La Reconciliación, lugar
de la misericordia
Novenario en honor a
Ñandejara Guasu – 2016
Queridos hermanos y
hermanas:
La celebración de la novena
en honor a Ñandejara Guasu se enmarca este año en el Jubileo Extraordinario de la Misericordia. Como sabemos el Papa
Francisco ha convocado un Jubileo
Extraordinario, un Año Santo de la
Misericordia.
En la diócesis de Caacupé –a la cual pertenece la
Parroquia-Santuario de Ñandejara Guasu-
se dio inicio a este Año de la
Misericordia el 8 de diciembre de 2015 con la apertura de la Puerta Santa en la Basílica-Santuario de
Ntra. Sra. de los milagros de Caacupé. También aquí en Piribebuy se abrió la Puerta Santa de la Misericordia. El
atravesar la Puerta Santa –que es
Jesús mismo (cf. Jn 10,9)-, simboliza
el entrar a través de Jesús, a través de su vida y de su palabra al encuentro
con el amor de Dios.
La Reconciliación, puerta
de la misericordia
En este sentido podemos decir que el sacramento de la
Reconciliación es una puerta siempre abierta a la misericordia de Dios.
En este Año Santo
“de nuevo ponemos convencidos en el centro el sacramento de la Reconciliación,
porque nos permite experimentar en carne propia la grandeza de la misericordia.”[1]
Así el peregrino de la misericordia reconoce que debe
encaminarse hacia una meta: la conversión de vida. Reconoce que debe salir de
sí mismo: de su cotidianeidad, de su comodidad, y sobre todo, de las dinámicas
egoístas que lo encierran en el pecado.
Este reconocer que uno debe salir del egoísmo para
encaminarse hacia la conversión se da cuando con sinceridad y humildad miramos
nuestra propia vida realizando así un examen
de conciencia.
En el fondo, se trata de hacer la experiencia que tan
bellamente se nos describe en la llamada parábola del hijo pródigo (Lc 15, 11-32): «Y entrando en sí mismo dijo: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen
pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre!”. Me levantaré, iré
a mi padre y le diré: “Padre pequé contra el cielo y ante ti» (Lc 15, 17-18).
El entrar en uno mismo; el mirar con sinceridad la propia
vida, sin escusas, nos ayuda a tomar conciencia de nuestra situación
existencial. Lejos de Dios, lejos del Padre bueno y misericordioso morimos de
hambre. Nada sacia nuestro corazón hecho para el amor. El pecado siempre nos
deja vacíos, hambrientos de amor y de sentido, nunca nos sacia.
Junto con tomar conciencia de nuestra situación, el examen de conciencia nos lleva al arrepentimiento. Y el verdadero
arrepentimiento hace que nos levantemos de nuestra situación de pecado y
volvamos a anhelar el vivir como hijos de Dios: «me levantaré e iré a mi padre» (Lc 15,18a).
Por eso el arrepentimiento es un proceso de saneamiento
para el alma, “es una regeneración del alma; (…) significa un volver a
encontrarse después de haber estado perdido espiritualmente.”[2]
Así, al arrepentimiento pertenece no solamente el dolor sincero por el pecado
cometido –contrición- sino también el anhelo de volver a abrazar el bien que
negué con mi pecado, el anhelo de volver a vivir como hijo de Dios.[3]
Y ese ese anhelo el que me convierte en “peregrino de la
misericordia” y me encamina hacia el Padre en el sacramento de la
Reconciliación.
La Reconciliación, lugar de
la misericordia
Si vivimos así el examen
de conciencia y el arrepentimiento,
el sacramento de la Reconciliación se transforma en lugar de la misericordia de
Dios.
Sí, el sacramento de la Reconciliación es lugar donde
experimentamos la misericordia de Dios porque es un lugar de encuentro con
Jesús, un estar con Él, ponerse en su presencia y entregarle a Él toda nuestra
vida.
Esto presupone la fe en la acción y presencia de
Jesucristo Resucitado en su Iglesia. Es Cristo quien actúa en los sacramentos,
y en este sacramento en particular, el sacerdote es un “signo” de Jesús
misericordioso; “es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios
con el pecador” (CEC 1465). Y como instrumento de la misericordia divina
perdona los pecados en nombre de Cristo (cf. CEC 1495).
Por eso la confesión
de los pecados que realizamos en el sacramento de la Reconciliación la
hacemos a Jesús mismo, a Él le entregamos lo que nos pesa y aflige.
En ese sentido la Reconciliación es una oportunidad para
vivir aquellas hermosas palabras del Evangelio
según san Mateo: «Vengan a mí todos
los que están afligidos y agobiados, y Yo les daré descanso» (Mt 11,28).
Uno descansa cuando es sincero, cuando es auténtico,
cuando puede abrir el alma. Y frente a Jesús podemos ser sinceros, podemos ser
auténticos, podemos abrir nuestra alma sin temor. Uno descansa cuando se
desahoga, cuando descarga en manos de Jesús aquellos que le pesa en el corazón.
Finalmente la Reconciliación es el lugar de la
misericordia de Dios porque en este sacramento con su perdón Jesús nos libera “del
pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento”[4]
y de todo aquello que nos hace menos humanos, menos hijos de Dios y menos
misericordiosos con los demás.
En este sacramento experimentamos que la misericordia “es
la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad”[5],
ya que la fórmula de absolución que
el sacerdote pronuncia sobre su hermano penitente “expresa el elemento esencial
de este sacramento: el Padre de la misericordia es la fuente de todo perdón.
Realiza la reconciliación de los pecados por la Pascua de su Hijo y el don de
su Espíritu, a través de la oración y el ministerio de la Iglesia” (CEC 1449).
Así, cuando cruzamos la puerta de la misericordia que es
el sacramento de la Reconciliación “nos dejaremos abrazar por la misericordia
de Dios y nos comprometeremos a ser misericordiosos con los demás como el Padre
lo es con nosotros”[6],
nos comprometeremos a perdonar a los demás como el Padre nos ha perdonado, nos
comprometeremos a volver a empezar, a volver a vivir como hijos de Dios
haciendo el bien a los demás como satisfacción
que repara nuestro egoísmo.
Como peregrinos de la misericordia, cada vez que
celebremos el sacramento de la Reconciliación recordemos que nuestra meta en este camino es el
Padre bueno y misericordioso que siempre nos espera (cf. Lc 15,20), que siempre está dispuesto a recibirnos, perdonarnos y
sanarnos; el Padre que siempre se alegra con nuestra presencia en su casa y
transforma nuestra vida en una alegre fiesta (cf. Lc 15, 22-24).
Mater Misericordiae
[1]
PAPA FRANCISCO, Misericordiae Vultus
17.
[2] J.
KENTENICH, Desafíos de nuestro tiempo
(Editorial Patris S.A., Santiago de Chile 1998), 104s.
[3]
Cf. J. KENTENICH, Desafíos…, 106.
[4]
PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium 1.
[5]
PAPA FRANSICO, Misericordiae Vultus
2.
[6] PAPA
FRANSICO, Misericordiae Vultus 14.
[7]
PAPA FRANCISCO, Misericordiae Vultus
1.