uno de nosotros se haga hijo para que en el Espíritu Santo cada uno de nosotros pueda decir de corazón: «¡Padre!»

            Y esta es la misión de la Mater en su Santuario: hacernos cada vez más cristianos, hacernos cada vez más Cristo, el Hijo que se sabe amado por el Padre en el vínculo incondicional del Espíritu Santo, del Amor. Anhelemos la gracia de participar de la vida de Dios y de aprender a vivir como Dios, vinculados. Amén.

P. Oscar Iván Saldivar

miércoles, 6 de mayo de 2015

La amistad de Jesús

La amistad de Jesús

Domingo VI de Pascua –Ciclo B

“Durante la última Cena, Jesús dijo a sus discípulos: «Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor. Ustedes son mis amigos.»” Jn 15,9.14a

Queridos hermanos y hermanas:

En el evangelio de hoy (Jn 15, 9-17) Jesús nos dirige palabras hermosas  y a la vez comprometedoras y desafiantes. Hermosas porque nos hablan de su amor por nosotros; comprometedoras y desafiantes porque corrigen nuestra idea de amor y amistad.

«Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes.»

Durante la última Cena, en el momento previo a su Pasión, Jesús le dice a sus discípulos –y a nosotros-: «Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes.»

«Como el Padre.» ¿Cómo ama el Padre? En la segunda lectura (1Jn 4,7-10) lo hemos escuchado: «Dios nos manifestó su amor. Y este amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero.» (1Jn 4,9a. 10a).

Sí, Dios que es amor (cf. 1Jn 4,8) siempre toma la iniciativa en el amor. Su amor es primero, su amor nos “primerea”.[1] Su amor es eterno, anterior a toda iniciativa e historia humana. Anterior a todo intento de respuesta humana. Y Jesús, el Hijo, sabe que el Padre lo ha amado y lo sigue amando desde siempre y para siempre. Ser hijo es saberse profundamente amado en todas las circunstancias de la vida. Y la certeza de ese amor nos salva y posibilita nuestra respuesta de amor. Cuando nos experimentamos amados entonces nos hacemos capaces de amar.

Como Dios Padre ama, así nos ama Jesús. Él nos ha elegido antes de que podamos elegirlo a él; Él nos ha amado antes de que nosotros le amemos. Él nos ha conocido antes de que le conozcamos. Él se ha entregado por nosotros antes de que nosotros nos entreguemos a él.

Y este amor de Jesús por nosotros es tan grande que Él nos constituye en amigos suyos: «Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les ha dado a conocer todo lo que oí de mi Padre» (Jn 15,15).

«Ámense los unos a los otros, como yo los he amado. No hay amor más grande que dar la vida por los amigos. Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando.»

Jesús nos ha constituido amigos suyos, pero ¿qué significa esto? “Porque Jesús muere por los suyos, éstos pasan a ser sus amigos.”[2] Es decir, porque se entrega totalmente por sus discípulos, ellos pasan a ser sus amigos. Porque se entrega totalmente por nosotros y a nosotros, pasamos a ser sus amigos.

El amor consiste precisamente en salir de uno mismo, elegir al otro y darse por el otro. Se trata de un éxodo desde el propio yo hacia el tú.[3] Cuando libremente elegimos al otro y le servimos, entonces amamos.

Y aquí  es donde Jesús nos desafía y compromete. Nos desafía porque su palabra y su vida, corrigen nuestra visión de la amistad y del amor. Normalmente consideramos amigos a aquellos que nos dan alegría y satisfacción, aquellos que comparten nuestros intereses, ideas y criterios. Sin embargo, Jesús nos muestra que amigos no son sólo los que nos dan alegría, sino aquellos a quienes –más allá de nuestras naturales simpatías- elegimos dar alegría. Cuando tomo la iniciativa y me entrego a alguien y por alguien, esa persona se vuelve mi amigo.

«Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando»

Sí, el amor de Jesús obra una transformación en nosotros. Por su amor, por su entrega nos convertimos de servidores en amigos, entramos en su intimidad y Él entra en la nuestra. Y en la medida en que nosotros amamos como Él nos ama, permanecemos en su amor, permanecemos en su amistad.

En esto consiste el ser amigos de Jesús: en creer verdaderamente que Él nos ha amado y nos ama; en recibir su amor y vivir de ese amor acrecentándolo amando a los demás. “Ser cristiano es ante todo un don, pero que luego se desarrolla en la dinámica del vivir y poner en práctica este don.”[4]

Que María, Madre del Amor Viviente, nos enseñe a recibir el don de la amistad de Jesús y a vivirlo en el amor a los demás. Amén.






[1] Cf. PAPA FRANCISCO, Exhortación apostólica Evangelii Gaudium, 24.
[2] J. BLANK, El Evangelio según San Juan, Tomo II (Herder, Barcelona 1984), 154.
[3] Cf. BENEDICTO XVI, Deus caritas est, 6.
[4] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Desde la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección (Encuentro, Madrid 2011), 83.