Más allá del desierto, a la montaña de
Dios
Domingo III de Cuaresma - Ciclo C
Queridos hermanos y hermanas:
En este Domingo III de Cuaresma,
quisiera invitarlos a meditar a partir de la primera lectura -tomada del Libro del Éxodo (Éx 3,1-8a. 10. 13-15)-; en particular quisiera que meditemos en el
primer versículo de la misma:
«Moisés,
que apacentaba las ovejas de su suegro Jetró, el sacerdote de Madián, llevó una
vez el rebaño más allá del desierto y llegó a la montaña de Dios, al Horeb» (Éx
3,1).
Más allá del desierto…
Si prestamos atención al texto bíblico
nos daremos cuenta de que contiene dos imágenes muy típicas del tiempo cuaresmal:
el desierto y la montaña.
En efecto, el desierto es el lugar al
que Cristo fue conducido por el Espíritu para ser tentado por el demonio (cf. Domingo
I de Cuaresma), y la montaña es el lugar en el que Jesús se transfiguró en
presencia de Pedro, Santiago y Juan en su camino hacia Jerusalén (cf. Domingo
II de Cuaresma).
Ambos lugares, ambas imágenes, vuelven
a aparecer ante nosotros en medio de nuestro itinerario cuaresmal. ¿Por qué?
En primer lugar ambas imágenes
-desierto y montaña- nos recuerdan el sentido de la Cuaresma, nos recuerdan la
actitud con la cual debemos vivirla y cuál es su meta.
El desierto es soledad, no en el
sentido de simple aislamiento, sino en el sentido de una huida de todo aquello
que nos dispersa, nos distrae y obstaculiza el encuentro sincero y personal con
Dios.
En este sentido, desierto y ayuno están
relacionados. Cuando ayunamos de alimentos, o cuando ayunamos de actitudes
nocivas -el rencor, la murmuración, la soberbia-, o cuando ayunamos de ciertas
situaciones que nos distraen, que nos alienan, estamos adentrándonos en el
desierto. Estamos adentrándonos en un espacio de soledad y silencio donde
queremos encontrarnos con Dios.
El mismo Jesús fue al desierto, a esa
soledad, silencio y oración. Y allí tuvo la gran lucha con las tentaciones,
pero también el gran encuentro con Dios. “Allí confirmó ser Dios la fuente de
su verdadera identidad («Al Señor tu Dios adorarás, sólo a él servirás»). La
soledad es el lugar de la gran lucha y el gran encuentro; lucha contra las
imposiciones del falso yo y encuentro con el Dios-amor que se da así mismo como
sustancia del nuevo yo”.[1]
Sí, la Cuaresma es desierto, es decir,
soledad, silencio y oración. Y justamente por eso, porque es soledad -confrontarse
con uno mismo-, porque es silencio -dejar de lado distracciones y aprender a
concentrarnos-, y porque es oración -estar a solas con Dios-, es lugar de
conversión, de transformación.
Llevamos ya dos semanas de Cuaresma…
¿Hemos buscado el desierto? ¿Hemos buscado espacios y tiempos de soledad,
silencio y oración? ¿O nos resistimos a encaminarnos hacia el desierto, hacia
el inicio de nuestra conversión?
Llegó a la montaña de Dios
El texto del Éxodo nos recuerda que el sentido del peregrinar por el desierto es
llegar «a la montaña de Dios».
La montaña, como imagen
religiosa, “es considerada como el punto en que el cielo toca la tierra”.[2]
Por eso, también en la Sagrada Escritura,
la montaña es el lugar de una manifestación especial de Dios.
De hecho, en el texto del Éxodo que acabamos de escuchar, la
montaña es calificada como «tierra santa», pues Dios revela allí su
nombre a Moisés (cf. Éx 3,14). Así la montaña se constituye en lugar de
vocación y por ello de revelación. Allí Moisés ha sido llamado por Dios y ha
recibido una misión. Allí Dios se revela como el Dios de sus elegidos, el Dios
que se compromete con los que llama.
Se nos hace entonces claro el sentido
de nuestro desierto cuaresmal: prepararnos para llegar a la montaña santa donde
Dios quiere volver a elegirnos y revelar su misericordia hacia nosotros.
Si ustedes no se convierten…
Por eso, a mitad de nuestro camino cuaresmal,
¡qué bien nos hace recordar el sentido y la meta de este tiempo!
Y qué bien nos hacen las palabras de
Jesús que nos recuerdan que necesitamos convertirnos a Él siempre de nuevo (cf.
Lc 13, 1-9). Durante el tiempo cuaresmal Él quiere remover la tierra de
nuestro corazón para que demos frutos de conversión y misericordia.
¡No nos cansemos de nuestro caminar
cuaresmal! Si tomamos conciencia de que no nos hemos adentrado en el desierto
de la soledad para estar con el Señor, decidámonos ahora a entrar en ese
desierto con el anhelo de llegar a la montaña santa. Jesús no se cansa de
animarnos a vivir con Él. Jesús no se cansa de invitarnos a la conversión.
¡Él nos acompañará al desierto! ¡Él nos
ayudará a subir la montaña santa! ¡Él nos ayudará a dar frutos de conversión y
misericordia!
En medio de nuestro caminar cuaresmal
acudamos al Santuario, desierto
donde podemos crecer en intimidad con Dios y montaña donde el Señor nos muestra su misericordia; y pidámosle a
María que nos acompañe y que nos enseñe a caminar hacia la montaña santa de la
Resurrección de Cristo. Amén.
[1]
HENRI J. M. NOUWEN, El camino del corazón,
22.
[2] X. LÉON-DUFOUR, Vocabulario de
Teología Bíblica, 557.
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