La Trinidad y nuestros vínculos personales
Queridos amigos y amigas:
Les
confieso que durante mis primeros años de estudios teológicos, el estudio del
misterio de la Santísima Trinidad ha
sido un tema favorito para mí. No sólo por las implicancias intelectuales de
dicho tema, o por el esfuerzo racional que ha hecho la Iglesia a través de los
siglos para tratar de comprender algo de este Dios que es uno y que se
revela como Padre, Hijo y Espíritu Santo; sino también, por las implicancias
afectivas que tiene el misterio trinitario para nosotros los hombres.
Un Dios trinitario es un Dios que nos
habla de la importancia de los vínculos entre las personas, de lo importante de
las relaciones, de lo importante –y hasta fundamentales- que son los otros en
la constitución de nuestra personalidad. El misterio del Dios
trinitario es el misterio del hombre, del hombre y sus vínculos, del hombre
vinculado.
Algo que me llama la atención de
nuestro calendario litúrgico es la ausencia de una fecha, de una fiesta que
esté dedicada solamente a la persona de Dios
Padre… Hace poco celebramos Pentecostés
–la gran fiesta del Espíritu Santo-, y días en los cuales recordamos a Jesús,
el Hijo, no nos faltan –pensemos en la Pascua y en la Navidad-. Sin embargo
esto no se debe a un error o a una equivocación, sino, simplemente al hecho de
que el rostro del Padre se nos revela, se nos muestra, no como un rostro
solitario, sino como el rostro de una persona en comunión con el Hijo y el
Espíritu Santo. Podríamos decir que el Padre necesita del Hijo y del Espíritu
Santo para ser quien es. Su divinidad no consiste en autosuficiencia sino
en su capacidad de relacionalidad.
Y de hecho lo vemos en las Sagradas
Escrituras. Tanto el Hijo como el Espíritu dicen «Abbá, Padre» (Rm
8,14-17).Y porque el Hijo y el Espíritu Santo lo reconocen como Padre, el Padre
sabe quién es, el Padre se sabe único y se sabe amado. Podríamos incluso decir,
que por eso el Padre es una persona. Porque ser persona y estar vivo implican
siempre relación con otros.
Si lo
relacional es constitutivo en Dios, cuánto más en nosotros, que somos creados a
su imagen y semejanza. De hecho, nosotros llegamos a ser personas en el
contacto con los demás, en los vínculos con los que nos rodean, con nuestra
tierra y con nosotros mismos. Necesitamos de los otros para descubrirnos a
nosotros mismos y para regalarnos a los demás. Y los otros nos necesitan, cada
uno es importante, único e irrepetible; siempre y cuando permanezcamos en el
vínculo, en el amor. Cuando dejamos de vincularnos en verdad –desde dentro-
dejamos de ser personas y nos transformamos en objetos, en cosas.
Cuando Jesús nos entrega el mandato
misionero de ir a todo el mundo y bautizar a los pueblos en el nombre del Padre
y del Hijo y del Espíritu Santo (Mt
28,16-20), no hace referencia solamente a una fórmula ritual sino a una
realidad más profunda. Se trata de aprender a vincularnos, aprender a ser
personas, se trata de sumergirnos en la vida divina y participar de ella. Se
trata de que cada uno de nosotros se haga hijo para que en el Espíritu Santo
cada uno de nosotros pueda decir de corazón: «¡Padre!»
Y esta es la misión de la Mater en su Santuario: hacernos cada vez más
cristianos, hacernos cada vez más Cristo, el Hijo que se sabe amado por el
Padre en el vínculo incondicional del Espíritu Santo, del Amor. Anhelemos la
gracia de participar de la vida de Dios y de aprender a vivir como Dios,
vinculados. Amén.
P. Oscar Iván Saldivar
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