Cuaresma, estilo de vida
Domingo I de Cuaresma –
Ciclo C
Queridos hermanos y
hermanas:
La Liturgia de la Palabra de este Domingo I de Cuaresma nos invita a acompañar a Jesús al desierto (Lc 4, 1-13); o mejor dicho, nos invita a
seguirlo al desierto, a ir con Él.
La Cuaresma es fundamentalmente seguimiento de Jesús;
seguimiento de aquel en quien hemos sido bautizados; seguimiento de aquel que
reconocemos como maestro de vida; seguimiento de aquel que nos llama para estar
con Él y para enviarnos a anunciar la misericordia de Dios.
Regresó de las orillas del
Jordán
Si hemos prestado atención al texto evangélico que hemos
escuchado, tomaremos conciencia de que la experiencia de Jesús en el desierto
–en el cual fue tentado- sucede inmediatamente después de su bautismo.
Y esto no es un mero detalle. En su bautismo Jesús es
reconocido como Hijo y Mesías. Dice el texto de San Lucas: «Y mientras estaba orando, se abrió el cielo y el Espíritu Santo descendió
sobre él en forma corporal, como una paloma. Se oyó entonces una voz del cielo:
“Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección”» (Lc 3, 21b-22).
Este mismo Jesús que ha sido reconocido –y en cierta
manera investido- como Hijo y Mesías de Dios, es «conducido por el Espíritu al desierto donde fue tentado por el demonio
durante cuarenta días». ¿Cuál es el sentido de todo esto? Se trata del
camino que debe realizar Jesús. El mismo Jesús tiene que aprender, por medio
del camino de la tentación y de la prueba, lo que significa realmente ser Hijo
y Mesías.
Esto significa que también nosotros tenemos que aprender
siempre de nuevo lo que significa ser bautizados, hijos y discípulos. “Para
madurar, para pasar cada vez más de una religiosidad de apariencia a una
profunda unión con la voluntad de Dios, el hombre necesita la prueba.”[1]
Conducido por el Espíritu
al desierto
Jesús se deja conducir y guiar por el Espíritu al
desierto. Pero él no solamente es dócil a esta inspiración del Espíritu, sino
que la hace suya y colabora con la misma: «no
comió nada durante esos días». Sí, el Espíritu lo invita a un espacio y
tiempo especial –el desierto-, pero también Jesús se adentra en la soledad y el
silencio del desierto privándose de alimento, privándose de toda distracción,
para que el cuerpo y el alma entren en comunión con el Espíritu y su acción.
Para comprender la acción del Espíritu y la acción de
Jesús, debemos entender qué es el desierto. ¿Por qué el Espíritu lo conduce al
desierto?
En la Sagrada
Escritura el desierto es parte del camino que el pueblo de Israel debe
realizar para sellar alianza con su Dios y peregrinar hacia la tierra
prometida. En ese sentido, el desierto es parte del éxodo que Israel debe
realizar: salida del propio yo para
encontrarse con el tú de Dios.
El desierto, con su austeridad, silencio y soledad, es
así tiempo de preparación y de purificación; es tiempo de lucha interior –de
confrontación con uno mismo- y eso es tiempo de madurez. Antes de iniciar su
misión, también Jesús necesita madurar; necesita confrontarse en su interior
con las tentaciones de la humanidad para poder solidarizarse con ella y
rescatarla.
Las tentaciones: estilo de
vida mundano
Así, las tentaciones se nos presentan, en Jesús, como
“lucha interior por la misión, una lucha contra sus desviaciones, que se
presentan con la apariencia de ser su verdadero cumplimiento”[2],
y como un descender a las luchas interiores de cada hombre y mujer de fe.
En primer lugar las tentaciones se muestran como un
aparente camino para vivir su condición de Hijo de Dios. No en vano inician con
la provocación: «si tú eres Hijo de Dios».
Así, se nos descubre la naturaleza misma de toda tentación: tergiversar nuestra
condición de hijos de Dios y con ello nuestra relación filial con Dios.
Cada tentación en particular es una velada invitación
para presentarnos ante Dios no como hijos, sino como seres autónomos y
autosuficientes.
Si Dios no sacia con el pan cotidiano, o, si
aparentemente no sacia los anhelos del corazón; entonces, el hombre mismo
deberá forzar a Dios a que lo haga, o ceder a la pretensión de la eficacia que
todo lo puede solucionar. Si Dios no concede el reconocimiento, el prestigio o
el poder al que creemos tener derecho; entonces el hombre mismo se corromperá
–corromperá sus ideales- buscando a cualquier precio el poder. Si Dios no se
manifiesta de forma extraordinaria; entonces el hombre deberá probar su
existencia a través del espectáculo religioso. Saciedad, poder y certeza indiscutible; tres tentaciones que
engloban otras y nos acechan a lo largo de la vida.
Solo el que es verdaderamente hijo –como Jesús-, recibe
el sustento de su vida desde la Palabra de Dios y de la íntima relación con Él.
Solo el que se sabe hijo, reconoce que el poder y la sabiduría se encuentran en
las manos del Dios providente que guía la historia. Solo el que es hijo, sabe
descubrir a Dios en lo pequeño, en lo ordinario y cotidiano.
En el fondo, la lucha que lleva a cabo Jesús en el
desierto no es una lucha contra tentaciones o situaciones aisladas. Jesús lucha
con un estilo de vida mundano y nos propone un estilo de vida filial.
Cuaresma:
estilo de vida
El texto de San Lucas concluye diciendo: «Una vez agotadas todas las formas de
tentación, el demonio se alejó de él, hasta el momento oportuno». Jesús ha
vencido, y lo ha hecho precisamente renunciando a toda autonomía y
autosuficiencia, y mostrándose como Hijo en constante relación con su Padre.
Y si bien esta experiencia de maduración lo marca y lo
ayuda a definir su identidad como Hijo de Dios, el tentador siempre buscará, a
lo largo de su vida, tergiversar su ser y su misión.
Lo mismo ocurrirá con nosotros, siempre de nuevo seremos
tentados a olvidar nuestro ser hijos e hijas de Dios. Por ello, siempre de
nuevo debemos estar atentos y no dejarnos adormecer por el espíritu mundano.
Así tomamos conciencia de que la Cuaresma es para el
cristiano un estilo de vida. Oración, ayuno y limosna, no son solo prácticas
exteriores y aisladas, sino estilo de vida y seguimiento de Jesús de Nazaret,
el verdadero Hijo y Mesías. Oración, ayuno y limosna, están llamados a dar
forma a nuestra vida y a hacernos más cristianos, más Cristo.
A María, Madre de Misericordia, Madre del desierto, le
pedimos que nos acompañe en este camino cuaresmal, y que nos eduque y forme a
semejanza de Jesucristo, Hijo de Dios. Amén.
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