Bautismo del Señor - 2016
Bautismo: don y
misericordia
Queridos hermanos y
hermanas:
Con la fiesta del
Bautismo del Señor concluye el tiempo litúrgico de la Navidad. En su
sabiduría, la Liturgia de nuestra fe nos propone que desde la Noche Buena hasta el domingo del Bautismo del Señor nos dediquemos a
contemplar el misterio de la encarnación del Hijo de Dios.
Y realmente, en medio de nuestros quehaceres cotidianos,
en medio de nuestras ocupaciones y preocupaciones, necesitamos darnos el
espacio y el tiempo para contemplar con atención y detenimiento al Hijo de Dios
hecho hombre. Solo así tomaremos conciencia de que «la gracia de Dios, que es fuente de salvación para todos los hombres,
se ha manifestado» (Tit 2,11).
Un niño tierno
¿Y cómo se manifestado esta «gracia de Dios»? Como un pequeño, frágil y tierno niño. La gracia
de Dios, la gracia que nos salva, se ha manifestado como niño; como niño
recostado en un pesebre: Jesús, nacido en Belén.
El Hijo de Dios ha querido manifestarse como un niño
tierno y frágil para que no tengamos miedo de acercarnos a Él. Jesús se nos
muestra tierno y frágil para que nos acerquemos a Él confiadamente.
«¡Consuelen,
consuelen a mi Pueblo!», dice Dios a través del profeta Isaías (Is 40,1). Y es Jesús, tierno y frágil,
quien nos consuela. Ante el Niño de mirada tierna y manos abiertas podemos
depositar nuestras preocupaciones, nuestras angustias, nuestras dudas, nuestros
cansancios e incluso nuestros pecados. ¡Cuánto nos consuela y sana un gesto de
ternura!
Cada vez que miramos el pesebre, cada vez que miramos al
Niño Jesús, debemos recordar que creemos en un Dios tierno y misericordioso.
Bautismo del Señor
Sí, el tiempo de Navidad es tiempo de ternura y de
misericordia. Y con razón este tiempo de Navidad concluye con la fiesta del Bautismo del Señor.
El Niño tierno y frágil, crece «en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres»
(Lc 2,52); y con el bautismo de Juan
se manifiesta como el “hijo amado del Padre” (cf. Lc 3,22) y el Cristo, el lleno del Espíritu Santo, el “ungido con
el óleo de la alegría para evangelizar a los pobres.”[1]
En el misterio de su bautismo Jesús –aquel niño tierno de
Belén- se nos manifiesta como el Cristo misericordioso de Galilea: el enviado
de Dios que consuela a su pueblo (cf. Is
40,1), y anuncia la Buena Noticia del Reino de Dios e invita a la conversión
(cf. Mc 1,15), el pastor que toma en
sus brazos a los corderos y cuida de las madres que han dado a luz (cf. Is 40,11).
Nuestro propio bautismo
También nosotros hemos sido bautizados en Cristo. También
sobre nosotros ha pronunciado el Padre estas palabras: «Tú eres mi hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección»
(Lc 3,22).
Y si hemos recibido ternura y misericordia es para
regalar ternura y misericordia. A lo largo de este Año Santo de la Misericordia estamos llamados a vivir nuestro
bautismo como don y misión de misericordia.
Sí, a lo largo de este Año de la Misericordia nos hará bien tomar conciencia de la gran
misericordia que Dios nos ha hecho con el bautismo: ¡nos ha hecho sus hijos
amados! ¡Si he recibido el bautismo, significa que soy amado! ¡Somos amados!
¡Somos hijos!
Pero para vivir el don del bautismo debemos vivir también
la misión del bautismo: ser misericordiosos, «misericordiosos como el Padre» (cf. Lc 6,36).
En este Año Santo
se nos propone vivir nuestra misión de misericordia muy concretamente a través
de las obras de misericordia: dar de
comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, acoger al
forastero, asistir a los enfermos, visitar a los presos y enterrar a los
muertos.[2]
También vivimos la misericordia cuando: damos consejo al
que lo necesita, enseñamos al que no sabe, corregimos con sinceridad al que se
equivoca, consolamos al triste, perdonamos las ofensas, soportamos con
paciencia a las personas que nos son molestas y cuando en oración rogamos a
Dios por los vivos y los difuntos.[3]
El don de la misericordia que hemos recibido, se hace
posesión permanente en nuestros corazones en la medida en que la entregamos a
los demás. En el evangelio según san Mateo se nos dice: «Felices los misericordiosos, porque obtendrá misericordia» (Mt 5,7); parafraseando esta
bienaventuranza, nosotros podríamos decir: “Felices los que recibieron misericordia
porque podrán ser misericordiosos”.
Y en la medida en que somos misericordiosos encontraremos
el sentido de nuestra vida y nos iremos asemejando al pequeño niño de Belén, al
hombre misericordioso de Galilea: Jesús nuestro salvador.
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